Edición 32Familia

La confusión en la educación

Mi padre ha sido y es una persona decisiva en mi vida personal y profesional; lo considero un auténtico regalo del cielo. Durante mi infancia y juventud, acudía asiduamente a su consulta. Él trabajaba durante largas horas y llegaba tarde a casa, pero a pesar del tiempo que dedicaba a su labor profesional, siempre tuve la sensación de tener un padre presente, preocupado por nosotros y disponible para jugar, enseñarme cosas y escucharme.

Tiene una facilidad innata para contar cuentos —¡algo que sigue haciendo con mis hijos!—, y cuando yo era niña, pasaba horas escuchándole narrar historias fantásticas, de personajes inventados que, curiosamente, han vuelto ahora a la vida en los cuentos de sus nietos.

Cuando mi madre nos llevaba a visitar a mi padre al consultorio, su secretaria le avisaba y él salía a darnos un beso y nos dedicaba unos minutos. Más tarde, al empezar a cumplir años y cuando ya cursaba Medicina, previo permiso del paciente, me dejaba entrar y me presentaba a la persona que tenía delante, siempre con una delicadeza y un cariño enormes. ¡Me encantaba ese primer contacto y el trato cercano que siempre ha tenido con sus pacientes! Él suele decir que la psiquiatría es una rama de la amistad.

Una de las virtudes que debe tener un buen padre o una buena madre es saber escuchar los problemas de su hijo. En primer lugar, hay que ganarse su respeto; que en su mente infantil seamos un puerto seguro al que él pueda acudir ante cualquier problema, miedo o duda. Eso exige ganarse su confianza, aunque no es suficiente. Si el niño acude a nosotros y nos nota impacientes, si percibe que no tenemos tiempo o le interrumpimos para imponer de manera cortante nuestros argumentos o perspectivas, a la larga le perderemos. Se alejará de nosotros.

Como hija he acudido muchas veces a mi padre para confiarle mis preocupaciones. Él es de esas personas especiales, como dicen que también era mi suegro, que cuando estás con ellas el tiempo parece detenerse, puesto que te dedican toda su atención, dejando cualquier otra cosa al margen.

Un segundo lugar, por tanto, tenemos que saber escuchar. Escuchar no es solo dedicar tiempo, sino también hacer el esfuerzo de no desconectar de la conversación aunque la consideremos irrelevante. Lo que para nosotros, adultos, es una nimiedad o algo de solución evidente, para nuestro hijo es un tema lo suficientemente importante como para buscar nuestro consejo o solo nuestra empatía. Esos momentos son decisivos y se recuerdan en la edad adulta, forjando así el vínculo padre e hijo.

En tercer lugar, hay que aprender a gestionar la paciencia. Si notas que te frustras con facilidad, aléjate y analiza el origen de esa emoción tóxica. Evita herir a un hijo por algo que te exaspera, porque esas palabras pueden ser una daga en su corazón, que perdure en el tiempo.

A veces, debajo de esa agresividad que aflora ante momentos de desobediencia o rabietas de los hijos, está ese niño interior que llevamos dentro, herido, que no sabe reaccionar correctamente.

Ese enfado y esos gritos son la parte más instintiva, en la que desaparece nuestra faceta racional y sentimental para dar paso a lo más primitivo de nuestra psique.

Ante eso, insisto, marca a distancia, vete, enciérrate en tu cuarto, para evitar herir al pequeño que tienes delante.

¿Sobreproteger o manipular?

El apego se ha erigido como un pilar fundamental de la psicología en las últimas décadas y considero importantísimo que se conozca en la familia, en el ámbito educativo, sociológico, psicológico e incluso político. No puede existir gente en el siglo XXI que no tenga nociones sobre estos temas, ya que son básicos para disfrutar de una vida plena y para poder buscar nuestra mejor versión como adultos, como pareja, como padres, como hijos y como los seres sociales que somos.

El ser humano necesita, desde que nace, cariño, alimentación y apoyo. Dependiendo de cómo le sean satisfechas estas necesidades, desarrollará más o menos resiliencia; es decir, la capacidad de gestionar la adversidad y la frustración, elementos claves para disminuir la probabilidad de sufrir algún trastorno mental en el futuro.

El apego es un vínculo emocional desarrollado entre dos personas, cuyo objetivo inmediato es la búsqueda y el mantenimiento de la cercanía. Esa cercanía es la que va a proporcionar seguridad y protección en los momentos de amenaza y esas figuras de cuidadores cubren lo que el bebé necesita para sobrevivir —comida, descanso, limpieza, hidratación….

Según los expertos, el estilo de apego se asienta entre el año y medio y dos años¹.

Gracias al apego, el bebé tendrá unas figuras que le cuidarán cuando nazca y sus padres precisarán tener ese algo para entenderle y calmarlo. Ese algo tiene que ver con la disponibilidad, la cercanía, la gestión emocional y la capacidad empática. Ese algo es magia, es amor, es cariño, es tiempo… Es más de lo que nos podemos imaginar.

A esta edad ya se puede describir qué tipo de apego tendrá un niño si se le evalúa. Veremos que existe una técnica para ello, desarrollada por Mary Ainsworth.

Es fundamental que las figuras de apego estén disponibles, así como empatizar y conectar con las necesidades del recién nacido.

Los niños nacen profundamente dependientes de sus padres. A medida que se hacen mayores, dejan esa dependencia para ganar en autonomía. La clave, como bien describe Rafael Guerrero, es llegar a ser autónomo luego de haber Sido antes dependiente. Un niño se convierte en un adulto autónomo y ha sido muy dependiente de sus cuidadores en la infancia. Los padres, al cubrir esas necesidades, van mostrando el camino hacia la autonomía; parece contradictorio, pero demostrar acercamiento, ofrecer compañía y afecto a un niño le ayuda a asentar las bases de la seguridad y la autoestima.

Los niños nacen profundamente dependientes de sus padres. A medida que se hacen mayores, dejan esa dependencia para ganar en autonomía.

Cuando no hemos recibido amor de forma sana durante la niñez, a veces intentamos cubrir o tapar ese vacío con relaciones que no nos convienen cuando nos hacemos mayores. Al no conocer cómo es una relación basada en un amor sano, aceptamos situaciones no recomendables y, en ocasiones, tóxicas y dañinas. Eso puede desencadenar un gran miedo al fracaso, una baja autoestima e inseguridad a la hora de enfrentarnos a los retos y de tomar decisiones. Esa inseguridad proviene de una base donde existe una herida efectivamente profunda. Un niño que no se siente querido por sus padres crece pensando que no es digno de ser amado y eso le hará mucho daño en el momento de iniciar una relación. Buscará la aprobación de los demás o, por otro lado, optará por el aislamiento y evitará lugares o trabajos con mucha gente, donde no se sienta a gusto.

No conectar emocionalmente durante la infancia con las figuras de apego deriva en una mala conexión emocional con el entorno en el futuro.

Hemisferio derecho y mundo emocional

Durante muchos años —¡y siglos!—, se pensó que lo que sucedía en el embarazo y en los primeros años de vida no tenía un impacto en la mente ni en el cuerpo —No hay memoria, qué bien que haya sucedido tan pronto—. Al tratarse de una época de no comunicación verbal se creía —de forma errónea— que los recuerdos no existían. La ciencia ha avanzado y los resultados son asombrosos. Hoy en día sabemos que todo lo que sucede en esos dos primeros años se queda guardado en la memoria emocional; en el lado derecho del cerebro.

Soy una gran fan del hemisferio derecho. Me encanta estudiarlo y entenderlo para conectar con las emociones de cada individuo que se cruza en mi camino. ¡Se entienden tantas cosas de las personas cuando investigas cómo ha sido la evolución de esa zona del cerebro!

El lado izquierdo es, a su vez, apasionante pero más sencillo de captar, y comienza a funcionar a partir del segundo año de vida. Es el que tiene función analítica; interpreta la información, pero es incapaz de ubicar las cosas en su contexto.

Situar las cosas y dar un sentido a lo que sucede es propio del hemisferio derecho, por eso se le denomina el hemisferio mentalizado.

Me encanta cómo lo describe Daniel Goleman, afirmando que es este hemisferio el que penetra las mentes de los demás y habla con ellas como si estuviera conectado con una red wifi neuronal. ¡Qué buen símil para entenderlo! Por eso nos emocionamos cuando vemos a ciertas personas, o podemos sentir miedo al encontrarnos con otras. Esas neuronas espejo, ese wifi neuronal está íntimamente ligado con el hemisferio derecho que nos permite conectarnos con el mundo emocional de otras personas. La famosa inteligencia emocional, la empatía y la conexión con las emociones y sentimientos de otros, en mi opinión, son las claves para triunfar en la vida social, de pareja o en familia. Es cuando miras a tu hijo a los ojos y te das cuenta de que algo le inquieta, le preocupa o le ha salido mal. Eso es la inteligencia emocional y la empatía, donde se entremezclan las penas, las alegrías, las expresiones de la cara o el tono de voz. La comunicación no verbal es esencial. Se conectan dos personas, se miran y existe una conexión de hemisferio derecho a hemisferio derecho, de madre a hijo, de marido a mujer, de amiga a amiga… y tantas otras interacciones donde fluye la emoción y el cariño.

Las emociones y sentimientos de otros, en mi opinión, son las claves para triunfar en la vida social, de pareja o en familia.

¿Por qué te lo traigo a colación ahora? Esta es una idea importante y necesaria de entender. Durante los primeros dos años de vida se asienta el estilo de apego y durante este tiempo el hemisferio derecho es el dominante. Daniel Siegel lo denomina sintonizar: la conexión del hemisferio derecho del cuidador con el del niño será fundamental para asentar el apego seguro, un desarrollo cognitivo y emocional adecuado. Si no existe esa relación de sintonía con, lo que denominan los expertos, un diálogo mentalizador —de mente derecha a mente derecha—, existirá con alta probabilidad un apego inseguro.

El vínculo entre madre e hijo moldea el hemisferio derecho. Por supuesto, los genes cuentan, pero es el contexto emocional y social es el que va puliendo ese lado derecho como si de una obra maestra se tratara.

En el caso específico de madre a bebé, cada vez se comunican los dos hemisferios derechos; el cerebro del pequeño va aumentando en tamaño y va generando nuevas conexiones neuronales.

Eres madre vitamina cuando conectas con el hemisferio derecho de tu pequeño. Eres padre vitamina cuando no tienes miedo a mostrar tus emociones y captar las de los miembros de tu familia para generar un mejor ambiente. Eres hijo vitamina cuando escuchas y atiendes los problemas o necesidades de tus hermanos o de tus padres, y los compartes si abrazas.

El maltrato más dañino y destructivo que puede sufrir un niño es la falta de amor.

Los padres son las figuras de apego encargadas de transmitir estabilidad emocional a sus pequeños.

Sentir mejor que entender

Cuando el niño es pequeño, él es la prioridad. Busca atención y cariño porque eso le ayuda a calmar el estrés y la angustia que le produce el mundo exterior. El bebé debe notar que los padres están disponibles, emocionalmente hablando, y que conecten con él. Lo impresionante, y lo que la ciencia avala, es que si hay una buena relación entre los progenitores, en la que no existe la agresividad, la rabia y el tono es cordial, el niño desarrolla equilibrio interior. No es un tema de cabeza, sino de corazón. La interacción de los padres con un hijo en su primera infancia es efectiva: no se trata de entender, sino de sentir. La madre va aprendiendo a leer las necesidades de su pequeño, en un abrazo puede calmarlo, dormirlo y transmitirle paz regulando su estrés.

La figura del padre entra en la vida del pequeño en dos momentos esenciales. El primero es como acompañante, cuidador y persona de apoyo emocional y efectivo de la madre. Cuanto mejor esté, mejor será el nexo que desarrolle con sus hijos. Una parte de la estabilidad de la madre puede verse influida según la actitud que el padre tenga hacia ella. No será lo mismo estar al lado de una pareja cercana, cariñosa, que de una distante, agresiva o poco empática. En segundo lugar, el padre entra como esa persona que realiza juegos, actividades y comparte tiempo con los pequeños. Las familias han cambiado mucho en los últimos años, pero la relación que los padres tengan entre ellos influirá de forma muy importante en el sistema de apego que se implementará en el niño. Uno de los daños más grandes que sufre un pequeño se produce cuando vive en un entorno familiar donde existe violencia, falta de afecto y agresividad verbal o física.

Durante el primer año de vida del bebé, la madre tiene un papel primordial, y es a partir del segundo y tercer año cuando el padre irrumpe en su vida de forma notable. ¡Por supuesto, también la presencia del padre ayuda a moldear el lado derecho del hemisferio! El vínculo del niño es diferente; la madre es esa figura que lo calma, lo tranquiliza y lo alimenta, mientras que el padre tiene un papel clave en el apoyo a la madre y la tarea de estimular otras facetas en las que el bebé va creciendo.

Un bebé no atendido

Muchas veces se ha creído erróneamente que, desde pequeños, hay que dejar a los niños llorar o regularse emocionalmente solos —Ya se les pasará, se dice—, pensando que esa conducta les hará ser más fuertes e independientes, y esto sucede porque los padres temen criar niños mimados.

Saber atender sus necesidades, brindarles cariño, abrazos y besos, nutre el cerebro de los pequeños de experiencias positivas y les ayuda a crecer sanos, felices y equilibrados.

Durante esos primeros compases, el llanto es el medio de comunicación que emplean los niños para solicitar ser atendidos por sus padres y cuidadores. El llanto de un niño es consecuencia de un malestar que percibe su cuerpo o su mente.

Este tema, el de los bebés, genera una gran controversia. ¿Hay que dejarles llorar? ¿Hay que atenderles siempre? Existen dos teorías importantes: la primera —conocida como método Estivill o controlled crying— trata de enseñar a dormir a los niños dejándoles llorar de forma más o menos controlada y pautada. Por otro lado, encontramos la teoría neurobiológica, cada vez más investigada, que consiste en atender el llanto siempre que aparece.

Pero las teorías son múltiples. Parece que si el bebé se calma en los brazos es malo, ya que nos tiene tomada la medida. El llanto tanto en niños como en adultos es un grito de ayuda, una llamada que solicita ser aliviada. El malestar puede ser físico, psicológico o entremezclado —tener hambre, frío, sentirse solo, desprotegido, con ganas de tener a mamá cerca— pero está ahí y existe. No es manipulación. No olvidemos que un bebé no sabe manipular; esta acción está vinculada con la corteza prefrontal y el glutamato que actúa en esa zona, pero estos sistemas nerviosos no se encuentran activos a esta edad tan temprana.

Es necesario que el bebé perciba que los padres están cerca cuando él necesita ser cuidado.

Hace unos años leí un estudio realizado en Canadá, en la Universidad de Toronto, que me impresionó profundamente, ya que soy una gran aficionada a leer todo aquello que active la secreción de cortisol en el cuerpo. Este estudio, en particular, me ayudó a entender el comportamiento de los niños pequeños, puesto que se realizó de esta manera: fue recogida la saliva de los bebés durante una sesión en que sus madres les ignoraban durante dos minutos. Tras analizarla, observaron que los niveles de cortisol estaban elevados. Al día siguiente estos bebés que habían sido ignorados, antes de comenzar el estudio ya tenían el cortisol alto. Es decir, ya tenía activado su sistema de alerta previo a sufrir una desatención de su madre. En cambio, los que habían sido atendidos por sus madres no mostraban ese aumento de la hormona del estrés.

La repetición de una escena estresante —no hace falta revivirla de nuevo— puede activar el sistema de alerta en el ser humano. El doctor David Haley, quien realizó el estudio, observó que los bebés activan la respuesta al estrés previo al evento según cómo le hayan tratado sus padres con anterioridad, como si de ansiedad anticipatoria se tratara. Las madres, en cambio, al no sentir el llanto de su hijo, no activan el sistema de alerta.

¿Qué es lo natural y recomendable? Cuando no atendemos el llanto de nuestro hijo, puede ser que al rato —minutos u horas— este deje llorar, incluso puede que se duerma. Pero no es porque se haya calmado por sí solo, sino porque se ha producido un agotamiento en su sistema adrenal y aparece algo que podríamos denominar agotamiento de cortisol, que le impide seguir solicitando ayuda. Esto es en el plano fisiológico. En el emocional, lo que sucede es que el bebé, de cierta manera, acepta que sus padres no acudan y su mente se resigna a no ser atendido; estas son las denominadas técnicas de adiestramiento.

En condiciones normales la madre que escucha el llanto de su hijo produce oxitocina —lo que la lleva a protegerlo— y noradrenalina —que le ayuda a enfocarse en atender al pequeño mientras acelera el corazón—. Yo, alguna noche, tras escuchar a uno de mis hijos, me he dado cuenta de que tengo taquicardia. Esto sucede debido a ese aumento de la noradrenalina.

Es necesario que el bebé perciba que los padres están cerca cuando él necesita ser cuidado.

Existe una base neurobiológica y evolutiva que explica la respuesta materna al llanto de los bebés.

Sé que aún existen padres y madres que están de acuerdo con aquello que se decía antes de que el llanto ensancha los pulmones, pero llorar no evita que los niños sean unos malcriados, tampoco es bueno ni saludable, según las últimas investigaciones. Por tanto, si tu hijo llora, atiéndele y dale cariño. Posiblemente de mayor sea una persona más sana, feliz y mejor.

Recuerdo que, en el nacimiento de uno de mis hijos, me hablaron de un aparato que sabía leer el tipo de llanto de los bebés y que podía recomendar cómo acunarlo o calmarlo. No quería comenzar inmersa en el mundo tecnológico buscando respuestas a algo que mi instinto maternal quizá supiera encontrar. Tras de a luz cuatro hijos, he descubierto que hay que ir observando y aprendiendo de cada uno. Existen patrones similares, pero cada hijo es un mundo. Los cólicos del mayor agotadores y difíciles de gestionar, me supusieron un reto como madre primeriza. Durante meses escuché aquello de “déjale llorar que te manipula y quiere abrazos”. Luego de unos meses descubrimos que sufría de una intolerancia y le pusimos remedio; a los pocos días, los llantos desconsolados cesaron.

Entiendo que la impotencia ante un niño que llora es máxima y en muchas ocasiones, desespera y agota. A veces esos lloros se calman en brazos, al pecho o meciéndole, pero otras muchas ni siquiera eso ayuda. Cuando has tenido un bebé intolerante, que no se serena de ninguna de las maneras, es maravilloso descubrir que los brazos son una herramienta para calmarlo. Hay que tener clara una idea: lo que perjudica al bebé no es el llanto en sí, sino el hecho de no ser atendido y consolado. Ese estado crónico de alerta que se genera puede desencadenar a lo largo de la vida una respuesta al estrés demasiado sensible. Esa persona percibirá, cuando sea adulta, muchos factores que le alteran en exceso y le harán perder la paz con facilidad.

No olvidemos que el bebé nace tras pasar nueve meses en la tripa de su madre protegido, y se encuentra en un lugar donde existen múltiples estímulos internos y externos que le alterarán. Hoy en día mucha gente se pregunta cuánto tiempo puede dejar llorar a un niño. ¿Segundos, minutos? No hay respuesta exacta, pero mi opinión es no dejar pasar más de un par de minutos. Entrar, calmarlo, mecerlo, hacerle cosquillas, ofrecer el pecho, ayudar al pequeño a salir del estado de alerta y desasosiego en el que se encuentra. Si estás desesperado y exhausto y no sabes qué técnica emplear, te recomiendo que pidas ayuda a algún familiar o amigo cercano que se haga cargo del pequeño durante un par de horas, o alguna noche, con el fin de recuperar la fuerza necesaria para poder volver a atender de forma atenta y cuidadosa a tu hijo.

Las noches pueden ser agotadoras, los cólicos desquiciantes y la irritabilidad y el sueño se van apoderando de la mente y uno no responde como debiera. Si tienes dudas o quieres más información sobre este tema, te sugiero que realices el seminario de Armando Bastidas, quien comparte ideas muy interesantes sobre la maternidad y la lactancia.

Recuerdo hace unos años una anécdota que me sucedió en un aeropuerto. Yo estaba en la puerta de embarque cuando escuché llorar a un bebé desconsoladamente. Estoy tan acostumbrada a vivir rodeada de niños que un llanto me sobresalta. Sabía que no era mi hijo, pero ese grito me turbó. Al girarme observé a una madre sentada, mirando el móvil, junto a un carrito donde un pequeño, de unos seis meses aproximadamente, lloraba sin consuelo. La madre, impasible, no lo atendía. Yo no era capaz de entender qué estaba sucediendo y cómo era que ella no le prestaba atención. Muchos de los que nos encontrábamos allí nos mirábamos sorprendidos. Tras varios minutos, que a mí se me hicieron eternos, me acerqué a la mujer. Soy consciente de que, en temas de educación, a nadie le gusta que le digan u opinen, pero era incapaz de mantenerme impasible. Entonces, me acerqué a ella y le pregunté:

—¿Necesitas ayuda con el bebé?

—Ya ha comido y le he cambiado el pañal. Es capricho y así se hará fuerte —me contestó sin quitar los ojos de la pantalla.

Un sudor frío recorrió mi espalda. Volví a mirar al pequeño y el aspecto de su llanto, desesperado, era desgarrador. No sabía qué hacer sin que ella se molestara, para rogarle que atendiera a su hijo. Observaba a las decenas de personas de la cola contemplando la escena mientras el bebé seguía llorando.

—Mi hijo lloraba así cuando tuvo un otitis —se me ocurrió decirle—. ¿Sabes si tiene fiebre?

Por fin conseguí captar su atención. Me miró, tocó la frente del niño y, como acto reflejo, el bebé se agarró de la mano de la madre y comenzó a calmarse. No quería soltarla.

—Está claro que necesitaba tu cercanía ahora mismo —le dije—, sea lo que sea lo que le sucede, tenerte cerca le da paz. Tengo varios hijos —proseguí— y dejarles llorar nunca es la solución y menos cuando son tan pequeños.

De mala gana cogió al bebé en brazos, y Este dejó de llorar a los pocos segundos. al volver a la cola, una señora que estaba detrás me dijo:

—A mí me enseñaron que es bueno dejar llorar a los niños, pero sé que me he equivocado, he sido demasiado fría con ellos y ahora me arrepiento. Yo sufría mucho cuando mi madre me decía que dejara de cogerles tanto. Algo se me rompía adentro pero ella tenía una gran influencia y me insistía en que era bueno para mis hijos y para su fortaleza futura. Mis hijos son muy desapegados y muchas veces me cuesta conectar con ellos. Desde que eran pequeños los toqué y achuché poco.

La escena que acababa de suceder en la puerta de embarque había removido sus cimientos y una lágrima asomó. Con suma delicadeza yo le expliqué a esta mujer cómo funcionaba el cerebro de los pequeños y el cortisol, y le comenté alguna idea para acercarse a sus hijos, ahora en la edad adulta. Al terminar, ya sonriendo, me confesó con esperanza:

—¡Voy a ser abuela en unos meses y quiero usar todo lo nuevo que he ido leyendo, para que mis nietos se sientan queridos y atendidos!

Una madre que no reacciona ante el llanto de un niño proviene probablemente de un hogar en el que recibió una educación fría, en el que ella misma no fue atendida. Tal vez ha recibido la presión del entorno que transmite que un exceso de cuidado y atención es negativo para el bebé. Si un pequeño solicita ayuda y no es atendido, su mente crecerá, de alguna manera, sabiendo que cuando se sienta mal no merecerá la atención y el cariño de sus cuidadores. Esto puede desencadenar la indefensión aprendida, por la que el bebé se da cuenta de que sus padres no acudirán a atenderle por mucho que los llame, así que deja de hacerlo.

Fríamente uno puede pensar que así el bebé no molesta y que no recordará esos llantos, pero este patrón a la larga irá calando y probablemente desarrollará un apego inseguro. No olvidemos que el cerebro está creciendo de modo exponencial durante estos años y luego actuará con base en lo que allí tenga.

La capacidad de respuesta del cuidador es vital para la supervivencia del bebé, su desarrollo físico y psicológico y, por si fuera poco, para la continuidad de la especie.

Una madre que no reacciona ante el llanto de un niño proviene probablemente de un hogar en el que recibió una educación fría.

Proteger demasiado a un niño le hace consentido?

Se cree, erróneamente, que mostrar demasiado amor a los niños puede convertirles en adolescentes tiranos. Estas ideas surgen de conceptos antiguos, de familias tipo patriarcado, y en las la comunicación padre-hijo era muy pobre. Había conceptos equivocados: respeto y miedo; obediencia y miedo. Por fin, estamos avanzando a familias menos autoritarias, pero de cierta manera persiste esa creencia en muchas personas. El cachete, el castigo, el grito, la humillación… tienen un impacto fuerte en el cerebro de un niño.

Desde el punto de vista educativo, sobreproteger frena el desarrollo de los pequeños. El hecho, por ejemplo, de realizar por ellos sus tareas evita que se conviertan en niños responsables. El cerebro tiene actividad en dos lugares a la hora de enfrentarse a un reto o desafío. Cuando surge el miedo, la amígdala se activa y la corteza prefrontal —la que ayuda a encontrar soluciones o desbloquear ese temor— le dan la solución, esa corteza prefrontal no responde correctamente y lo que impera es la amígdala activada. Es decir, un niño sobreprotegido siente miedo y puede desarrollar una profunda inseguridad. Ese chico que no sabe tomar decisiones o resolver dudas tendrá, cuando sea adulto, problemas de autoestima. Un niño sobreprotegido tendrá dificultad a la hora de gestionar la frustración en el futuro. Quien no gestiona la frustración tiene enormes problemas para manejar su mundo emocional y carece de herramientas para solucionar lo que lo perturba e inquieta.

Si eres padre o profesor, pensarás: ¡Qué difícil es el límite entre cuidar, sobreproteger o mimar! ¡Hay tantos momentos en que no se sabe cómo actuar! La clave está en demostrar y expresar. Eso no significa negar los límites. Estos deben existir pero no pueden ser gritos, maltrato físico o psicológico. ¿Cuál es la clave? Tratar con mimo, con delicadeza y cuidado.

Llegados a este punto, creo necesario hacer un pequeño matiz, distinguir necesidades de caprichos. Me sirvo de Rafael Guerrero para explicártelo:

  • Las necesidades son esenciales para la supervivencia y para tener una salud física y psicológica sana.
  • Los caprichos son ese plus que nos genera bienestar, placer y gratificación, pero no son necesarios para la supervivencia.

Y entonces, ¿qué recomiendo?

  • Abrazar, querer y decir te quiero.
  • A los bebés, cuidarles sin creer en la manipulación (la zona encargada de la manipulación no está activa cuando son bebés).
  • Escuchar y comprender a los hijos.
  • Prestarles atención.
  • Ayudarles a encontrar la solución, pero no darles la solución.
  • Ayudarles cuando no saben, pero cuando empiezan a tener habilidades, dejarles que experimenten.
  • No compensar con regalos o temas materiales un estado de tristeza. Es decir, no acostumbrarles a que las emociones negativas se arreglan con algo material. Aceptar y escuchar sus sentimientos y frustraciones, contenerlos (¡no siempre es fácil!) y reducirlos.
  • ¡Cuidado con emplear el castigo como método educativo para todo! Infunde miedo y el pequeño aprende a obedecer desde el temor y no desde la reflexión.
  • Emplear la empatía, es decir, ponernos en su lugar, comprender sus sentimientos, abrazarlos, desbloquearlos y aceptar sus momentos negativos.
  • Las circunstancias negativas, si están bien conducidas, son grandes oportunidades para crecer y madurar. No significa exponer a los niños a dramas innecesarios, pero si llegan o surgen (incluso como conversación) puede ser un trampolín para avanzar en el mundo emocional.

Lo importante, en cualquier caso, es descubrir las necesidades de los pequeños para que de mayores ganen en autonomía. RM

*Este artículo es tomado del libro “Encuentra tu persona vitamina” de la editorial Espasa, escrito por Marian Rojas Estapé. Los invitamos a adquirir la versión digital o impresa de esta publicación en cualquier Librería Nacional o en el siguiente enlace https://librerianacional.com/producto/encuentra-tu-persona-vitamina

Marian Rojas

Psiquiatra licenciada en Medicina y Cirugía por la Universidad de Navarra. Trabaja en el Instituto Español de Investigaciones Psiquiátricas, en Madrid, y su labor profesional se centra, principalmente, en el tratamiento de personas con ansiedad, depresión, trastornos de personalidad, trastornos de conducta y en terapias familiares. Es profesora invitada de la escuela de negocios IPADE en México y ha participado en varios proyectos de cooperación y voluntariado fuera de España. Creadora del proyecto ilussio sobre emociones, motivación y felicidad en el mundo empresarial, es, además, asidua conferenciante nacional e internacional y colaboradora habitual en medios de comunicación como en el programa Fin de Semana, de Cope, con Cristina López Schlichting y en otros de la cadena SER.

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