Vivimos tiempos de cambio en los que la educación ha dejado de ser un mero instrumento de transmisión de información y conocimientos y ha perdido su misión reproductora de ellos, entre otros motivos porque la acción educativa ha desbordado los límites espaciales y temporales en los que históricamente desarrollaba su función: en estos momentos la educación es una actividad ubicua, permanente y participada activamente por muchos más actores que los que tradicionalmente lo hacían.
Si bien es cierto que la educación nunca ha sido tan importante como lo es ahora, no es menos verdad que jamás se ha enfrentado al reto de educar a los jóvenes para un futuro que se caracterizará por su gran incertidumbre y que, además, tiene que hacerlo en contextos cada vez más globalizados y cambiantes.
Hoy somos conscientes de que, como afirma la OCDE, el empleo, la riqueza y el bienestar individual dependen solo de lo que las personas saben y de lo que pueden hacer con ello, que no hay atajo posible para dotarles de las competencias adecuadas y servirse de ellas: existe evidencia que pone de manifiesto que las personas que no cuenten con las competencias adecuadas, terminarán viviendo en los márgenes de la sociedad, los avances tecnológicos no se traducirán en crecimiento económico, los países y sus ciudadanos tendrán muy difícil poder progresar en un mundo hiperconectado y, por último, se perderá el aglutinante que el conocimiento ofrece para mantener sociedades cohesionadas y democráticas.
Son tiempos en los que frente a las propuestas curriculares clásicas, emerge con fuerza la importancia de algunas competencias como las denominadas STEM, por sus siglas en inglés: científicas, técnicas y matemáticas, así como las llamadas competencias del siglo XXI, entre las que destacan la creatividad, el pensamiento crítico, la capacidad de resolución de problemas, el trabajo en equipo, el aprendizaje en red y en entornos digitales y, entre otras más, el ejercicio de ciudadanía y de responsabilidad personal y social.
Sin lugar a dudas son nuevos tiempos con nuevas necesidades educativas en los que tenemos que dotar a nuestros jóvenes de estas nuevas competencias, incluidas las no cognitivas por su relación directa con la empleabilidad, para que con ellas tengan capacidad de reacción ante incertidumbres, cambios y nuevas oportunidades.
Como sostiene la organización antes citada, las competencias son la divisa global del siglo XXI; ellas van a asegurar mejores empleos y mejores condiciones de vida y ofrecerán ventajas económicas y sociales para quienes las posean.
Frente a este análisis, nos encontramos con la dura realidad de Iberoamérica: una región en la que sus países ocupan, no obstante notables avances recientes de algunos de ellos, las últimas posiciones en la prueba de evaluación externa estandarizada de evaluación de competencias más reputada, como es PISA, naciones en las que a pesar de haber cumplido históricos e imprescindibles objetivos cuantitativos de cobertura, los niveles de calidad educativa, tanto en adquisición de aprendizajes como en competencias, son insoportablemente bajos y desiguales según países, dentro de ellos y, más aún, según la procedencia de los alumnos. Así lo demuestra un reciente informe educativo sobre la región, coordinado por los expresidentes Lagos, de Chile, y Zedillo, de México, editado por la Fundación Santillana y el Diálogo Interamericano, que concluye que el cambio y mejora de la educación en Iberoamérica es inaplazable e imprescindible: sus resultados representarán la diferencia entre el estancamiento y el desarrollo de la región.
Ruta Maestra ha abordado desde su creación, temas de interés prioritario. La presente edición es una buena prueba de ello, en ella el lector encontrará variados análisis, resultados de estudios y experiencias que le ofrecerán posibilidades de reflexión y acción.