Edición 8Experiencias

Lectura y escritura: mi historia de amor

El flechazo está garantizado. En esta historia la autora recrea el momento mágico en el que —gracias a una hepatitis— descubrió el amor más importante de su vida, y se encontró con la lectura y la escritura. A todos nos podría pasar…

Es usual que las grandes historias de amor nazcan en el corazón, sin embargo, la mía anidó en un órgano menos romántico: el hígado.

Era 1981, yo tenía once años y al médico le bastó un rápido vistazo —a mis ojos amarillos y a mi rostro de extraterrestre— para confirmar su diagnóstico: hepatitis. Gracias a mi hígado enfermo, el médico me prescribió ciertos cuidados y me dijo que debería permanecer una temporada de reposo en mi cuarto y que, en vista de que mi enfermedad era contagiosa, no podría ir al colegio; al decírmelo él utilizó el tono propio de una mala noticia, pero cuando yo escuché «un mes sin ir al colegio» sentí que aquel era uno de los mejores días de mi vida. A los once años yo era una niña extremadamente tímida, solitaria y no tenía amigas, tres razones suficientes para que el colegio me resultara un lugar frío y poco amable.

En una época en la que ni celulares, ni Internet, ni computadores personales, ni videojuegos se habían inventado, un mes de encierro equivalía —en unidades de medida de aburrimiento adolescente— a doscientos años. Además, aclaro que pertenezco a aquella generación que cuando decía a sus padres «estoy aburrida» ellos no caían en ataques de pánico, ni episodios de ansiedad, ni salían a toda carrera a buscar una solución divertida para sus hijos. En mi época a cada uno le tocaba la responsabilidad de llenar su tiempo.

El primer día de reposo lo toleré sin contratiempos. El segundo se me hizo un poco largo. Y el tercero habría sido insoportable, si no me hubiera llegado un regalo inesperado: un libro.

El primer día de reposo lo toleré sin contratiempos. El segundo se me hizo un poco largo. Y el tercero habría sido insoportable, si no me hubiera llegado un regalo inesperado: un libro.

Me lo envió mi tía, quien evidentemente ignoraba que yo odiaba a los libros tanto como al brócoli. Tanto como a las arañas. ¡Tanto como a los chicos!

Sí, debo admitir que a los once años los chicos y los libros me parecían aburridos y bobos. Yo sentía que podía vivir perfectamente sin ellos. Pero en aquel encierro de hepatitis y hastío, mi destino estaba echado: al rato el libro estaba en mis manos y yo había comenzado a hojearlo.

Hay amores que comienzan con flechazos que nos dejan sin aliento desde el primer segundo, nos revolucionan todas las neuronas y las hormonas; y quiero pensar que hay amores que llegan de a poco, en puntillas, sin aspavientos, y pasito a pasito se van apoderando de nuestros sentidos.

Cuando leí las primeras páginas de «Las aventuras de Tom Sawyer» me sentí extraña, quizá pretendía secretamente que no me gustara, que esa historia me resultara lo bastante sosa como para abandonarla y ratificar mi opinión de que ¡todos los libros (y todos los chicos) son feos y aburridos! Pero no fue así. Comencé y no pude detenerme. Las páginas pasaban una tras otra, sin que mis ojos amarillos de tanta bilirrubina pudieran separarse de las letras. Tres días bastaron para que Mark Twain me cambiara la vida. Tres días para que descubriera un amor alucinante, que me ha acompañado por más de 30 años.

Decidí que en ese diario no escribiría sobre quién era o sobre lo que me ocurría; en esas páginas escribiría sobre la María Fernanda Heredia que me habría gustado ser y sobre las historias que me habría gustado vivir.

Pero había leído tan rápido esa novela que aún me quedaban tres largas semanas de encierro y hepatitis. ¡¿Y ahora qué?!, me pregunté a mí misma consciente de que en mi casa no había más libros porque la mía no era una familia lectora, y de que difícilmente podría llamar a una librería con la misma facilidad que se llama a una pizzería para solicitar un pedido urgente.

Mientras buscaba en mi habitación cualquier cosa que pudiera salvarme del aburrimiento, abrí el cajón de la mesita de noche y además de encontrar un pedazo de galleta de épocas inmemoriales, una regla rota, un lápiz sin punta, dos llaves, una moneda y otros objetos insospechados, encontré algo que mi papá me había regalado dos años antes, el día de mi cumpleaños número nueve: un diario.

Sí, se trataba de un cuaderno de cubierta dura, de color celeste. Mi papá, quizá preocupado por mi timidez, había querido que yo aprendiera a expresarme, a sacar lo que tenía dentro. Cuando me lo entregó me dijo «Es para que escribas las cosas más interesantes que te ocurran cada día».

Pero a los nueve años, la vida de una niña tímida, solitaria y sin amigas no era precisamente chispeante y divertida. Recuerdo que en la primera página escribí: «Querido diario: hoy no me pasó nada interesante». Al día siguiente escribí: «Hoy tampoco me pasó nada interesante». Y el tercero la historia fue la misma.

Estaba claro que mi vida era patética, y ante eso decidí que no dejaría un testimonio tan soporífero de mi existencia. Abandoné el diario en el cajón y prometí que no volvería a escribir.

Dos años más tarde, en medio de mi hepatitis, me volví a encontrar con ese cuaderno celeste y, por algún motivo extraño, decidí darle (¿darme?) una nueva oportunidad. No tenía nada que contarle, la hepatitis no era un tema apasionante como para rellenar sus páginas, no tenía historias, no tenía aventuras, no tenía amigas, ni un novio, mi vida era una página en blanco… Entonces la magia obró.

Decidí que en ese diario no escribiría sobre quién era o sobre lo que me ocurría; en esas páginas escribiría sobre la María Fernanda Heredia que me habría gustado ser y sobre las historias que me habría gustado vivir. Con ese «pequeño» cambio, la perspectiva se modificó, mi mundo dejó de ser pequeñito y solitario, y las opciones se multiplicaron.

Fui mi primer personaje. Me reinventé, me describí, creé un entorno para mí, borré miedos, inseguridades y soledades. Corregí mi voz temblorosa y mis ojos asustadizos. Inventé dos, tres, siete amigas. Me eché un novio (guapo… ¡no iba a inventármelo feo ¿no?!).

Ese diario mágico me dio otra vida, otra voz y una fuerza impensable. Me hizo sentir poderosa porque mi capacidad de inventar historias no dependía de nadie más que de mí misma. Me permitió inaugurar emociones que no conocía, porque cuando escribía en el diario que mi novio (ficticio) se acercaba a mí para darme un beso (ficticio) en el parque de los arrayanes (ficticio) yo sentía mariposas (¡reales!) en el estómago.

Al cabo de un mes, el médico regresó y con evidente alegría me dijo: «Te tengo buenas noticias, estás curada y desde mañana puedes volver a tu vida normal».

Cuando lo vi salir de mi habitación acompañado de mi madre, yo miré los dos objetos que reposaban sobre mi mesa de noche: el primer libro que leí y el primer cuaderno que llené de historias.

Suspiré y en silencio decidí que no, que no aceptaría la sugerencia del médico, no regresaría a mi «vida normal», porque había descubierto otra vida, menos áspera, menos solitaria y menos triste que la «normal»; una vida en la que las palabras me habían salvado.

Suspiré y en silencio decidí que no, que no aceptaría la sugerencia del médico, no regresaría a mi «vida normal», porque había descubierto otra vida, menos áspera, menos solitaria y menos triste que la «normal»; una vida en la que las palabras me habían salvado.

Desde aquel día mis padres comenzaron a llenar mi mundo de libros para leer y cuadernos para escribir. Los recuerdo mirándome con curiosidad, tanta que también ellos terminaron contagiándose y se volvieron buenos lectores. No solo la hepatitis es contagiosa.

Cuando cuento esta historia a niños y jóvenes, suelo observar ciertas miradas de complicidad. Están quienes sienten o han sentido que odian los libros, y también están quienes sienten que las palabras se rehúsan a salir de su alma.

A todos ellos los invito a estar atentos… el flechazo podría llegar en cualquier momento, a veces no directamente al corazón, podría caer en el hígado o quizá muy cerca de la sonrisa.

A todos nos espera una palabra, un párrafo, un libro que nos cambiará la vida.

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