Edición 31OrientadoresPolítica pública

Toma de decisiones y gestión política en la incertidumbre: cómo lograr un nuevo equilibrio entre la emergencia y el largo plazo

En el momento que llegó la pandemia, Uruguay tenía una combinación particular de fortalezas y debilidades.

Una fortaleza importante consistía en un trabajo de años en el desarrollo de capacidades digitales que aseguraran la educación a distancia. El día anterior a que aparecieran los primeros casos, Uruguay contaba con una red de conectividad, que cubría casi todo el territorio nacional, y con plataformas informáticas desarrolladas adecuadamente, en particular, en las áreas de matemáticas e idioma español. Todo eso había sido obra de lo que los uruguayos llamamos el Plan Ceibal.

Junto con esta fortaleza tecnológica, había una fortaleza de cultura política. En Uruguay existe una larga tradición de continuidad institucional y de estabilidad de políticas públicas, que están por encima de la rotación de partidos en el ejercicio del gobierno. Esto fue clave, porque la pandemia se produjo apenas dos semanas después de instalado un nuevo gobierno. Pero el nuevo régimen ya había tomado la decisión, y de hecho lo había anunciado durante la campaña electoral, de seguir impulsando el desarrollo de la educación a distancia sobre soporte digital, en continuidad con lo que se venía haciendo desde hacía doce años.
Una debilidad que se contraponía a esas fortalezas eran las bajas tasas de utilización de la capacidad instalada. Los gobiernos anteriores habían hecho un esfuerzo grande por asegurar conectividad y por desarrollar plataformas de educación a distancia, pero no habían conseguido que las comunidades educativas se apropiaran de los recursos disponibles. En los mejores momentos del año 2019, es decir, del año previo a la aparición de la pandemia, solo se había conectado el 11 por ciento del total de alumnos que podían hacerlo. Quiere decir que había un serio problema de subutilización. Por eso, uno de los objetivos del nuevo gobierno era multiplicar varias veces esa tasa en un plazo de dos años.

La pandemia llega a Uruguay el 13 de marzo. Cuando se detectan los primeros casos era viernes. El lunes 16 de marzo ya estaban suspendidas las clases en todos los niveles. Uruguay fue el país que dejó pasar menos tiempo entre el momento en que se detectan los primeros casos y el momento en que se suspenden las clases. Y en ese mismo instante se hizo una fuerte apuesta a sustituir la presencialidad por un uso intensivo de los instrumentos ofrecidos por el Plan Ceibal.

La plataforma tecnológica disponible pasó a jugar un papel absolutamente protagónico en el aspecto educativo.

Lo que ocurrió en las semanas siguientes fue una verdadera explosión de la demanda. En poco más de tres semanas, las tasas de conexión ascendieron, según los distintos niveles educativos, a cifras del orden del 90 por ciento. El objetivo previsto para dentro de dos años quedó cumplido en exceso en cuestión de días. La plataforma tecnológica disponible pasó a jugar un papel absolutamente protagónico en el aspecto educativo.

Sería injusto atribuir este logro a méritos del gobierno. Es cierto que se tuvieron que hacer esfuerzos, como aumentar el número de servidores de manera considerable, porque la presión de la demanda era arrasadora, pero el éxito ocurrió gracias a un enorme compromiso de los docentes, quienes, desde sus hogares, decidieron hacer todos los esfuerzos para mantenerse en contacto con los alumnos, y también al compromiso de los alumnos y sus familias, que respondieron a la convocatoria de forma masiva.

Todo esto nos deja varias enseñanzas: una, conocida pero olvidada con frecuencia, es que las cosas no salen bien cuando las pensamos y planificamos fundamentalmente desde la perspectiva de la oferta. Cuando nos concentramos en diseñar instrumentos y desarrollar capacidades, pensando en la mejor manera de hacerlo, pero sin salir al encuentro de los usuarios y sin articular con sus necesidades sentidas, el riesgo de subutilización es alto en extremo. La utilización real solo ocurre cuando tenemos en cuenta la demanda, o bien, como ocurrió en este caso, la demanda encuentra por sí misma motivos para desarrollarse.

Si bien fuimos los primeros en suspender las clases, también fuimos los primeros en volver a la presencialidad, después de ocurrida la pandemia. El 16 de marzo se suspenden las clases y el 22 de abril empieza el proceso de retorno de los alumnos a las escuelas. Fue un retorno que se fundó en tres principios: diversificación territorial, gradualidad y voluntariedad.

En primer lugar, nunca pretendimos abrir al mismo tiempo todas las escuelas. Dado que la pandemia se comportaba de manera diferente en las distintas zonas del país, nuestra respuesta también debía ser diferenciada geográficamente. El retorno empezó más temprano en las zonas de menor incidencia de la pandemia y más tarde en las zonas de mayor incidencia.

La utilización real solo ocurre cuando tenemos en cuenta la demanda

En segundo lugar, fue un retorno gradual. Aunque habilitamos algunas regiones antes que otras, nunca nos propusimos la meta de que en las regiones habilitadas volvieran todos los alumnos al mismo tiempo. A diferencia de otros países, en los que el retorno se escalonó por grados, nosotros empleamos dos criterios un poco más complejos. Uno de ellos fue la conectividad: se privilegiaron las zonas con peor conectividad, que eran las que menos podían favorecerse de la educación a distancia. En segundo lugar, tuvimos en cuenta los niveles de vulnerabilidad: privilegiamos a las poblaciones más desprotegidas desde el punto de vista económico, social y cultural. De la combinación de estos dos primeros criterios se estableció que los primeros alumnos en volver a clase fueran los de las escuelas primarias que funcionan en zonas rurales.

El tercer criterio fue la voluntariedad. En la medida en que el gobierno no podía ofrecer un cien por ciento de certeza en materia de seguridad sanitaria (es decir, que no se podía asegurar que no habría contagios en las escuelas), se dejó en manos de las familias la decisión de enviar a sus hijos a la escuela. Esta medida se mantuvo hasta el 13 de octubre. A partir de ese momento, se pasó a un régimen de obligatoriedad selectiva, esto es, las familias están obligadas a mandar a sus hijos a los centros de enseñanza únicamente en aquellas zonas, días y horarios que hayan sido fijados por las autoridades educativas.

El proceso que se inició el 22 de abril fue avanzando de forma progresiva. Hacia finales de junio estábamos en un nivel de retorno prácticamente completo, en el sentido de haber llegado a todos los grados y sectores del sistema educativo. Pero hasta hoy no se ha retornado a la presencialidad plena. Esto se debe a que, para poder cumplir con los protocolos de seguridad establecidos por las autoridades sanitarias (particularmente los que refieren al distanciamiento social), es necesario fragmentar los grupos, lo que significa que cada alumno asista a clase solo algunos días por semana. También existen limitantes (que han evolucionado) respecto a la cantidad de horas por día que pueden permanecer en la institución educativa.

En resumen: durante el año 2020, solo hubo dos semanas de presencialidad plena en la educación uruguaya (las dos semanas previas a la llegada de la pandemia, que correspondían a las dos primeras semanas del año lectivo). De ahí se pasó a un modelo absoluto de educación a distancia que duró muy poco tiempo. A partir del 22 de abril, venimos migrando hacia un modelo híbrido, en el cual una parte de la actividad educativa se hace de manera presencial y otra se hace a distancia.

Para concluir, deseo señalar algunos aprendizajes que hemos hecho a lo largo de este proceso. El primero es que la tecnología se ha convertido en un componente ineludible de la vida educativa, no solo para responder a emergencias como la que estamos enfrentando, sino también como parte de nuevas modalidades de funcionamiento que, con seguridad, perdurarán más allá de esta pandemia.
El segundo aprendizaje, muy claro y muy fuerte, es que la tecnología por sí sola no es suficiente. Esto es cierto en términos netamente educativos, porque la presencialidad es insustituible cuando se trata de asegurar los vínculos afectivos y sociales que son indispensables para realizar aprendizajes significativos y desarrollar nuestras habilidades blandas. Pero, además, hay otro punto esencial que tiene que ver con la equidad.

A lo largo de este año excepcional se generó mucha evidencia que muestra que la enseñanza mediada por la tecnología digital reproduce y, en algunos casos, aumenta las inequidades que ya existen en el mundo presencial. La información disponible para el caso uruguayo es contundente. Quienes hicieron más uso de la tecnología, quienes más tiempo estuvieron conectados, quienes más cantidad de tareas terminaron al interior de las plataformas educativas fueron quienes pertenecían a los sectores sociales más favorecidos, es decir, los mismos que hacen un uso intensivo de las oportunidades educativas que existen en el mundo real.

Como contrapartida, los que hicieron menos uso de los recursos tecnológicos son los que tenían peores niveles de aprendizaje en el mundo real, mayores tasas de abandono y de repetición, es decir, quienes provienen de los sectores sociales económica y culturalmente más vulnerables.

Como sucede siempre con cualquier instrumento, la tecnología sirve para resolver algunos problemas, pero no todos. En este momento, el debate en Uruguay está centrado en el tema del retorno a la presencialidad plena. Existen miles de argumentos educativos para reinstalarla pero, al mismo tiempo, hay razones de orden sanitario que exigen prudencia.

Estos meses de funcionamiento no obligatorio en las escuelas demostraron también que la suspensión de la obligatoriedad refuerza las inequidades sociales. Los estudiantes que asistieron en mayor medida de manera voluntaria son los más favorecidos, mientras que los que dejaron de asistir son los menos favorecidos. Pero la dificultad radica en que no se puede volver a una aplicación general del principio de obligatoriedad si no se ha decidido previamente un retorno a la presencialidad plena. Si obligamos a las familias a cumplir con el principio de obligación escolar en su versión tradicional, significa que les estamos exigiendo enviar a sus hijos a la escuela todos los días. Pero si las escuelas están forzadas a fragmentar los grupos por razones sanitarias, y no cuentan con la capacidad locativa para recibir a todos los alumnos todos los días, es inevitable que solo reciban a cada alumno dos o tres días por semana.

En estas condiciones, el Estado estaría obligando a las familias a violar el principio de obligatoriedad dos o tres días por semana. Esto explica por qué, al menos por el momento, solo es posible aplicar la obligatoriedad condicionada a la capacidad que tengan las escuelas de satisfacer las exigencias de los protocolos sanitarios. En el mundo de la COVID-19 no hay soluciones globales que funcionen de una vez y para todos los casos.

Otro aprendizaje tiene que ver con un principio del que hablamos mucho en el ámbito educativo y que todos reconocemos como importante. Se trata del principio de descentralización de las decisiones. En general, este precepto se defiende en nombre de la eficiencia en el manejo de los recursos o de los efectos benéficos que tiene en la vida de las comunidades educativas. Pero estos meses nos han enseñado que la descentralización se vuelve esencial en tiempos de pandemia.

Nadie está en mejores condiciones que las autoridades de una escuela para evaluar las maneras óptimas en las que se pueden aplicar los protocolos de seguridad sanitaria, o para identificar las oportunidades locativas complementarias que permitan impartir clase a más alumnos, al tiempo que se respeta el distanciamiento social. Los protocolos, desde luego, son generales y se deciden a nivel central. Pero su aplicación inteligente solo es posible a partir de información que está disponible de manera descentralizada. Esto significa que la descentralización puede volverse ineludible en tiempos de crisis, pero se trata, así mismo, de una demostración muy visible de fenómenos que operan igualmente en tiempos de normalidad.

Por último, este año marcado por la COVID-19 nos ha traído enseñanzas importantes en el terreno de la gestión. En general todos tendemos a pensar que un buen gestor es, entre otras cosas, alguien que cuenta con una buena planificación, y que una buena planificación es aquella que prevé los pasos que se darán a corto, mediano y largo plazo. Pero nada de esto funciona en el mundo del coronavirus.

La principal característica de este mundo es la enorme incertidumbre en la que estamos obligados a tomar decisiones. Nadie puede estar seguro de cuál será la situación en la que estaremos dentro de tres meses, dentro de un semestre o dentro de un año. Por lo tanto, dedicar tiempo a hacer planificaciones detalladas con esos horizontes temporales puede ser muy ineficiente o realmente inútil. Lo más racional que podemos hacer es identificar escenarios probables a plazos relativamente cortos, y diseñar líneas de respuesta para el caso de que se verifique uno u otro de esos escenarios.

¿Por qué los plazos de planificación no pueden ser muy largos? Porque cuanto más largo es el plazo, mayor es la diversidad de escenarios posibles. Esto, sumado al hecho de que no hay respuestas sencillas ni globales, puede embarcarnos en procesos de planificación tan complejos que agoten buena parte de nuestro tiempo y nuestra capacidad de acción.

A la luz de estos desafíos, el gobierno uruguayo ha optado desde el principio por lo que llamamos “una estrategia de pasos cortos”. Esta estrategia funciona según el siguiente ciclo: paso corto-evaluación de efectos-corrección-nuevo paso corto. Esta estrategia de pasos cortos y correcciones es la que en el caso de Uruguay nos ha dado hasta ahora mejores resultados. Pero, dada la incertidumbre que todos enfrentamos, ni siquiera es seguro que funcione en el futuro.

La principal característica de este mundo es la enorme incertidumbre

Pablo da Silveira

Ministro de Educación y Cultura República Oriental del Uruguay

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