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La literatura infantil y juvenil en la escuela: Un péndulo entre imaginación narrativa y memoria social

Para quienes trabajamos en el campo de las interacciones entre educación, lectura y literatura, nos es dable afirmar que la narrativa literaria ofrece un modo único de percepción e imaginación en torno al acontecer social y humano, que puede ser aprovechado reflexivamente para propósitos de orden pedagógico.

Tal como insistió Louise Rosenblatt, a lo largo de sus trabajos, las obras literarias no llegan a la escuela solo para ser analizadas en su dimensión formal, sino, principalmente, para brindar marcos de referencia críticos en torno a las relaciones humanas, su complejidad, y los contextos históricos y culturales en las que se desenvuelven; y, por lo tanto, constituyen un camino fecundo para ayudarles a niños, niñas y jóvenes a construir una visión de mundo mucho más amplia, más pluralista y, sobre todo, más democrática.

No obstante, para que pueda operar allí ese vínculo entre imaginación narrativa y dimensión social de la literatura, es necesario que tenga lugar una práctica de lectura donde sea posible construir una frontera indómita, como denomina Graciela Montes, a ese espacio que se erige en medio de la vida cotidiana y prosaica para mostrarnos que hay algo profundo, bello, y cierto, por descubrir en todo arte poético y literario. Situándonos en un territorio así, “ya no leemos o damos de leer literatura” 1 a nuestros estudiantes para obtener una calificación o un elogio, o con el interés de cumplir con el plan lector propuesto, sino que leemos para ellos y con ellos en aras de ir construyendo, poco a poco, ese territorio o zona de intercambio entre el adentro y el afuera. Esa frontera entre el sí mismo, lo otro y los otros: el mundo del lector y el mundo social. El lenguaje literario ofrece así un material valioso que le da forma a ciertos contenidos de la existencia humana, y supone a la vez que las sensaciones más íntimas y personales se puedan proyectar socialmente y puedan conquistar un escenario exterior.

En esa perspectiva, la obra literaria, que llega a nosotros siempre en forma de lectura, nos permite, de la mano de unos personajes, recobrar en lo familiar y lo cotidiano una gran cuota de asombro, así como adentrarnos en mundos que simbolizan realidades antes no contempladas, no conocidas y no vividas por nosotros. Se nos dirá que esa es justamente una dimensión esencial de todo arte literario, pero en particular, nos referimos aquí a esos mundos contenidos en una parte importante de nuestra literatura infantil y juvenil y que representan una memoria social que no solo nos inquieta, sino que no estamos acostumbrados a traer, a tratar y a afrontar en el aula: se trata de esas historias cuyo telón de fondo es la violencia social y política que ha dejado profundas huellas en la subjetividad y que se traslapa en las profundidades del lenguaje literario para establecer un vínculo comunicativo entre ese pasado, esa memoria social, y los lectores de las nuevas generaciones.

La literatura, como ningún otro arte, le presenta como exigencia al lector la reconstrucción de situaciones, personajes, lugares y acontecimientos a través de la imaginación narrativa, la cual dispone a un modo de comprensión único, pues el efecto estético que desencadena esa interacción entre lector y texto literario hace experiencia, esto es, dispone y crea un modo de ver, de sentir y de ser frente a un mundo que no está dado de antemano, sino que tenemos que ayudar a re-construir y a re-presentar.

En su fenomenología de la lectura, Wolfgang Iser ilustra este efecto estético como un ‘espacio vacío’ que se va llenando mediante el acto de leer, pues los sucesos que están descritos en las páginas de una novela no refieren la denotación de un hecho, sino la construcción o alumbramiento en el mundo de aquello que antes no existía. Así, si sostenemos que la literatura nos comunica algo es porque el texto acontece en el lector y exige la actividad de representar y percibir lo que no estaba formulado antes en el mundo: ni en el mundo subjetivo del lector, ni en el mundo objetivo. El lenguaje literario hace elocuente la experiencia de la que habla, en la medida en que configura esa experiencia en cuestión mediante ese mismo lenguaje.

Ahora bien, la vivencia de esta experiencia estética, únicamente posible por el acto de lectura, se toca indefectiblemente con la dimensión ética y humana, justamente porque el arte no es una mera cosa, no es «algo», sino que es «sobre algo», así que como signo, representa un modo de ver y comprender el mundo. Y esto, porque al subjuntivizar la realidad, en ese «hacer como si», la literatura nos sitúa en aquello que sucedió, o que pudo suceder, o que no pudo ser y tal vez nunca será: son los mundos posibles que a través de la imaginación van ampliando la experiencia y otorgándole sentido, como nos lo enseñó el gran Jerome Brunner

De esta manera, si leemos El abuelo rojo de Isaías Romero Pacheco (2017), en el corazón de los afectos entre Marianita y el abuelo puede destellar una inquietud por el lugar, no solo de las personas más excluidas en la Colombia de los tiempos de Jorge Eliécer Gaitán, sino, en especial, por el de las mujeres —y, por ende, el de las niñas—, en una época en que no tenían derecho a la educación, ni menos aún derecho al voto. Y tal vez, si seguimos con esta misma tonalidad, podamos advertir en El rojo era el color preferido de mamá, de Gerardo Meneses (2012), que esta violencia de la cual aún estamos intentando salir —y que no cesa desde ese abril—, ya ha retumbado tantas veces en las plazas principales de nuestros pequeños pueblos, que un día, llega también, a la gran ciudad. Y así, ¡Bum! de un solo golpe, mordaz y certero, puede llevarse a los seres más queridos. Buscar otros paisajes, otra escuela, otro trabajo, otros amigos, para restituir la esperanza en la vida y seguir transitando en ella, será la labor que emprenderán de la mano, Isabel y su papá, tal y como se narra en este conmovedor relato.

La misma pregunta por cómo esta guerra ha fragmentado las familias y ha dejado huérfanos de madre o de padre, o de ambos, a muchos niños y niñas —o ha dejado sin sus hijos a los padres— la podemos hallar en Los tucanes no hablan, de Francisco Montaña Ibáñez (2006). El Aquiles de esta historia tendrá que elaborar por su cuenta el duelo de su madre desaparecida. Y ese proceso de aceptar, poco a poco, su nueva realidad y comprender que ella vivirá inexorablemente en su memoria, va de la mano con sus aspiraciones de jugar en el equipo de fútbol del colegio y de las tareas de Español en las que no faltan las composiciones escritas: una biografía, una carta inventada, nos recordará que no siempre el ejercicio de la escritura en la escuela es valorado como una puesta en escena de nuestros sentimientos y heridas más hondas.

Asimismo, otras composiciones, pero esta vez melodiosas, podemos hallar en una novela que nos dibuja un paisaje de niebla, la misma que cubre los yarumos de un pueblo enclavado en la geografía colombiana y un acto impulsado por el miedo que aún pesa en la conciencia de un joven universitario. En La niebla no pudo ocultarlo de Albeiro Echavarría (2016), entraremos en diálogo con Leopoldo, con su niñez y con su pasado que no pasa y que le acompaña como una mole gris que se instala en sus sueños, convirtiéndolos en pesadillas. Su historia va delineando al tiempo los trazos de una realidad que muchos pueblos vivieron por causa del conflicto armado, en los que las muertes violentas o la desaparición forzada y la alianza entre la fuerza pública y los ejércitos irregulares fueron el pan diario y enfrentaron a familias enteras. Sin embargo, aquí, la justicia y la reconciliación con el pasado llegarán en medio de notas musicales y una serenata diurna, que armoniza y rehace el tejido social que alguna vez fue resquebrajado.

Así también siguiendo esta literatura, podamos descubrir quizá, que Los agujeros negros (Yolanda Reyes, 2016) no son solo una región finita del espacio que se traga la luz, sino que pueden estar ahí, muy dentro de nosotros, albergando nuestros más grandes miedos, o vivir agazapados en el corredor de la casa, convirtiendo en oscuridad lo que antes fuera cielo azul, musgo verde, frailejón y montaña, y destellos de agua cristalina que brotan del vientre de la tierra. Pero detrás de lo que parece ser un abandono a su suerte de Juan, el niño protagonista de este otro relato, lo que podemos hallar son verdaderos signos de amor y de protección hacia él, junto con la memoria de sus padres en una lucha que jamás se olvidará: la defensa por la vida y el agua en el Páramo de San Juan de Sumapaz.

Sí, estas historias y otras más están contenidas en una buena parte de las obras de literatura infantil y juvenil que circulan y se producen hoy en Colombia, muchas de las cuales ya han llegado a las aulas y otras esperan ser convidadas, aunque a veces dibujen paisajes que no quisiéramos delinear, conocer o recordar.

En este horizonte de sentido, la inquietud por la literatura en la escuela no se instala en las preguntas por cuántos libros leer, cuáles elegir, qué evaluar de su contenido, en qué momento… sino que se desplaza hacia aquello que puede sucederles o acontecerles a nuestros niños y jóvenes cuando, mediante estas obras, nos disponemos a familiarizarlos y a sensibilizarlos con el devenir histórico del país. Esto es, cuando gestamos la posibilidad, mediante la lectura, de proveer una experiencia estética vinculada con la memoria del sufrir y del padecer, pero también del resistir y sobrevivir, propias de la condición humana, pero que aquí se erigen en una suerte de mímesis de la vivencia en carne propia del conflicto armado colombiano, para otros niños, niñas y jóvenes, conciudadanos nuestros.

En esa medida, esta literatura nos aproxima a ese cuerpo simbólico de la memoria de una situación de guerra vivida por tanto tiempo, especialmente en ciertas comunidades y territorios, y que apenas hoy, en tiempos de acuerdos de paz y posacuerdos, avizora alguna posibilidad de ser superada o, por lo menos, de iniciar un tránsito hacia formas democráticas de tratar nuestros desacuerdos, que no conciten el miedo, la destrucción y la vulneración de los derechos humanos. Es por ello que traer al aula esa memoria social, mediada cultural y estéticamente a través del lenguaje literario, nos parece hoy una tarea importante que podríamos impulsar en nuestras aulas y escuelas, bajo la convicción de que, cuando leemos las tragedias humanas como contenidos mismos de las prácticas formativas, podemos afrontar el pasado, el presente y el porvenir, no solo con una gran capacidad de extrañeza e imaginación, sino restituyendo, igualmente, sentimientos de empatía y solidaridad con quienes han vivido los efectos de estas violencias.

La literatura, como nos lo recuerda el escritor David Grossman, nos ofrece siempre una alternativa más humana que nos saca de la dicotomía entre “ser una víctima” o “ser el agresor”, pues ella nos enseña un método único de escucha atenta, que nos permite comprender una situación social desde diferentes puntos de vista, a diferencia de los estados de guerra que desdibujan los matices que constituyen la subjetividad y la singularidad humana.

Esta ampliación del universo interior que ofrece la literatura, y que no puede ser formulada en proposiciones abstractas, nos permite poner en consideración algunas posibilidades derivadas de la lectura de este tipo de obras literarias. La primera de ellas es que justamente quienes no han vivido situaciones de intenso dolor o no conocen el hambre, la miseria, el desplazamiento o el miedo a la guerra, más que en fotos o en imágenes en movimiento, pueden, de la mano de un personaje, cuya biografía está atravesada por estas contingencias, salir por un momento de las propias comodidades y poner en cuestión su visión egotista del mundo, que no deja ver más que la propia esfera íntima y familiar. Por otra parte, también leyendo o trayendo pasajes concretos de una novela podemos recordar a nuestros niños y jóvenes que esa situación de dolor, de miedo o de injusticia que quizás han vivido, no es única y la desesperanza no es todo lo que hay en el mundo, como lo han retratado muchas experiencias de mediadores de lectura en contextos sociales difíciles.

Ahora bien, yendo a la literatura misma podemos recrear una escena en la que personas sometidas a situaciones límite ven recuperado algo de su humanidad, o logran al menos tranquilizar un poco su espíritu, justo en esa frontera indómita que, mediante la imaginación literaria, los abstrae por un momento de su propia situación vital: vemos entonces a Liesel Meminger, esa Ladrona de libros, la niña lectora que alza su voz para tratar de leerles a otros y amortiguar así el ruido y el espanto que llega al sótano donde se protegen de las bombas, las mismas que alertan de una guerra que ellos no han provocado, pero de la cual son sus principales víctimas.

No debemos ir tan lejos, sin embargo, para tratar de entender qué otras posibilidades puede tener hoy la lectura de literatura infantil y juvenil en la escuela, en tiempos de posconflicto. De manera reciente, por ejemplo, el proyecto Colombia 2020 de El Espectador lanzó una colección subtitulada Relatos de un mundo que no conocíamos. Allí encontramos ocho historias recreadas por autores colombianos —Francisco Leal, Pilar Lozano, Beatriz Helena Robledo, Celso Román y Francisco Montaña, entre otros— quienes viajaron a las zonas veredales que el Gobierno creó para los excombatientes de las Farc y a las que el Ministerio de Cultura trasladó bibliotecas móviles y programas de lectura hacia las comunidades rurales circundantes.

Los relatos recogen los testimonios de niñas, niños y jóvenes de aquellos territorios de la Colombia profunda —aquella que muchos no conocen y otros deliberadamente ignoran— y nos ayudan a abrir la mirada, a conmovernos con ese mundo que no conocíamos, y a tratar de entender qué ha significado la guerra para estos niños y jóvenes y por qué su fin tiene tanto valor y marca un hito de esperanza en otro destino para ellos. De igual manera, estos relatos nos ayudan a redimensionar cómo la lectura va transformando poco a poco sus vidas, ofreciendo otros sentidos posibles a su cotidianidad, y de ahí que no sea un simple eufemismo el título de la colección: Libros que cambian.

Se nos dirá –y con razón– que apelamos aquí a un uso extraliterario de la poética pensada para públicos infantiles y juveniles, pero la literatura no estará en peligro porque algunas veces pongamos su acento en la formación humana y en la sensibilización social. No obstante, hemos de advertir que no se trata de defender una experiencia estética mediada por la literatura infantil y juvenil para avivar un debate acerca del pasado reciente o desdibujar el lugar de la Historia escolar en el escenario del posconflicto. Tampoco, para que una vez leído un relato opere en los lectores una suerte de identificación y podamos sedimentar una identidad en favor de un determinado grupo, casi siempre el más desfavorecido, pues como lo señalaba Tzvetan Todorov, el autor que nos alertó del problema de los usos y abusos de la memoria, no hay mérito alguno cuando nos ponemos del lado acertado de la barricada, una vez que el ‘consenso social’ establece dónde está el bien y dónde está el mal.

Apelamos justamente a la literatura porque esa memoria social contenida en los trayectos y vivencias de estos personajes describe, entre otros, los matices de la bondad y la maldad y, sobre todo, nos muestra que son parte constitutiva de la condición «humana», la misma que no nos es dada de antemano, sino que hemos de aprehender en un mundo compartido y siempre en relación con los otros, nunca solos. De ahí que, como ha insistido Martha Nussbaum, la imaginación narrativa sea un escenario posible de preparación e interacción moral entre ciudadanos, gracias a la preocupación y al interés que suscitan en nosotros estos personajes de ficción y sus peripecias. Junto a la razón, nos recuerda esta filósofa, están los sentimientos morales, y estos aparecen tal y como son en la novela. Así, la literatura conduce directamente a las condiciones de existencia, por dramáticas que estas sean, ampliando el horizonte de nuestro juicio. Y el juicio racional unido con la imaginación literaria puede crear nuevas relaciones de vínculo social.

Esto se logra porque conocer a nuevos personajes es similar a conocer nuevas personas, pero con la diferencia de que de entrada podemos descubrirlas desde adentro. Es eso lo que nos muestra Todorov en otro de sus trabajos titulado, justamente, La Literatura en peligro (2009). Allí, nos recuerda que la lectura literaria representa la inclusión en nuestra conciencia de nuevas maneras de ser junto con aquellas que ya conocíamos, y este aprendizaje no solo va cambiando el contenido de la mente, sino el propio continente. No solo cambia lo que percibimos, sino los modos de percepción. Lo que la literatura ofrece, en últimas, no es un nuevo saber “sino una nueva capacidad de comunicación con seres diferentes de nosotros”.

Pero para que este vínculo comunicativo tenga lugar en el péndulo que oscila entre la imaginación narrativa y nuestra memoria social y colectiva, es necesaria también una pedagogía de la lectura que no esté sujeta a la ‘rentabilidad escolar’ y que despliegue en nosotros como maestros una disposición sutil y cálida para acompañar a nuestros estudiantes por sus trayectos literarios. Supone también que cuando traemos a la escuela y a nuestras aulas esta literatura infantil y juvenil, estemos prestos a un encuentro en el que se acoja afectivamente a niños y jóvenes, se atienda a su palabra, y sea posible dialogar y preguntar sin temores, expresar lo que pensamos ante los otros y abrirnos a la posibilidad de repensar nuestras propias certezas, opiniones e interpretaciones, a la luz de aquello que el otro tiene por decir-nos y por contarnos, tal y como sucede con la misma literatura. RM

 

1.Jerome Bruner

Nylza Offir Gárcia Vera

Pedagoga. Especialista en enseñanza del español y la literatura. Profesora de la Universidad Pedagógica Nacional. Estudiante del Doctorado Interinstitucional en Educación-DIIE.

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