El término revestiduras significa usar prendas específicas para desempeñar una función; sin ellas, en el contexto educativo, lo que prevalece son las apariencias; sin las revestiduras, el docente urbano que ingresa a la ruralidad desentona, porque actúa como si estuviese todavía con las vestiduras de la ciudad.
Por esta razón, es perentorio proponer revestiduras intelectuales para el trabajo como docente, en especial, en el contexto rural colombiano. Dichas revestiduras son de carácter cultural y comportamental: una dialéctica que compromete a los docentes que provienen de los espacios urbanos e incursionan en los rurales.
El rito de iniciación en la educación rural es inevitable, cuando el docente decide y persiste en construir una identidad en los espacios educativos muticulturales como lo son, por ejemplo, los del Guaviare, en Colombia. En su gran mayoría, los claustros universitarios están alejados de las culturas rurales, aunque aludan a ellas. En los diversos contextos de la ruralidad predominan los interrogantes, pero las respuestas requieren de los tiempos morosos y de la espera para quien llega y se queda en estos territorios. El choque cultural hace parte del proceso de las migraciones profesorales urbanas hacia las rurales.
La primera revestidura aparece cuando se decanta el concepto de ruralidad. Un obstáculo para dicha decantación son las concepciones que portan los docentes sobre la realidad educativa, pues están apegados a los “modelos” de ser maestro, no importa si ejercen en las ciudades, los centros poblados o los corregimientos, o si les corresponde trabajar en la profundidad de las selvas. Si fueron formados a partir de perspectivas generales, cabe preguntarse: ¿cómo hacen para asumir las perspectivas específicas de la educación rural?
En la construcción de la concepción de ruralidad participan varios agentes, entre los cuales se encuentran las entidades gubernamentales, “encargadas” del diseño, la planeación y la puesta en marcha de las políticas públicas de educación. Pero esta mirada centralista y estandarizada consolida el complejo de inferioridad en los docentes rurales. El imaginario que se configura es el del sujeto que aplica lo que se dictamina “desde arriba”; entonces, se trata de políticas públicas de poco impacto en el sector, porque precisamente no tienen como punto de partida las realidades de las escuelas y de las familias rurales.
Por otra parte, también están las concepciones que tienen las entidades no gubernamentales y la academia y, de manera especial, las visiones de mundo de los campesinos, indígenas y afrodescendientes y las expectativas que albergan respecto al desarrollo de sus proyectos existenciales. Es necesario reconocer los diferentes perfiles sociales de las personas que habitan estos lugares y constatar sus conocimientos, su trabajo, las actividades que persisten en su diario vivir, para que la escuela no sea un artificio; considerar, por ejemplo, que las ilusiones de los colonos respecto a la escuela no son las mismas que tienen los indígenas. Solo cuando el docente se sumerge en las realidades de las comunidades, puede comprender sus complejidades y promover los acuerdos.
Es necesario reconocer los diferentes perfiles sociales de las personas que habitan estos lugares y constatar sus conocimientos, su trabajo, las actividades que persisten en su diario vivir, para que la escuela no sea un artificio
En consecuencia, la segunda revestidura es la del conocimiento del territorio. No basta con quedarse con la información que suministra el ente territorial sobre el lugar de trabajo; se requiere preguntarse por sus singularidades geográficas y sus historias: ¿cuáles fueron los primeros pobladores?, ¿existe en el territorio población afrodescendiente e indígena?, ¿cuál es la actividad económica prevalente?, ¿cómo es la naturaleza del territorio?, ¿cuál es el nivel de organización de la comunidad?, ¿qué determina la pobreza o la riqueza en el territorio?, ¿hay soberanía alimentaria?, ¿se reconoce el folclor y las tradiciones del territorio? Las respuestas a estas cuestiones son los componentes constitutivos de la cultura y de la idiosincrasia de los miembros de la comunidad, y esto es fundamental para cultivar la simpatía en las relaciones con los estudiantes y con sus familias.
Por todo lo anterior, otra revestidura es el vértice que se forma con los saberes de unos y otros, los cuales convergen en el etnoconocimiento de los territorios rurales. La comunidad campesina constituye un grupo portador de experiencias. El etnoconocimiento es entendido como la confluencia de los saberes y las prácticas propias de los grupos sociales de una región. La escuela no puede ser ajena a las convergencias cognitivas de los grupos que habitan las zonas rurales; por esta razón, los repertorios cognitivos de indígenas, afrodescendientes y colonos tienen que ser objeto de consideración en la construcción curricular.
El otro vértice está conformado por la oralidad, que no es más que la forma en que esos conocimientos y prácticas se han desarrollado dentro de las comunidades; ejemplos de esto son el derecho consuetudinario de los pueblos indígenas y las practicas agropecuarias de los pueblos campesinos. Las formas orales de defender los derechos y de proponer estrategias para la cohesión social, generalmente, son desmeritadas y subvaloradas; sin embargo, al docente rural le corresponde propender por el reconocimiento de los modos de hablar sobre los saberes ancestrales. El saber “científico”, promovido en la formación del docente, ha de enlazarse con el etnococimiento para enriquecer la sabiduría de ambas partes.
Hay una revestidura que es consecuencia de las anteriores y busca el fortalecimiento de la autonomía institucional. Las escuelas rurales tienen la autonomía institucional que se invoca en la ley 115, pero esta es amenazada, de forma paulatina, por un sinnúmero de sutiles intervenciones del Estado que, en forma de programas, documentos y normas, pretenden guiar a los docentes sobre qué enseñar y cómo hacerlo, con la excusa de la calidad de la educación y, especialmente, con la preocupación de aumentar los puntajes de las pruebas externas estandarizadas. Pero nunca se considera el carácter desigual de las oportunidades que tienen los estudiantes rurales respecto a los urbanos.
El papel del Estado es garantizar una educación de calidad, pero esta función no puede reducirse al control de los currículos, las evaluaciones y las pedagogías. El fortalecimiento institucional ha de considerar el estudio reflexivo sobre los programas y los documentos ministeriales, y discutirlos a la luz del contexto de las distintas escuelas. A partir de este ejercicio académico, los docentes y los directivos elegirán y adoptarán lo que se considere pertinente para la cohesión institucional. Sin este ejercicio intelectual, el docente asume el rol de aplicar lo que está programado, sin considerar la voz de la población a la que se dirige; y, sin darse cuenta, estará colonizando los territorios desde la escuela.
La revestidura de la educación propia, por la cual han luchado muchas comunidades indígenas y afrodescendientes, y que, poco a poco, está mostrando sus logros, parte de una educación desde lo popular, entendiéndolo como lo que se piensa y se hace en comunidad. De este modo, la comunidad interviene en el proceso de aprendizaje de los educandos, y el docente es un incentivador de esta relación; se trata de establecer una escuela, cuya comunidad la inspire, la interpele y la reconstruya de forma continua. RM