Lo que se pretende señalar aquí es que estos dos fenómenos han sido motivo para la expresión —e incluso la consolidación— de la estructura proteica de la naturaleza humana. Se pretende, pues, mostrar un balance o saldo pedagógico en términos de lo que hemos aprendido —y, quizás, debemos aprender— de la situación a la que fuimos forzados. Acaso la superación de las visiones apocalípticas sea, precisamente, el lugar en el cual se puede —e incluso debe— consolidar la secularización de la cultura, la puesta fuera de juego de las distintas formas de la teología política que administra la salvación o la condena. Desde luego, el virus sobrevino; si hubo agentes humanos en su producción o si responde a condiciones de emergencia en las que confluyen la contaminación, las modificaciones genéticas de los cultivos, la transformación artificial de los organismos, etc., no es asunto que se va a resolver durante la existencia de las cohortes de humanos que asistimos a este acontecimiento.
En cambio, sí nos concierne, así sea muy provisionalmente, empezar a ver cómo se ha enriquecido la potencia creativa humana, la manera como se ha enfrentado humanamente el desafío. Cierto, la velocidad en la producción de la vacuna es un récord; pero sabemos que todavía perviven muchas dudas sobre el alcance y los efectos de la misma. Pero en adición a este logro, así sea relativo, está lo que ha mostrado la capacidad de adaptación y de acomodación de la especie humana en medio de estas circunstancias. Nuestro modesto balance se refiere, estrictamente, a lo que observamos en nuestro entorno inmediato; es, si se quiere, una perspectiva provinciana; pero, sin duda, forma parte del fenómeno que todavía seguimos viviendo universalmente.
Hay evidencia de que, en lo más álgido de la pandemia, fue la virtualidad la que permitió sostener la voluntad de saber. Sí, se puede decir que estuvimos, y estamos, confinados en las pantallas; igualmente, que estuvimos sin los otros, sin socializar, sin construcciones compartidas. Y, sin embargo, el mundo personal de niños, jóvenes y adultos no se ha detenido; y en parte se ha mantenido la dinamicidad en razón de que contamos con redes de comunicación, con dispositivos, de viejas y nuevas tecnologías, con capacidad y plasticidad para adaptarnos a lo inesperado, e, incluso, a lo indeseado.
Los niños más pequeños, digamos, los de preescolar y primer grado, no notaron la ausencia de la escuela 2; el peso de la situación recayó en los padres de familia. Desde luego, los niños peor librados fueron los que tuvieron a sus padres en la peor situación laboral y económica. Sus retrasos en educación difícilmente tendrán recuperación y el pronóstico del fracaso de estos niños en relación con la escolaridad son lamentables. Los niños de la educación básica primaria se adaptaron muy pronto 3 y, por supuesto, los de mayor déficit fueron, y son, los de las situaciones geográficas de mayor distancia de los centros urbanos. En cierto modo, para ellos desapareció la educación y solo les quedó un remedo de lo que había sido la educación por correspondencia.
A los adolescentes les apareció en su escenario personal la posibilidad de nuevas formas de socialización. No sólo a los universitarios, también a los de los ciclos finales de la educación básica: las tecnologías de la información y la comunicación se les empezó a dar como un ‘entorno natural’, no obstante, lo artificial que es en sí mismo cada uno de estos elementos y variables.
2 Acaso esta afirmación es discutible, toda vez que algunos de los niños notaron la ausencia de sus maestros, compañeros y juegos; y, no obstante, su adaptabilidad o maleabilidad a las circunstancias fue, a todas luces, notoria. Por otra parte, en muchos casos, los padres de familia no se hicieron cargo, entre otras razones, porque esos padres tenían que trabajar desde sus casas.
3 Es claro que no todos se adaptaron, muchos se aburrieron, no “aprendieron” lo esperado por la escuela; otros no tuvieron la posibilidad de adaptarse porque no tuvieron cómo conectarse a sus clases y, para este caso, no fueron solamente los de áreas urbanas, fueron la gran mayoría de los niños de estratos más bajos del país.
Lo peor de la pandemia fue, o es, la pérdida de la privacidad. Infinidad de jóvenes muy pocas veces, y en algunos casos, jamás pusieron sus cámaras: fue su manera de preservar la intimidad o, acaso, de no exponer la faceta de precariedad de su condición económica y de las estrecheces de su cotidianidad. Y, sin embargo, a pesar de un índice muy alto de no reportarse con la escuela (deserción le dicen), se mantuvieron —y se mantienen— en el interés de estudiar, de aprender.
No cabe duda, la falta de relación cara a cara, de interacción de los cuerpos que se encuentran y se comunican: son la mayor experiencia de soledad que hemos tenido durante la pandemia. Y, sin embargo, lo que nos queda de socialidad común fue y es sostenida por lo que nos dejó como espacio de resistencia: las redes, los sistemas de telefonía y videoconferencia, la mediación tecnológica.
Ahora también tenemos que hacer un balance de lo que nos permitió ganar, pedagógicamente, la pandemia: más o mayor extensión de la socialización primaria. Esta es el suelo para llegar a dar significado a lo que se ofrece en otras comunidades o en otros contextos: las otras familias, los otros barrios, los colegios, la ciudad, etc. Al cabo, no exentos de extravíos, los patrones de crianza tuvieron que ser impulsados en las familias para sobrellevar lo inesperado. Padres y madres tuvieron que asumir tareas escolares que, acaso, les eran ajenas y que incluso desvalorizaban. ¡Cuántos padres de familia, prácticamente, tuvieron que entender lo que significa el trabajo de los docentes! Ahora, después de este tiempo de pandemia es, por lo menos, esperable que la profesión docente haya sido revaluada, que se sepa unánimemente que enseñar es una tarea que exige un comportamiento profesional. Desde luego, no todos los niños, pero sí un número significativo de ellos, tuvieron en la voz de la madre y del padre, la entonación, el ritmo, la eufonía que llevarán en su mente para leer, para acercarse a los textos, para entenderlos. Acaso más que una desgracia, es una recomposición de la función de la lectura desde el espacio de la familia. Otro tanto hay que decir con los aprendizajes de las ciencias sociales, de las matemáticas, de la educación física. ¡Cuántos padres y madres vimos en pandemia haciendo ejercicio con los niños!
En el saldo pedagógico queda de la pandemia un sentido renovado de la conversación: de tener que hablar los unos con los otros; y, si se quiere, del diálogo: el tener que llevar a cabo pequeñas y cotidianas negociaciones en relación con el espacio, el ruido, las rutinas. Así, tal vez también recordamos que no siempre hubo el dispositivo escuela, que esta es una invención reciente; que en muchos casos había pasado a la función de guardería o incluso, de reclusorio. Ahora la escuela, antes no solo devaluada, sino también odiada —muchos niños y jóvenes también la veían como una condena— empezaron a verla, de nuevo, como lugar de encuentro, de socialización, de complicidad.
Los centros educativos —escuelas, colegios y universidades— tomaron un nuevo valor en nuestras vidas a raíz de la pandemia. Si desde siempre se han concebido como ámbitos de la promoción humana, ahora se sabe que no solo son lugar del cultivo del saber, sino que también han empezado a ser valoradas como espacios del ser y del hacer, con los otros. No sabremos si la escuela es una invención moderna que llegó para quedarse, para siempre, como si fuera de la esencia de lo humano. La pandemia nos hizo dudar que la escuela será eterna, pero igualmente nos mostró que, al menos por ahora, es deseable su existencia. Lo que sí no quedó en duda en este mundo de la pandemia es que la educación es un imperativo personal y colectivo, que no hay acceso a la escuela, como la conocíamos, es necesario suplirla así sea con la participación imperita de los padres o, tanto mejor, si ellos se dan a la tarea y el desafío de aprender a tener un espacio y un rol en la formación de sus hijos.
La pandemia puso en evidencia la estructura protéica de la experiencia humana.
Ahora hay que poner la mira en los profesores: ¡cuántas tareas burocráticas nos quitamos de encima por el confinamiento que trajo consigo la pandemia! Nos ahorramos innumerables horas de transporte para ir a innumerables horas de reuniones. ¡Cuánto ansiamos que el aparato burocrático haya aprendido a resolver todo lo que se puede resolver por los medios virtuales! Claro que la presencialidad es deseable, pero no lo es para todo, ni en todas las circunstancias. En la propia actividad docente, ¡cuánto de la preparación, de la planeación e incluso de la propedéutica se puede hacer “remotamente” o “en línea”! En muchos sentidos, al menos mientras el aparato burocrático termina de aprender y de tomar la estructura de la virtualidad, la vida del docente se logró liberar de la férula e incluso de la tiranía de los sistemas de administración educativa.
Un hecho cobra especial relevancia en la pandemia: no todo se puede enseñar virtualmente. Las áreas de los aprendizajes prácticos —laboratorios, aprendizaje de las artes (música, pintura, escultura, etc.), aprendizajes de las lenguas, prácticas (docentes, clínicas, etc.), etc.— requieren la presencialidad. Los llamados aprendizajes, e incluso enseñanzas, relativas a la “teoría” son susceptibles de enseñar con el apoyo de entornos virtuales. Quizás no todos los contenidos curriculares, pero sí una gran cantidad de ellos.
Tal vez en muchas de las áreas del aprendizaje y la enseñanza de las teorías es relevante ver cómo se puede recurrir, en los entornos virtuales, a la reestructuración de viejas prácticas pedagógicas y didácticas: la Lección, la Guía de trabajo, la producción de Glosarios o Diccionarios, los Manuales, son viejas usanzas de la educación “tradicional”; solo por poner un caso, la Lección proviene del siglo XIII, pero cobra una enorme vigencia en el entorno del aprendizaje y de la enseñanza asistidos por medios tecnológicos e incluso virtuales. En la experiencia concreta de la educación pública, las Guías de trabajo se convirtieron, incluso por la escasez de computadores y redes, en una alternativa para el apoyo del trabajo en casa de los alumnos y para legitimar el currículo.
Sí, se pueden “implementar” viejas tácticas en nuevos entornos de aprendizaje. Esto es lo que ha puesto en evidencia la recolección, y en algunos casos la sistematización, de las experiencias de los docentes. Basta que unas comunidades de aprendizaje abran la posibilidad de compartir sus prácticas y sus saberes para que de inmediato se dé una suerte de explosión de búsquedas, que han podido pasar de la vida solitaria del alma a procesos y proyectos compartidos 4.
4 Sólo por poner un ejemplo, durante la pandemia la Red de lenguaje ha llevado a cabo al menos dos encuentros anuales en los que se comparten estas estrategias; al lado de estos encuentros, los miembros se han enlazado sistemáticamente en eventos para continuar con ese impulso de socialización de experiencias y estrategias.
Todavía los administradores educativos no nos han dicho, en cifras, a cuánto asciende el ahorro en servicios públicos, en personal de servicios generales. No es que el dinero haya sobrado por este ahorro. De hecho, este fondo ha sido uno de los que se ha utilizado para apoyar a los estudiantes de diversas maneras (bonos para alimentación, apoyos para vivienda, atención médica, etc.). Las universidades públicas, acaso con el beneplácito de las administraciones, han logrado e incluso aupado que no se retorne, en buena cuenta, para tener mayor “regularidad” y “continuidad” en los procesos administrativos.
Obviamente, estas posiciones para las administraciones de los centros educativos fueron una suerte de “apaciguamiento” inicial, en buena cuenta bajo la presunta ecuación: a menor interacción, menor movilización social. Y, sin embargo, el descontento y la protesta son estructuralmente proteicas: una vez se le impide un rostro para expresarse, de inmediato aparece otro rostro. Desde antes del confinamiento por la pandemia ya los movimientos sociales habían aprendido sobre el uso de redes sociales. El confinamiento por pandemia nos puso frente a usos más intensivos de las redes para la deliberación, la organización y la movilización social.
En medio del confinamiento por la pandemia floreció uno de los paros más significativos de la historia política reciente de Colombia. Los establecimientos educativos, obviamente, estaban cerrados y, sin embargo, tanto los docentes como los estudiantes fueron parte de los actores de esta movilización. No podremos decir que la participación fue superior a la que se había fermentado antes del confinamiento; en todo caso, tampoco podrá afirmarse que fue menor. Un dato, entonces, se hace relevante: la ciudadanía confinada fue tan activa como en los tiempos “normales” —como se sabe también a la pandemia y al confinamiento se les identificó o, al menos se les nombró, como “nueva normalidad”.
Desde luego, no se trata de idealizar ni la pandemia ni el confinamiento. Se trata, eso sí, de empezar a hacer un balance pedagógico. Este no solo nos muestra el “salto” a los entornos virtuales como una ganancia que vino para quedarse, para hacer de estos espacios de la interacción, del pensamiento, de la crítica y, en especial, de la voluntad de saber; si la generación de los matriculados durante el confinamiento, y en general de la pandemia, se mira en perspectiva, es probable que se trate de una cohorte con más habilidades de lectura, de escritura, de expresión oral: en medio de los entornos virtuales de aprendizaje —o al menos de entornos asistidos por las TIC—; los profesores no solo desarrollaron nuevas estrategias, sino que, en especial, resignificaron las que ya traía consigo la tradición, esto es, la didáctica quedó situada entre lo más granado de las tradiciones y los nuevos espacios de interacción. Las administraciones de las instituciones educativas aprendieron de ahorros y simplificación de los procedimientos burocráticos que deberían prevalecer en el tiempo, así como los docentes aprendieron a enlazar las áreas curriculares. La movilización social y la actuación política sigue siendo tan variante y versátil —o proteica— como siempre; solo que ahora no son tan urgentes viejas formas como el bloqueo o la asamblea, antes bien, sin desmedro de las anteriores formas “presenciales” de acción política: quedan abiertos escenarios de la ciberpolítica y la ciberparticipación como horizonte que, a futuro, se sedimentará como estructuras de intervención.
No hay, en nuestra argumentación, una defensa del confinamiento y, mucho menos, una idealización de la pandemia. Desde luego, mantenemos una moderada idea de la validez de la doctrina de la conspiración universal, no porque no exista el virus, sino por la generalización de la captura bancaria de los efectos económicos de la pandemia, por el incremento de la concentración de la riqueza, por la eliminación de las libertades ciudadanas. No se pone en duda, ni mucho menos, la existencia del virus; pero si se hace visible el peso de la medicalización mercantilizada, la fuerza de los fenómenos de la bio y la psicopolítica.
El saldo pedagógico de la pandemia se tiene que sacar, en especial, de la consideración de cómo esta estructura proteica de los sujetos y los colectivos sociales encuentra nuevas y distintas formas de manifestación, de expresión y, muy especialmente de vínculo. Hay quienes han soñado que la humanidad saliera mejor de este fenómeno de confinamiento. Eso sería esperar demasiado de un acontecimiento no planeado. La humanidad sigue estando compuesta de las mismas pulsiones, antes y después del confinamiento. En medio de esta “estructura” lo que se halla en la pandemia son formas inéditas de acople de individuos y colectivos; es de estas formas de adaptación y de acomodación que tiene que tomarse cuenta en el balance, para retomarlo o más bien, incorporarlo a los procesos pedagógicos prospectivos, con la participación y la convivencia. RM
La pandemia no nos hizo mejores ni peores; las pulsiones de siempre siguieron haciendo presencia.