Introducción al libro “¿Por qué educamos?” (LID, 2017). Plantea jugosas reflexiones sobre el propósito educativo desde una perspectiva integral (familia, escuela, universidad, comunidades, etc.) a través de entrevistas a una veintena de expertos en la materia. También ofrece un “índice de soluciones”.
Imaginar el mundo y educar para ello
Érase una vez, en un bello y diminuto planeta, habitaban unos seres tan maravillosos que le prestaban enorme atención y esfuerzo al proceso de acompañar a un semejante en su proceso de crecer, aprender, extraer sus virtudes y alcanzar la mejor versión de sí mismo. ¿No es fascinante? Hasta tal punto era importante que necesitaron ponerle nombre a este proceso. Y lo llamaron “educar”.
…A veces hace falta observarnos a nosotros mismos de lejos. Cambiar la perspectiva ayuda a hacerse preguntas.
¿Por qué educamos?
Desde el origen de los tiempos hemos trabajado para que los más jóvenes, generación tras generación, se integren en sus comunidades de la mejor forma posible. Desde los grupos más primitivos a los más avanzados, en todos los lugares del mundo y con rutinas de lo más diversas: aprender a cazar, sobrevivir o cuidar el entorno natural; cuidar de los más pequeños o los más mayores; instruirnos para fabricar productos y ofrecer servicios especializados para “ganarse la vida”…
Es un esfuerzo intenso, decidido. De alguna manera somos conscientes de que nuestro bienestar presente y nuestro futuro como especie dependen en buena parte de ello.
Pero como dijo Jean Henri Bouché Peris, “una reflexión sobre los fines de la educación es una reflexión sobre el destino del ser humano”.
“Una reflexión sobre los fines de la educación es una reflexión sobre el destino del ser humano” Jean Henri Bouché Peris
Por eso, en plena efervescencia del debate sobre innovación educativa, donde se habla constantemente en torno a metodologías, espacios de aprendizaje, tecnologías o evaluación, parece más importante que nunca la necesidad de recuperar el propósito y poner el foco en las cuestiones de fondo. ¿Por qué educamos hoy?
Evidentemente educar no es territorio único de la escuela, pero para este artículo fijémonos en la que llamamos “educación formal”, esa que nos ha llevado a crear tantos otros verbos relacionados, como el casi incuestionable “escolarizar”. Supone un enorme despliegue de recursos y energía. Pasamos una o dos décadas de nuestra vida en el sistema formal, entre la escuela obligatoria y la educación superior. Pensemos con mente abierta y sentido crítico: ¿qué aprendemos realmente que sea de valor para nosotros mismos y para la sociedad? ¿En qué se transforma?
Miremos alrededor. En el mundo hay corrupción, injusticia social y desigualdades, discriminación, violencia. Como sociedades enfrentamos graves problemas y cada vez más difíciles de analizar, comprender y resolver.
Parece urgente la necesidad de que como ciudadanos nos pongamos manos a la obra y nos vayamos pasando el testigo, no para alimentarlo sino para resolverlo.
O miremos al futuro, ese que resulta tan incierto y volátil y que provoca tanto debate y confusión educativa, con sus profesiones por inventar, con tecnologías inimaginables hoy. No sabemos cuántos años viviremos ni cómo nos comunicaremos, no sabemos qué nuevos dilemas éticos enfrentará la ciencia. Pero la incertidumbre no puede generar frustración ni relativismo. Hay algo que sí sabemos: el mundo será un lugar mejor si todos aprendemos y practicamos cómo mejorarlo.
Necesitamos personas muy inteligentes, con amplios conocimientos sobre las más diversas disciplinas y capaces de comprender y afrontar retos cada vez más complejos. Esto es incuestionable y de verdad parece que el sistema educativo formal se ha marcado una agenda muy clara para intentar que así sea.
Incluso se abre camino el consenso acerca de la necesidad de complementar todo ello con competencias básicas como las llamadas “competencias del siglo XXI” y felizmente avanzamos hacia su mayor incorporación y evaluación.
Pero también necesitamos saber orientar todo ello hacia soluciones éticas, que no pierdan de vista la construcción de una sociedad mejor. ¿Está clara esta parte de la agenda?
En otras palabras, ¿deberíamos considerar “excelente” a un alumno solo porque saca buenas notas? ¿Estamos “educando” realmente a una persona sobresaliente en matemáticas, biología o literatura pero que acosa a sus compañeros o maltrate a sus padres?
O, por supuesto que es deseable que las personas seamos más capaces de colaborar, tengamos iniciativa o seamos más creativos, pero ¿con qué propósito? No necesitamos personas capaces de colaborar más y mejor para traficar con seres humanos o ser más eficientes en sus tramas corruptas. No queremos ser cada vez más creativos y emprendedores para crear una banda terrorista ni inventar nuevas formas de enriquecerme explotando a personas en mi camino.
Necesitamos que la educación recupere su propósito esencial: acompañar a personas capaces de desenvolverse en el lugar donde viven y adquirir las habilidades que requiere el contexto en el que crecen y del que formarán parte, personas con voluntad y herramientas para contribuir positivamente en su comunidad, y con ello intentar llevar una vida digna y feliz. En definitiva, mejorarse a sí mismas y contribuir a mejorar el mundo en que viven. Sin esa brújula, el proceso educativo habrá fracasado.
Pero a mejorar el mundo no se aprende de manuales ni libros de texto. Para llegar a ser agentes de cambio, tenemos que practicarlo. Y en el interior y alrededor de cada escuela, en cada barrio, en cada familia, hay constantes oportunidades para ello.
Esto no es una utopía, no son “palabras bonitas”. A nuestro alrededor existen soluciones funcionando, capaces de aunar la excelencia académica con el compromiso y la transformación social. Incluso que no conciben la primera sin lo segundo.
Lo vemos en el ámbito de la educación no formal, con múltiples iniciativas de participación infantil y juvenil, de construcción de paz o empoderamiento de comunidades vulnerables. Pero lo vemos también en escuelas y universidades. En comunidades de aprendizaje, escuelas democráticas o cooperativas, en redes de aprendizaje-servicio, en multitud de proyectos integrados en centros educativos de todo tipo.
Falta mucho por hacer, pero hay cada vez más escuelas que promueven el aprendizaje activo y basado en proyectos vinculados con las comunidades en que se integran, equipos docentes que colaboran, que se ocupan de conectar los aprendizajes de forma multidisciplinar y con retos reales y significativos para el alumnado, que saben que su trabajo va más allá de obtener un expediente de buenas calificaciones oficiales a final de curso y se esfuerzan por medir más allá. Docentes que exploran y comparten lo que descubren, que saben que “innovar” no es una etiqueta sino un estado mental, una actitud, de mejorar constantemente la práctica educativa y ponerla al servicio de lo que esos niños y niñas, cada uno de ellos, necesita para aprender y crecer, llegar a ser su mejor versión y desplegarlo durante el resto de su vida.
Imaginemos qué sociedad queremos y eduquemos para ello. Seamos ambiciosos. Estamos ante un reto que exige lo mejor de nosotros mismos como sociedad, requiere una enorme toma de conciencia y responsabilidad, y también soluciones imaginativas y urgentes. Las respuestas tienen que estar a la altura del desafío que enfrentan. RM