ContextoEdición 22

La educación en una época singular


Carlos Magro, Vicepresidente de la Asociación Educación Abierta, a lo largo de este artículo describe el cambio constante que vive la educación, mientras define el término ‘sociedad del aprendizaje’.
Nos encontramos en una época de transformación caracterizada por lo digital, la globalización, el cambio social y tecnológico continuo y acelerado. Este momento le brinda gran importancia a los procesos de enseñanza-aprendizaje, por lo que esta revolución plantea un gran reto para la toda la comunidad educativa.
“El objetivo de la educación obligatoria (tal vez de toda la educación) no es simplemente el entrenamiento de cerebros cuyo potencial está prederterminado. Debe ser, más bien, el de crear los entornos adecuados para que estos se desarrollen mejor”. Andy Clark

Por fin, y transcurridas varias décadas desde que se acuñara el término “sociedad del aprendizaje”, podemos hablar sin duda de que vivimos en una “sociedad del aprendizaje”. Una “sociedad del aprendizaje” que nos reclama, paradójicamente, un cambio profundo en nuestras formas de aprender y de enseñar. Asistimos a la aparición de un nuevo conjunto de obligaciones educativas y debemos encontrar maneras de tratarlas simultáneamente y de manera constructiva con múltiples perspectivas irreconciliables. En tanto que individuos, pero también y quizá de manera más importante en tanto que sociedad, debemos satisfacer una demanda creciente y continua de formación y de adquisición de competencias y habilidades que nos permitan analizar y movilizar en tiempo real los recursos necesarios para resolver problemas reales y complejos.
Debemos encontrar maneras de superar la tradicional fragmentación de saberes y apostar por un conocimiento integrado que transcienda la actual deriva hacia la superespecialización, lo que a su vez nos lleva a la necesidad urgente de formar personas cognitivamente flexibles, culturalmente abiertas y capaces de trabajar colaborativamente con otros. La “sociedad del aprendizaje” parece demandarnos una ampliación del campo de juego incorporando nuevos conocimientos, procesos y actores.

Una época singular

“No ha habido época que no se haya sentido «moderna» en un sentido excéntrico, y que no haya creído encontrarse ante un abismo inminente. La conciencia desesperada y lúcida de hallarse en medio de una crisis decisiva es algo crónico en la humanidad. Todo tiempo aparece ante sí mismo como tiempo inexorablemente nuevo”. Walter Benjamin

Vivimos en un mundo cambiante, innovador, disruptivo, abundante, veloz, pero también incierto, frágil, fragmentario, permeable, desigual y voluble. Vivimos en un mundo complejo, mediado por la tecnología y lleno de datos.

“En el último cuarto de este siglo que termina, una revolución tecnológica, centrada en torno a la información, ha transformado nuestro modo de pensar, de producir, de consumir, de comerciar, de gestionar, de comunicar, de vivir, de morir, de hacer la guerra y de hacer el amor”, decía Manuel Castells en el tercer volumen de su monumental La era de la información: Economía, sociedad y cultura.
Vivimos en un mundo donde todo cambia y nada permanece. Donde lo único que parece permanecer es el cambio. Un cambio que se ha instalado en nuestras vidas y que hizo afirmar hace unos años al mismo Castells aquello de que no estábamos en una época de cambios, sino en un cambio de época.
Un cambio de época que nos provoca incertidumbre y que nos obliga a tomar constantemente decisiones bajo condiciones de ignorancia. Un mundo abundante que paradójicamente nos produce malestar y que se caracteriza por lo que Barry Schwartz denominó la “Paradoja de la elección” y donde el reto no es tanto, como hasta ahora, gestionar la escasez como superar la parálisis que nos provoca su abundancia.
Un mundo líquido donde, como decía Zygmunt Bauman, “cada uno de los puntos de orientación que hicieron que el mundo pareciera sólido y favorecieron la lógica al seleccionar las estrategias vitales -empleos, habilidades, asociaciones humanas, modelos de adecuación y decoro, visiones de la salud y enfermedad, valores considerados dignos de esforzarse en pos de […]-, antaño estables, parecen estar en un continuo cambio”.
No cabe duda de que nos encontramos en un momento de histórica transformación. Y aunque no es la primera vez, como señalaba Walter Benjamin, que creemos estar en medio de una crisis que nos parece definitiva, sí es cierto que somos los protagonistas privilegiados de una transformación caracterizada por lo digital, la globalización, la conectividad ubicua y el cambio social y tecnológico continuo y acelerado.

Transformación especialmente relevante en el ámbito de la producción, la gestión y la difusión del conocimiento y, por tanto, de gran impacto en una sociedad como la nuestra basada en su uso intensivo. Una transformación que se revela determinante y de creciente importancia en los procesos de enseñanza-aprendizaje.

Por primera vez en la historia el conocimiento es la fuente primaria de la productividad económica. Lo encontramos en la mayor parte de los productos que creamos y se ha convertido en un recurso fundamental para las organizaciones y un signo distintivo de la empleabilidad de las personas. Paradójicamente, nuestra sociedad del conocimiento, afirma Michel Serres, ha acabado con la autoridad del conocimiento. De hecho, como sostenía Edgar Morin, podemos afirmar que “la mayor aportación del conocimiento del siglo XX ha sido el conocimiento de los límites del conocimiento”. Nuestra sociedad “ha efectuado una radical transformación de la idea de saber, hasta el punto de que cabría denominarla con propiedad la sociedad del desconocimiento”, mantiene el filósofo Daniel Innerarity, para quien nuestra sociedad, la sociedad del conocimiento, sería “una sociedad que es cada vez más consciente de su no-saber y que progresa, más que aumentando sus conocimientos, aprendiendo a gestionar el desconocimiento en sus diversas manifestaciones: inseguridad, verosimilitud, riesgo e incertidumbre”.
El progreso tecnológico, el cambio organizacional y la intensificación de la competencia global nos han llevado a un cambio desde el trabajador manual hasta el llamado “trabajador del conocimiento”, desplazamiento que ha colocado en primer plano todo un nuevo repertorio de habilidades que van desde la resolución de problemas, a la comunicación y a la gestión de la información, pasando por la gestión de riesgos, la capacidad de anticipación y la toma de decisiones. Pensar de manera crítica es más importante que nunca. Saber utilizar el conocimiento que tenemos también. Aprender se ha vuelto una actividad imprescindible.
La necesidad de cambiar nuestras maneras de aprender y enseñar representa, sin duda, una oportunidad para promover cambios que den mejor respuesta a las necesidades educativas y de formación de las personas en nuestra sociedad.


Es una oportunidad para trabajar por el pleno desarrollo de la personalidad en todos los ámbitos de la vida, superando o ampliando unas maneras de enseñar excesivamente transmisivas que fomentaban, en muchos casos, un aprendizaje memorístico y superficial de conocimientos que dificultaba su transferencia a la vida real. Unas maneras muy centradas en la construcción racional del conocimiento, que privilegiaban en exceso la actividad mental y abstracta y que eran efectivas solo para unos pocos, por lo que dejaban fuera y excluían del sistema a muchos alumnos.
El cambio representa, en definitiva, una oportunidad para trabajar por una educación mejor, más inclusiva y participativa, más justa y equitativa, que responda a la diversidad de nuestras sociedades y nos ayude a superar el actual desapego por el aprendizaje, las barreras que siguen existiendo hacia el mismo, el abandono y el fracaso escolar. Una gran oportunidad para abrir y ampliar el debate sobre los fines de la educación, debate en el que debe participar toda la comunidad educativa.

Una nueva comunidad educativa

Vivimos en una época que plantea grandes desafíos a los sistemas educativos. Vivimos, sin duda, en un momento clave para la escuela porque se está produciendo una revolución educativa que supera a la propia escuela y que afecta a toda la comunidad educativa, entendida esta como la adición de todos los agentes e instituciones implicados en la educación.
Especialmente a los alumnos, muy diferentes de los de generaciones anteriores tanto por su número y diversidad como por las oportunidades que tienen a su alcance y su disposición hacia el aprendizaje, como a los docentes y profesionales de la educación, sometidos a un escrutinio constante y creciente.
Los dos principales actores del acto educativo, alumnos y maestros, no están satisfechos ni con lo que se aprende, ni con cómo se aprende, ni con los resultados obtenidos, ni con la percepción social sobre su desempeño. De hecho, es común oír hablar del malestar docente y cada vez lo es más del malestar discente.
Hoy nuestros alumnos tienen una manera distinta de proyectarse al mundo, de aprender, de entender la vida, de comunicarse y relacionarse, de percibir la tecnología, de concentrar su atención, de abordar una tarea, o incluso de definir qué entienden por éxito o fracaso. Cuando la información es abundante, fluye por todos lados y es «fácilmente» accesible, el modelo de alumno pasivo que espera la información y los tiempos que le marca el profesor parecen haber llegado a su fin.
La escuela, además, tiene el reto de formar alumnos activos y participativos, dotados de autoconfianza, autónomos, curiosos, adaptados al cambio y promotores de innovaciones, ávidos de participar de la riqueza a la que contribuyen, deseosos de crear valor individual y colectivo y forjados en una cultura del equilibrio entre esfuerzo y recompensa, personas capaces de construir su plan de vida contribuyendo a su plan personal, pero también participando de forma activa y solidaria con otros. En definitiva, para formar ciudadanos que sean capaces de cumplir sus deberes y ejercer sus derechos no solo hemos de replantearnos el qué se enseña, sino también el cómo se enseña.
Hemos de ayudar a los alumnos a ser más independientes, más reflexivos y más capaces de planificar y evaluar su propio aprendizaje. Lograr que pasen de la heterorregulación a la autorregulación, es decir, lograr que se conviertan en ciudadanos autónomos con las competencias necesarias para planificar, controlar y evaluar sus procesos de aprendizaje a lo largo de la vida. Ayudarles a construir los recursos mentales, emocionales y sociales para disfrutar de los desafíos y hacer frente a la incertidumbre y la complejidad.
Por su parte, tal y como sostenían hace unos años Andy Hargreaves y Michael Fullan, la enseñanza hoy en día es complicada, no es sencilla. La docencia es con seguridad más necesaria e importante que nunca, pero ser docente hoy es una tarea compleja, “laboriosa, paciente y difícil. Mucho más de lo que la gente cree y muchísimo más de lo que piensan los políticos”. Y lo es, como hemos señalado, porque nuestra sociedad se ha vuelto también mucho más compleja y diversa.
“Se espera que los docentes, más que nadie, construyan comunidades de aprendizaje, creen la sociedad del conocimiento y desarrollen las habilidades de innovación, flexibilidad y compromiso con el cambio que son esenciales para la prosperidad económica. Al mismo tiempo, se espera de ellos que mitiguen y contrarresten muchos de los inmensos problemas que crean las sociedades del conocimiento, como el consumismo excesivo, la pérdida del sentido de comunidad y la ampliación de la brecha entre ricos y pobres. De alguna manera, los docentes deben tratar de lograr estos objetivos aparentemente contradictorios al mismo tiempo. Esta es su paradoja profesional”.
La profesión docente, como todas las profesiones, se enfrenta hoy a una crisis de identidad. “Los profesionales de la enseñanza no pueden evitar la sensación de que la escuela se halla sometida a un fuego cruzado, degradado su prestigio y criticada por todos”. Para enfrentar los desafíos actuales el profesorado necesita poner en juego tres grandes capacidades: conocimiento (saber qué se hace y reflexionar sobre por qué se hace), compromiso (encontrar sentido a lo que se hace) y contexto (conocer la realidad que nos envuelve). Un compromiso que, además, no lo olvidemos, debe ir dirigido a asegurar el derecho de todos los alumnos por aprender. La docencia también se encuentra en un momento de cambio profundo.

La educación en la encrucijada

“No es que la educación no cuente, que lo hace más que nunca, sino que ya no es una garantía”. Mariano Fernández Enguita

La educación se encuentra hoy en una encrucijada. Una encrucijada provocada por un cambio hacia una época global, posnacional, posindustrial, líquida, desbocada, incierta, neomoderna. Basta una pequeña revisión a la historia de la educación para darnos cuenta de que gran parte de los retos educativos que hoy nos planteamos y muchas de las soluciones propuestas tienen más de cien años. Pero esta vez el cambio es tan radical que, como sostiene Mariano Fernández Enguita, la crisis enfrenta a la educación consigo misma, obligándola a cuestionarse la vigencia de sus fines y de sus medios.

La primera función de la educación en un mundo incierto debería ser dotar a la juventud de la competencia y confianza en sí misma necesarias para afrontar bien la incertidumbre. Y esto conlleva cambios tanto en el qué se enseña como en el cómo se enseña.
¿Cómo educar para lo que hoy día no existe? ¿Cómo preparar a nuestros hijos a prueba de futuro? Este es otro de los grandes desafíos para los sistemas educativos y para la escuela en particular: formar a los alumnos para una sociedad cambiante, preparar a los alumnos para un futuro incierto, prepararlos a prueba de futuro.
Cada vez pedimos más a la educación porque tenemos la intuición de que solo las personas capaces de adaptarse a los cambios y a los nuevos aprendizajes podrán encarar el futuro con ciertas garantías. Los sistemas educativos se enfrentan ante el desafío de “anticipar el futuro y proyectar, desde una visión compartida, cómo construirlo, desterrar concepciones pedagógicas obsoletas y sustituirlas por modelos mentales que constituyan auténticas alternativas para las necesidades educativas actuales y futuras”.
La formación que una época como esta demanda es aquella que permite a las personas cambiar los hábitos adquiridos y su forma de actuar ante distintas situaciones. Modificar sus modos habituales de actuar dentro de contextos culturales determinados. Es lo que Gregory Bateson denominaba “aprendizaje de tercer grado”, un aprendizaje reflexivo en el que los estudiantes analizan críticamente sus prácticas de estudio para transformarlas, o lo que Engeström denominó “aprendizaje expansivo”, la capacidad para revisar lo aprendido en cada nueva situación.
Necesitamos una educación no tanto para toda la vida como una educación durante toda la vida. No una educación cerrada y predeterminada, sino una educación, como sostiene Zygmunt Bauman, sobre la marcha: “Se trata de aprender, de llegar a ser pensadores y aprendices autónomos, de resolver problemas, de trabajar en equipo, de conocer la realidad, se trata de adaptabilidad en un mundo global de tecnologías, conflicto y complejidad. Se trata de la alegría de aprender y del placer de usar lo aprendido en todos los aspectos de la vida”. Se trata de seguir formándose a lo largo de la vida con el fin de adaptarse y encajar los cambios. Se trata, en última instancia, de ser capaz de aprender a aprender: saber fijarse metas de aprendizaje, resolver problemas con ese conocimiento, ser críticos con el conocimiento, saber cooperar con otros, autorregular su aprendizaje. RM

Carlos Magro

Especialista en estrategia y comunicación digital, gestión de contenidos, construcción y posicionamiento de marca. Responsable del programa Ciencia y Sociedad de la Comunidad de Madrid. Licenciado en Ciencias Físicas por la Universidad Complutense de Madrid. Consultor independiente en estrategia digital en el sector educativo y comunicación corporativa.

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