Edición 36Opinión

La Enseñanza del Lenguaje… Un Aprendizaje Cultural

Recientemente, en una reunión familiar, mi primo —diseñador industrial y profesor en una prestigiosa universidad del país— me comentó cómo para él había sido tan complejo, casi retador, que una de sus estudiantes le dijese un día que, a partir de ese momento, debía llamarla como Ramón 1. Me dijo: “llevo seis meses llamándola Ana, y ahora debo memorizar el nombre de Ramón”. Me lo dijo con tono de angustia, como interpelándome —en la vieja acepción de implorar auxilio o solicitar amparo y protección—, ante la inminente probabilidad de que, tarde o temprano, se iba a equivocar al nombrar a su alumna… ¿o alumno? En aquel momento, no pude dejar de pensar en el esfuerzo que conlleva transitar hacia la des-patriarcalización 2 de nuestra propia identidad y de la manera en cómo nos relacionamos con el mundo; lo cual se explica, en lo arraigado y naturalizado que el género, como práctica social y cultural, está presente en nuestra cotidianidad.

Lo cierto es que se requiere de un trabajo consciente para construir un mundo más equitativo; pues, se trata de negociar aquello que se nos ha inculcado culturalmente. Pero, ¿qué tiene que ver la manera en que nos expresamos y nos nombramos los unos a las otras, con el logro de la igualdad de género?

Asumir la transformación del lenguaje, específicamente, hacia un lenguaje inclusivo en términos de género —en escenarios que van desde la institucionalidad de la Real Academia Española (RAE), hasta el ámbito de las relaciones interpersonales—, viene a ser un vehículo para la transformación de las representaciones de género, que hemos construido y seguimos construyendo como sociedad. Equivale a transformar los imaginarios que nos hacemos acerca de nosotrxs mismxs y de las demás personas alrededor de la denominación binaria como “mujeres” y “hombres”, y prescindir del mandato social de género, que nos limita al desempeño de roles específicos y distintivos y que, con ello, restringe nuestra experiencia de vida como seres humanos. Como si los hombres no llorasen y las mujeres no tomásemos decisiones. Y como si, en general, las personas no pudiésemos ser aquello que ya somos, cuando vamos en contravía de lo establecido cultural y socialmente 3.

El Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) 5, relativo al logro de la igualdad de género, plantea —desde las aún persistentes dificultades y discriminaciones a las que nos enfrentamos las mujeres y las niñas en el mundo— nueve metas concretas a 2030, que cubren, a grandes rasgos, temas de cuidado y trabajo doméstico, participación y nivel de decisión en la esfera pública, violencias y prácticas nocivas, salud sexual y reproductiva, propiedad y control de la tierra, y acceso a la tecnología.

En vista de que todo aquello transita por el lenguaje —al ser este la herramienta cultural desde donde se crea y habilita, o no, la realidad—, el presente artículo busca, justamente, señalar el impacto de su utilización, en la materialización de las discriminaciones de género. Y en cómo la enseñanza y el aprendizaje de un lenguaje inclusivo puede aportar al enriquecimiento de la experiencia de vida de las mujeres y de las niñas.

“La enseñanza y el aprendizaje de un lenguaje inclusivo puede aportar al enriquecimiento de la experiencia de vida de las mujeres y de las niñas.”

Según Cidalice Cerdas, filóloga de la Universidad de Costa Rica, “la lengua está viva junto con la realidad, la lengua evidencia nuestros prejuicios y nuestra forma de ver el mundo (…); más allá de la lingüística, existe una relación entre lengua, realidad y cultura” (Canal TEDx Talks, 2020). Al hablar, verbalizamos nuestros mundos posibles. Al nombrar, ampliamos o reducimos formas de habitar, perspectivas a futuro, proyectos de vida. El lenguaje no es inofensivo; está asentado en relaciones de poder. Por ello, si a lo que nos hemos comprometido como comunidades, representadas por nuestros Estados, es a un mundo más equitativo y menos discriminatorio, más sostenible y menos perecedero, debemos empezar a nombrar el cambio que queremos construir. Y es necesario hacerlo en términos de diversidad e inclusión.

Hoy día, existe gran variedad de manuales para hacer uso de un lenguaje inclusivo, en función del género. En la búsqueda por alguno que me ayudase a sustentar el presente artículo, he dado con un libro de la filóloga y feminista española Teresa Meana (2002), titulado Porque las palabras no se las lleva el viento… Dado que el título me ha resultado encantador, he optado por recurrir a este. Dice la autora:

Es así, como la educación tiene una enorme responsabilidad, además de un ámbito privilegiado, para enseñar a niños, niñas, mujeres y varones a proyectarse como ciudadanos y ciudadanas, más allá de su género; para esto, una socialización lingüística incluyente, es fundamental. Promover una comunicación libre de estereotipos, en el camino de “garantizar una educación inclusiva y equitativa de calidad y promover oportunidades de aprendizaje permanente para todos y todas” (ODS 4), es el mandato hacia la comunidad educativa.

La Declaración de Incheon para la educación 2030 (Unesco, 2016) reconoció la importancia de la igualdad de género para garantizar el derecho a la educación, y se comprometió a apoyar contextos de aprendizaje, así como políticas y planes, en los que se tuvieran en cuenta las cuestiones de género. La incorporación de estas cuestiones en la formación de docentes, en los planes y programas de estudios, así como la eliminación de la discriminación y la violencia de género en las escuelas, fueron compromisos adquiridos para la consecución de una educación transformadora: inclusiva, equitativa y de calidad (Unesco, 2016).

Según Meana (2002), al cambiar el uso de la lengua, cambia nuestra concepción de la realidad; “y dado que este proceso es progresivo y no unidireccional, si cambiamos premeditadamente el uso del lenguaje, ello ayudará a cambiar nuestro concepto del mundo”. Ahora bien, Meana (2002) habla de dos propósitos ocultos detrás del lenguaje: la invisibilización y la exclusión. En mi experiencia, como correctora de estilo, me he topado con la tarea de modificar textos, en función de hacerlos inclusivos. Estando en ello, a veces me entra la duda: ¿habrá querido nombrar el/la autor/a, realmente, a todo el estudiantado en su texto? —por ejemplo—, o ¿se referirá, efectivamente, a solo los estudiantes varones? La duda es, en definitiva, si estoy cayendo en error y tergiversando un contenido, o si, efectivamente, estoy ante un caso más de exclusión del género femenino, en los relatos que se fabrican sobre la realidad.

“Nombrar, en todo sentido, es abrir el espectro de la realidad y, de esta manera, ofrecer soluciones más certeras, ante problemáticas de toda índole.”

En la mayoría de los casos, termino por asumir el sexismo 4 y androcentrismo 5 del lenguaje y proceder a incluir a las mujeres (y de paso, al resto de identidades no binarias) en todas las realidades: los las. Sin embargo, ni yo ni los/as futuros/as lectores/as, jamás sabremos cuántas de las personas referenciadas son efectivamente mujeres y cuántos varones. Y a partir de ahí, cómo, tal anotación, hubiera podido orientar de mejor manera el texto en cuestión, al ser interrogado desde una perspectiva de género. Nombrar, en todo sentido, es abrir el espectro de la realidad y, de esta manera, ofrecer soluciones más certeras, ante problemáticas de toda índole.

Un ejemplo de esto último sería: si a partir de una encuesta, se quisiera medir cómo impacta la educación virtual a la formación académica de los y las futuros/as profesionales en Ecología, desde el punto de vista del estudiantado, se haría necesario contemplar, no solo el sexo de los y las estudiantes a interrogar, sino, precisamente, aquellos factores, que producto de su condición de género, impactan su realidad. Me explico: supongamos que los resultados de la encuesta mostraran que el 70% del estudiantado señaló la falta de disciplina como principal obstáculo de la virtualidad para el aprendizaje, y un 30% la no disponibilidad de tiempo… ¿cómo diseñar medidas efectivas para abordar ambas variables? ¿Acaso en ese 70% se agrupan todos los estudiantes varones? O acaso, ¿de ese 70%, solo el 10% lo son? Y, ¿por qué es relevante? ¿Estoy ante varones que deben trabajar simultáneamente en el negocio familiar? O, ¿a varones que pasan horas jugando frente al computador? ¿Ante mujeres que conviven con padres abusadores? O, ¿ante mujeres corresponsables de la preparación de alimentos y el aseo en el hogar? ¿A quiénes irán dirigidas dichas medidas?

Se trata pues de evitar silenciar las realidades que, de otra manera, estadísticamente pasarían desapercibidas. Pienso que entre más nos permitamos acoger la realidad con sus matices, menos invisibilización y exclusión generaremos. Y más efectivas serán las medidas que emprendamos.

He aquí una anécdota escolar, citada por Meana (2002):

“-Señora maestra, ¿cómo se forma el femenino?

-Partiendo del masculino: la “-o” final se sustituye por la “-a”.

-Señora maestra, ¿y el masculino cómo se forma?

-El masculino no se forma, existe.”

“¿En serio creemos que estas manifestaciones de nuestra cultura, que se dan a través del lenguaje, no afectan nuestras posibilidades y alcances como mujeres en una sociedad concreta?”

Retomo entonces los temas de intervención del ODS 5. A través del lenguaje se ejerce violencia simbólica —al, por ejemplo, hacer referencia a la especie humana como “los hombres”, y supeditar con ello toda la experiencia humana a la de aquellos—; se vehiculizan violencias como la psicológica —al buscar desvalorizar a una persona, apelando a lo femenino, a tal punto que todo insulto resulte en apelativos de lo que es “ser mujer” en un mundo patriarcalizado: “niñita”, “perra”, “loca”, etc.—; se refuerzan prácticas nocivas como el matrimonio infantil —al sexualizar el cuerpo de las niñas y usar expresiones como “está muy desarrollada para su edad” o “ya aguanta macho”, lo que está directamente ligado a su capacidad reproductiva y a su inminente potencial de ser mamá esposa—; se evita el reconocimiento del trabajo doméstico como actividad productiva —al hacer referencia a las labores del hogar como muestras de amor, cuando son realizadas por las mujeres, y como ayuda, cuando son realizadas por los hombres—; se obstaculiza la participación plena y efectiva de las mujeres en la vida pública —al insistir en la supuesta falta de capacidad de las mujeres para trabajar en equipo, o a su “emocionalidad” como atributo innato que les impide ser claras y objetivas en la toma de decisiones—; y, finalmente, se impide el total acceso a los bienes por parte de las mujeres —al usar expresiones como “las mujeres no entienden de negocios” o al asumir que, si aquella convive con un hombre, es este el que debe “llevar las riendas del hogar”—. Y así, podríamos seguir… si una mujer participa de más, “ya es hora de que la atiendan”; si una mujer está explorando su sexualidad, “está pidiendo que la atiendan” o “lo que pasa es que no ha conocido macho”.

¿En serio creemos que estas manifestaciones de nuestra cultura, que se dan a través del lenguaje, no afectan nuestras posibilidades y alcances como mujeres en una sociedad concreta? Tal vez, si empezamos a, verdaderamente, nombrar la realidad —a las juezas de la república, a las presidentas de las juntas de acción comunal, a las directoras de los institutos de salud, a las especialistas en ingeniería robótica, etc.—, cada vez más, se nos haga más difícil encontrarle lógica alguna a las referencias desdeñosas hacia lo femenino, y empecemos a comunicarnos con respeto, tal cual como cuando lo hacemos al nombrar lo masculino.

Para cerrar, tal vez mi primo no deba preocuparse tanto por llegar, alguna vez, a equivocarse al llamar a su estudiante con su antiguo nombre… Lo que adquiere valor, en este caso, es la consciencia del sujeto interpelado, mi primo, ante la dificultad tácita de apelar a representaciones no binarias. Cuestión que, en mi opinión, está menos vinculada a un asunto cognitivo de la memoria, y más al acondicionamiento cultural que aún no nos permite, del todo, acoger la diversidad. RM

1 Ramón, en calidad de nombre masculino.
2 Entiéndase, para los efectos de este artículo, como la deconstrucción de los propios valores y creencias en torno al género.
3 Sin insinuar con ello que la acción de lxs sujetxs está condicionada a su propia voluntad, sino que, precisamente, se encuentra supeditada a las barreras estructurales que aún persisten en la sociedad.
4 El sexismo “es fundamentalmente una actitud que se caracteriza por el menosprecio y la desvalorización, por exceso o por defecto, de lo que somos o hacemos las mujeres… en relación con lo que son y hacen los hombres Es la asignación de valores, capacidades
y roles diferentes a hombres y mujeres, exclusivamente en función de su sexo (…) que determinan una situación de inferioridad, subordinación y explotación [de aquellos sobre aquellas]” (Meana, 2002).
5 El androcentrismo es el enfoque o punto de vista “desde una única perspectiva: la del sexo masculino. Supone considerar a los hombres como el centro y la medida de todas las cosas” (Meana, 2002).

Canal TEDx Talks. (25 de noviembre de 2020). Lo que no se nombra no existe | Cidalice Cerdas | TEDxPuraVidaED. [Archivo de Video]. Youtube. https://youtu.be/iyIOEp6MUfM?si=U_pIBSLB7SGQdBep

Meana, T. (2002). Porque las palabras no se las lleva el viento… Por un uso no sexista de la lengua. Ayuntamiento de Quart de Poblet. https://issuu.com/coordinadorafeminista/docs/sexismo_lenguaje

Unesco (2016). Educación 2030: Declaración de Incheon y Marco de Acción para la realización del Objetivo de Desarrollo Sostenible 4. https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000245656_spa

Xochilt Juliana Izquierdo Acosta

Mujer, profesional en Comunicación Social y Periodismo de la Universidad Externado de Colombia, y maestranda en estudios de Género en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), Argentina.

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