Se trata de insertarse en un grupo, en un proyecto compartido, en una acción conjunta, en una labor común, para concebir algo, que no sea un mero asunto particular, y perseguirlo con otros.
Aprender a convivir activa y participativamente, involucrados e interesados, es tarea de toda una vida y significa siempre una determinada forma de existencia. Ello supone una incorporación concreta a una comunidad, al menos en su modalidad más incipiente. Educar conlleva esta tarea y ha de hacerse desde la infancia. Se trata de insertarse en un grupo, en un proyecto compartido, en una acción conjunta, en una labor común, para concebir algo, que no sea un mero asunto particular, y perseguirlo con otros, y buscar así algo que nos desborde, trabajando y luchando por ello. Participar e intervenir asimismo en la concepción de esa labor es decisivo para comprender lo que puede significar la polis, la plaza pública, la ciudad en la que todos y cada uno, todas y cada una, encuentren su lugar y su palabra.
En definitiva, educar es también educarse. Cuando Sócrates fue interrogado por Alcibíades sobre qué habría de hacer para gobernar la ciudad, dio una respuesta que sigue hoy vigente: “Si quieres gobernar la ciudad, primero has de gobernarte. Porque ¿cómo vas a gobernar a los otros si no eres capaz de gobernarte a ti mismo?” No se refiere a una tarea previa, sino a un quehacer prioritario y fundamental, lo que, sin embargo, exige salir del limitado horizonte de asuntos que parecen incumbirnos solo y exclusivamente a nosotros mismos. Por eso, siempre implica no reducirse a un único ámbito, a una única perspectiva, y abrirse más allá de lo que nos atañe individualmente. Educar para ser alguien singular significa precisamente hacerlo para no ser solo alguien individual. Desde los primeros años, se pasa por entender que, efectivamente, uno ha de velar por sí mismo, pero eso no quiere decir ignorar a los demás.
El cuidado de sí, la cultura que conduce a velar por cuanto uno es y hace, sin eludir lo que le corresponde y sin ampararse ni excusarse, es ya una forma de reconocer que la pertenencia a algo es más que el mero estar con los demás. Cada detalle viene a ser así un gesto educativo y ello es decisivo para aprender a ser alguien en un todo compartido. En definitiva, eso supone comprender que no hay comunidad sin que cada quien procure dar activamente lo mejor de sí, esto es, que logre aportar al conjunto la mejor versión de sí mismo. Esto significa quererse, que no es lo mismo que limitarse a hacer ostentación de lo que ya se es, sino proyectarse, abrirse, entregarse. Luchar y exigirse para lograrlo.
Aprender a hacer de este desafío una tarea conjunta es saber que nada nos une más a los demás que buscar y tratar de lograr juntos algo, y no solo para el grupo constituido. La ciudadanía no es un mero estatus, sino un comportamiento que responde a una actitud, y a una verdadera forma de ser y de vivir. Que busca los acuerdos. Aprender a perseguirlos sin cesar y procurar espacios de decisión compartida es profundamente educativo.
De ahí que educarse sea, en todo caso, la experiencia de ser en común y de asumir lo que significa. No de tomar solo mi parte, sino de formar parte y de participar. Aprender a hacerlo es asumir la responsabilidad de que solo se es diferente en comunidad, y de que fuera de ella se es indiferente. Resulta decisivo, por tanto, recordar que enseñar no es renunciar a ir labrando la propia vida para entregarse a una noción abstracta de lo colectivo. Se ha de comprender que solo en lo común se puede ser alguien singular.
Precisamente por ello puede decirse que ninguna condición es más importante que este desarrollo de la singularidad concreta en el compromiso por una tarea común. Eso conlleva la consideración para con los otros, y el reconocimiento y la comprensión de que, efectivamente, también ellos tienen sus propias iniciativas, sueños, deseos y necesidades. Sin este reconocimiento de la diferencia del otro, del otro como alguien diferente, no cabe el hecho de asentar la noción de la ciudad como espacio común. Y ello hasta la solidaridad y la fraternidad, más singularmente con los más vulnerables e indefensos, los más pobres y solos en todos los sentidos, a fin de procurar y garantizar la igualdad de medios y de oportunidades.
Pero asumir la singularidad propia y la de los demás es aprender acerca de la importancia de la diversidad. Y no simplemente como una acumulación de la rareza, ni como una mera curiosidad cultural. No es solo la polis de lo multicultural, sino de la reciprocidad. No hay ciudad política sin esta ciudad social, la de lo intercultural. Aprender a relacionarse con quien es diferente es comprender qué nos une a él o a ella.Desde el respeto a la propia libertad, es cuestión de entender que hay un derecho a la diferencia de creencias, de convicciones, de opciones, de género, pero sin diferencia de derechos.
Aprender a valorar, respetar y defender los derechos propios y ajenos, es tener la capacidad de vincularlos a la universalidad que sabe que ningún ser humano es un medio, sino siempre un fin, y que jamás ha de ser instrumentalizado para nuestros intereses personales, por muy legítimos que los encontremos. Es en este sentido que el aula, el salón de clases, es un buen paradigma de lo que la diversidad aporta y ha de ser inclusivo, como todo el centro escolar. Solo así habrá efectiva equidad e igualdad.
Ello se concreta en el amor y el respeto a la palabra. Sin su cuidado, no hay cuidado de uno mismo. Es la palabra la que hace ciudad.
Esto supone, en cierto modo, aprender de nuevo a hablar, lo que ha de estar vinculado a un determinado decir. Saber que nuestro verdadero decir es nuestra forma de vivir implica reconocer que la ciudad (polis) es asimismo (logos). Desde la infancia, la búsqueda de la palabra ajustada, de la palabra justa, significa aprender que el descuido de la palabra es el descuido y la desconsideración para con uno mismo y para con los demás, el extravío de la ciudad.
Desde el respeto a la propia libertad, es cuestión de entender que hay un derecho a la diferencia de creencias, de convicciones, de opciones, de género, pero sin diferencia de derechos.
Pero el bien decir no se reduce a la mera elocuencia. La capacidad de componer discursos, aunque sean breves, y de argumentar, de no limitarse a expresar aquello de lo que uno está convencido, es el único modo de ser convincente. La necesidad de contrastar, discutir y valorar resultados es un elemento decisivo en una formación integral. Esta capacidad es determinante, ya que se trata de aprender, por un lado, a elegir con buenas razones, no egoístas, y a compartirlas en un espacio de pluralidad. Educarse para decidir y para intercambiar planteamientos es generar espacios de decisión compartida, con miras a un acuerdo. Por eso la polis es no solo logos, también es eros y ethos.
La ética no es un mero comportamiento moral. Es asimismo una actitud y una acción, la de la creación de espacios de justicia y de libertad. De ahí la necesidad de políticas públicas. Un centro educativo ha de ser, en este sentido, una verdadera comunidad, además de inclusiva, abierta socialmente y vinculada con los entornos familiar y social, que le son asimismo constitutivos. Por ello, es decisivo aprender a vivir al tanto de los problemas que configuran o inciden en el entorno geográfico o sentirse partícipe de su posible solución.
Dado que se aprende a participar participando, la participación concreta es un factor vertebral para la configuración de ciudadanas y ciudadanos activos y libres, responsables y capaces. Ello implica saberse protagonista de la propia vida, hallar la relación adecuada entre quienes somos y lo que hacemos, y no restringirse para intervenir, sino asumir las consecuencias de lo que decimos y decidimos. Por eso es clave reconocer que en la escuela, y por medio de la participación, se desarrollan sentimientos de pertenencia, interés por lo común, por lo público, por lo social, lo que resulta determinante para no convertirse en un ser ensimismado o aislado. Y se logran más fecundas relaciones con el conocimiento, con las competencias y con los valores, para incorporarlos realmente no solo al aprendizaje, sino a la propia vida. De ahí la importancia de la configuración de espacios reales para hacerlo. La constitución de consejos de niños y niñas en los pueblos y ciudades es un buen ejemplo de ello. Al comprometerse con la cooperación, la atención a necesidades específicas y el cuidado del medioambiente, la acción de los niños y de los jóvenes no es un mero factor de detección de necesidades y un elemento de su formación, sino que ofrece a su vez visibilidad y abre nuevas posibilidades.
Un centro educativo ha de ser, en este sentido, una verdadera comunidad, además de inclusiva, abierta socialmente y vinculada con los entornos familiar y social…
Aprender a participar y a intervenir no se reduce a la escenificación de los procesos, ni a la celebración de ensayos, ni a contentarse con sucedáneos o simulacros en los que se juega a imitar comportamientos o a simular el estado de adulto. Aprender a elegir, a decidir, a preferir y a hacerlo conjuntamente buscando el bien común es un factor educativo de primer orden. La educación no es un mero ensayo sino un llamado, un impulso para realizar una tarea común y colectiva. No es una simple preparación sino una experiencia real y concreta de modos de dar respuesta. Y así es un aprendizaje real.
La educación garantiza el futuro de la democracia porque, como sucede en todas las sociedades, es también el medio de transmisión de valores entre generaciones. En nuestra sociedad esos valores son los valores democráticos que hacen referencia a la solidaridad, la convivencia democrática y al respeto a las diferencias individuales con el objetivo fundamental de lograr una mayor cohesión social. Y ello ha de experimentarse y vivirse desde la infancia.
Es necesario fomentar un sentido de pertenencia y de implicación, pero no únicamente a la comunidad más inmediata, sino a la humanidad, a quienes no están ya y a su legado, así como a quienes no están todavía, con una sostenibilidad adecuada y responsable, no solo ambiental. Esto significa desarrollar el sentido histórico e introducir el futuro en las decisiones. Enseñar a mirar más lejos. Por eso siempre la responsabilidad y la generosidad son claves para configurar ciudad.
Pero nada suple el papel del profesor, la profesora, del maestro, la maestra. Ha de ser un horizonte, un estímulo. Se precisan seres de referencia inmediata, ciudadanos activos y libres, y se trata de que el centro educativo sea ya ejemplar al respecto, una polis que genera esos valores que proclama.