Nadie que examine lo que fue su vida durante los dos largos años de la emergencia sanitaria global más grave en un siglo, 2020 y 2021, podrá decir que ella no cambió, y que no cambió de muchas maneras. Muchos de esos cambios fueron pasajeros: meses de cuarentena, alejamiento social, trabajo a distancia, etc. Para muchos también fueron cambios dolorosos y duraderos: duelos, pérdidas, enfermedad, trastornos laborales. Pero muchos otros también fueron cambios permanentes, maneras de hacer las cosas, de organizar los tiempos y comunicarse con los otros, aspectos de la vida cotidiana que no volverán a ser lo mismo que antes. Tardará un buen tiempo antes de que nos demos cuenta a cabalidad el alcance de esos cambios, y qué tanto supimos aprovechar las anómalas circunstancias que vivimos para dejar atrás tantas prácticas vueltas obsoletas gracias a la tecnología: los desplazamientos innecesarios para reuniones sin sentido, para poner solo ejemplo.
Para quienes estamos en el mundo de la educación —educadores, estudiantes o ambos—, esos cambios en nuestras vidas fueron quizás de los más extremos de todos, comparables a los que vivieron, por ejemplo, actores y músicos. Como ellos, nosotros tuvimos que pensar nuestro oficio de nuevo, y sin mucho tiempo para hacerlo, de un día para otro. Confinados nuestros estudiantes en sus casas y nosotros en la nuestra, tuvimos que repentinamente adaptarnos a las plataformas de comunicación virtuales que, si bien existían desde hace algún tiempo, parecían solo instrumentos para el mundo de las grandes empresas y los grandes negocios.
Será difícil olvidar esas primeras sesiones de clases virtuales, en medio de la incertidumbre que generaba la pandemia. Para los que somos profesores, ya fuera en colegios o universidades, no fue fácil acostumbrase a no estar rodeados de nuestros estudiantes, a no tenerlos en frente durante las clases, a no encontrárselos en los corredores, el patio o la cafetería del colegio o la universidad, a no tropezarse con ellos accidentalmente en el camino a casa. Todo ello ahora quedaba desplazado a una pantalla cuadriculada con algunos nombres y siluetas en la cual ocasionalmente, muy ocasionalmente, se asomaban por unos instantes breves algunos de nuestros estudiantes, unos pocos, los menos tímidos, para responder a alguna pregunta, cuestionar alguna afirmación, rebatir algún argumento o hacer algún comentario, mientras que los profesores quedábamos sin saber si todos los demás, la mayoría, realmente estaban presentes en la sesión y si algo de lo que les decíamos llegaba a sus oídos, para no hablar de sus mentes. Nos dimos cuenta, de repente, de cómo era de importante ese encuentro cotidiano y real con nuestros estudiantes, el saludo matinal, las conversaciones sin importancia, las medias nueves compartidas, los recreos imprescindibles y, luego, el encuentro formal en el salón de clase con todos sus retos, sus dificultades, sorpresas, logros y fracasos.
Reducidos a comunicarnos con nuestros estudiantes solo a través de un teléfono celular, una tableta o un computador, nos dimos cuenta, tuvimos que darnos cuenta, de que quienes somos profesores, lo que hacemos cuando estamos con nuestros estudiantes, y cuando ellos están con nosotros y están con todos sus otros compañeros, es infinitamente más de lo que esas poderosas tecnologías nos permiten hacer. Es cierto, esos aparatos nos permitieron algunas cosas increíbles, como la posibilidad de compartir con todos toda clase maravillosos videos que, bien escogidos, y no simplemente puestos para rellenar las interminables horas frente a la pantalla, podían sin duda contribuir a la ilustración (porque ilustrarnos es parte -—no todo— de lo que la educación debe proponerse) e, incluso, a la formación de todos: estudiantes y profesores. O la posibilidad de comunicarnos con colegas y estudiantes de otras instituciones, de acceder a cursos, charlas, conferencias o encuentros virtuales en cualquier esquina del mundo. Todo el conocimiento, de repente, parecía ya no estar sino a unos cuantos movimientos de los dedos en un teclado.
Todo ello, novedoso, asombroso, incluso revolucionario, sin embargo, no sustituía, no pudo sustituir, esos momentos en que nos reuníamos de verdad, veíamos rostros reales, sonrientes algunos, tristes, curiosos, juguetones, picaros o trasnochados otros, y podíamos leer en esos rostros todo lo que nos querían decir, pero no lo podían hacer con palabras sus dueños. Los mejores docentes, lo sabemos, especialmente en la educación básica, son mucho más que profesores de tal o cual asignatura. Muy pronto, después de conocer a sus estudiantes, ellos comienzan a ser parte de su vida, de sus preocupaciones, de sus alegrías y pesares. Y así mismo, muchos profesores se convierten también en parte de los afectos de los estudiantes. Al compartir rutinas, recreos, tareas, y tantos momentos formales e informales de la jornada escolar, se establecen lazos profundos entre unos y otros, que hacen parte de la formación de los estudiantes y lo que, para muchos docentes, es la justificación principal de su vocación. Nada de eso lo permite ninguna de las tecnologías más avanzadas. La educación virtual es apenas instrucción virtual. Las plataformas digitales son, en efecto, ideales para instruir, para transferir información, incluso para hallarla y aumentarla. Es lo que estamos descubriendo poco a poco ahora que hemos comenzado a regresar a los colegios y universidades. Durante casi dos años tuvimos la posibilidad de bombardear a nuestros estudiantes con abundante información, y así lo hicimos. Era información a la que teníamos acceso muy fácilmente gracias a nuestros, cada vez más potentes y versátiles, computadores, pero más que transferir esa información, poco era lo que podíamos hacer con ella. Sin muchas posibilidades de generar con los estudiantes verdaderas discusiones alrededor de esa información, de ponerla en contexto con sus saberes previos, con escasas ocasiones para que los mismos estudiantes deliberaran entre ellos acerca de lo que habían recibido, lo pusieran en duda o cuestionaran si fuera el caso, ese bombardeo de información se convirtió en lo que Freire denunciaba como una simple consignación bancaria.
No sabremos antes de varios años, quizás décadas, qué tanto cambió la educación por causa de la pandemia y todo lo que nos forzó a ensayar e implementar.
No sabremos antes de varios años, quizás décadas, qué tanto cambió la educación por causa de la pandemia y todo lo que nos forzó a ensayar e implementar. La sensación inicial que muchos tuvieron, fue que toda la educación podía ser virtual, que la educación ideal era la llamada “educación en casa”, que las paredes, los salones, los corredores, los patios y las canchas de los colegios quizás no fueran necesarios para una buena educación, y que todo lo que se necesitaba era que cada estudiante estuviera provisto de un buen computador, conectado con una banda ancha y fuerte a las redes mundiales. Superado ese espejismo, comprendimos que si bien, tales tecnologías tenían el poder maravilloso de permitir un mayor acceso al conocimiento, no bastaba ese acceso sino que necesitábamos, como antes, como lo sabemos desde los griegos, como nos lo enseñaron Sócartes y Platón, el ágora, el patio, el salón, la ruta y todos los diálogos que allí ocurren, algunos programados, la mayoría espontáneos. Diálogos entre profesores y estudiantes, entre los mismos profesores y, quizás los diálogos más importantes de todos, entre los propios estudiantes que van forjando así las amistades que los acompañarán el resto de sus días. De esos diálogos surgirán los intereses de cada uno, y su visión de su entorno y del mundo en general.
Así pues, esta crisis de dos años, este alejamiento temporal de la normalidad, tiene la posibilidad de obligarnos a convertir la escuela en una verdadero lugar de encuentros y hallazgos de toda índole, que permitan el cultivo e intercambio interminable de ideas diversas. Los docentes que antes se limitaban a llegar al salón de clase, pasar lista de los estudiantes, sentarlos bien ordenados en sus pupitres frente a ellos y ponerlos a escuchar sus bien planeadas presentaciones en Power Point acerca de los 17 (o los que sean) casos de factorización de los polinomios o los 23 —si esos son— afluentes del río Magdalena, tienen que saber que la pandemia los volvió obsoletos pues todos los estudiantes saben que en YouTube hay videos infinitamente mejores acerca de esos temas o cualquier otro. Lo que si no encontrará ningún estudiante en ningún canal de YouTube, Tiktok, Instagram, Facebook o cualquiera otra de las novedades del siglo, es un docente que escuche, que aconseje,
La escuela puede finalmente aspirar a dejar de ser la misma escuela que ha sido durante casi medio milenio, andando varios pasos detrás de lo que sucede en el mundo.
que contagie a los estudiantes con sus entusiasmos y pasiones, que les muestre caminos, que les dé ejemplo, que los corrija cuando sea necesario hacerlo, en una palabra, que los quiera. Si además de ofrecer todo ello, los docentes nos apropiamos de estas novedosas tecnologías para enriquecer y optimizar nuestro trabajo, para facilitar y hacer más eficientes y puntuales tantas tareas y reuniones administrativas inevitables de nuestro trabajo, la escuela puede finalmente aspirar a dejar de ser la misma escuela que ha sido durante casi medio milenio, andando varios pasos detrás de lo que sucede en el mundo y de lo que la sociedad espera de ella. ¿Cómo será esa escuela?, es muy pronto para decirlo, pero con seguridad no una en que los estudiantes reaccionen como ratones de laboratorio a una campana que los lleva de un salón a otro, a escuchar a uno y otro profesor soltar una retahíla que a pocos interesa, pero que todos tiene que aprender de memoria so pena de “perder el año”.
Porque la pandemia, en efecto nos descarriló a todos, y ahora que volvemos lentamente a tomar el camino sería una lástima hacerlo sin hacer una profunda reflexión sobre los cambios que son necesarios para que la escuela pueda responder a los retos que la sociedad le impone. Todo ello sin olvidar que la escuela, entre otras cosas, es el lugar donde se forjan amistades y lazos afectivos estrechos, quizás los más sólidos y perdurables de todos.
Esto fue algo que pude constatar cuando le pregunté hace unos días, a una de mis estudiantes, qué era lo que más echaba de menos de las clases presenciales. No se demoró mucho en decírmelo: “Que cuando resolvíamos alguno de tus problemas, y estabas de buen genio, nos premiabas con una chocolatina”. RM