1 El futuro de un país está en la educación. Esta parece ser una de aquellas frases dadas por ciertas y que no admiten mayor espacio a la controversia. No obstante, en atribuladas realidades como la nuestra (la educación colombiana), la frase, estimo yo, podría ser merecedora de algunas reconstrucciones.
Para el caso del presente artículo la propuesta es la siguiente: El futuro de un país está en la educación… Hay futuro, si hay verdad.
Hace un par de años, caminando por las salas del Museo La Tertulia, en mi natal Cali, experimenté uno de esos días que trituran el alma. ¿El motivo? Mi visita al museo fue para apreciar la impactante exposición de Jesús Abad Colorado, El testigo. En estas imágenes logra el fotógrafo, con implacable maestría, retratar la miseria y el dolor de décadas de conflicto armado en Colombia. Doloroso y confrontador escenario.
Durante el recorrido, revoloteaba por mi mente una sentencia de William Ospina que muchos años atrás leí: nuestra sangre es la sangre de la víctima, pero también la del verdugo, es la sangre del invadido, pero también la del invasor. Parafraseando el poema de Baudelaire: somos la herida y somos el cuchillo (Ospina, 2005). Justo en aquel momento comprendí que la memoria de la guerra en Colombia no debe ser, como habitualmente ha ocurrido, un relato impositivo de una única visión del fenómeno.
Más aún, aquel recorrido, entre lágrimas tímidamente asomadas, me permitió entender que el testimonio visual de aquella desgarradora narrativa engendraba una sugestiva invitación: es imperativo conocer toda la verdad —desde la mirada de todos los intervinientes— de lo sucedido en nuestro país tras tantos y tantos años de conflicto. Pero, no se trata de un conocer meramente desde los deseos por saber sobre un campo; este conocer implica una develación de nuestro ser como nación; una mirada introspectiva de reconocimiento colectivo y, a su vez, una mirada prospectiva hacia un futuro, aunque aún incierto, más esperanzador, más vinculante, más de todos.
En este marco, cobra trascendente importancia el recientemente publicado informe final de la Comisión de la Verdad (CV), magistralmente titulado Hay futuro, si hay verdad. Este informe fruto del trabajo de cuatro años recoge el testimonio de cerca de 30.000 personas involucradas en el conflicto colombiano, privilegiando, como acto primario de justicia, la voz de aquellos y aquellas casi nunca escuchados: las víctimas.
Hay futuro, si hay verdad
El informe final de la Comisión de la Verdad es extenso, diverso y profundo, como la propia patria colombiana. Cada uno de sus volúmenes, más allá de su extensión, merece una especial atención. Colombia adentro, ofrece una colección de relatos del conflicto contados desde la particularidad de los territorios; Hasta la guerra tiene límites, tomo destinado al abordaje de las violaciones de derechos humanos, infracciones al derecho internacional humanitario y responsabilidades colectivas en el conflicto; Vidas en re-existencia, espacio que recogió las voces de las personas LGBTIQ+; Impactos, afrontamientos y resistencias, bloque que retoma las experiencias de las víctimas y los sobrevivientes; Pueblos étnicos, bello apartado donde las comunidades indígenas y afrodescendientes narran sus historias de resistencia; Exilio, la voz de los que “tuvieron que marcharse a vivir una cultura diferente”; No fue un mal menor, los relatos de quienes vivieron la guerra desde su niñez; Sonido y memoria, que ofrece una narrativa sonora y testimonial del conflicto; A viva voz, abordaje a la significación de las palabras y su uso cotidiano en el conflicto; Diálogo social, invitación para la interacción dialógica entre iguales y diferentes; Activaciones artísticas y culturales, compilación de piezas artísticas y culturales que se convierten en símbolo del conflicto.
La memoria de la guerra en Colombia no debe ser, como habitualmente ha ocurrido, un relato impositivo de una única visión del fenómeno.
Además, en una mirada entretelones al trabajo realizado, el informe ofrece algunos capítulos interesantes: Cómo lo hicimos y Con quién lo hicimos, son dos volúmenes enteramente destinados a revelar la forma en que la Comisión de la Verdad desarrolló su trabajo, los instrumentos utilizados para ello y conceder crédito a todos los aliados —personas naturales y organizaciones— que hicieron posible la monumental empresa.
Sumado a lo anterior, con un agudo cariz anticipatorio, el Informe vislumbra escenarios venideros y brinda pautas sobre el camino a emprender. En un volumen denominado Convocatoria a la paz grande, la CV entrega una declaración que invita a la esperanza y a confiar en un futuro mejor, futuro cimentado siempre en la verdad. En adición, en el volumen Pedagogía, se ofrecen orientaciones para la divulgación abierta y masiva del informe; además, dada la finitud de la Comisión, el informe anticipa posibilidades para dar continuidad al trabajo realizado en un capítulo llamado Lo que sigue. Por último, en un tomo titulado Prensa, el informe ofrece contenidos propicios para periodistas y demás actores interesados en el estudio y la profundización del informe.
Párrafo aparte merece el capítulo Hallazgos y recomendaciones, que ofrece una “síntesis de los puntos centrales del conflicto armado que fueron investigados en profundidad por la Comisión, entre ellos, la violencia política, las violaciones de derechos humanos e infracciones al derecho internacional humanitario, la actuación de las insurgencias, los entramados del paramilitarismo, el narcotráfico como protagonista del conflicto armado, y la impunidad como factor de persistencia. A partir de estos hallazgos se proponen recomendaciones para la no repetición del conflicto armado”. Este volumen resulta ser la perfecta ruta de entrada para el informe, dada la sutil y descarnada visión que ofrece de lo acontecido durante el conflicto, así como unas interesantes propuestas para su no repetición; es decir, la huella de aprendizaje.
Precisamente en esta huella de aprendizaje toma lugar como actor principal la Escuela (cabe precisar que para este escrito se entenderá como Escuela a toda la institución escolar, en sus diferentes niveles). Una de las apuestas para embarcar al país en este tortuoso ejercicio de conocimiento de la verdad era conocer a profundidad todo lo ocurrido —hasta el momento no develado— en el marco del conflicto armado con la intención de aprender la lección como sociedad. Y si de lecciones hablamos, la Escuela no puede ser esquiva al llamado.
Escuela e Informe tienen pues caminos entrelazados. El Informe nos vincula, nos amalgama dolorosamente, nos une y nos recubre de identidad patria. No es un dedo señalante, como algunos pretenden hacerlo ver; es, como dicen sus autores, un punto de partida, un lugar desde donde podemos encontrarnos y reconocernos como hijos de esta tierra. Para desarrollar con algo más de detalle el rol que propongo para la Escuela en relación con el Informe final de la CV invito al estimado lector a que me acompañe a través de las siguientes reflexiones. Es de anotar que, para el caso del presente ejercicio, dada su cercanía con todas las manifestaciones aberrantes de la guerra, me enfocaré esencialmente en el papel que debe jugar la Escuela de la ruralidad.
La escuela de la verdad
La Escuela fue concebida desde sus albores como un centro para cultivar la verdad. Hoy, ese mandato es perentorio; corresponde a la institución escolar (maestros a la cabeza) liderar ese gran diálogo nacional en pro de la verdad que se desprende del referido informe. Cada estudiante, desde sus primeros años de educación, debe ser guiado e invitado afectuosamente a conocer las realidades históricas de su país. Este conocimiento determinará su ser, su esencia e, indefectiblemente, su proceder.
Verdad y Escuela tienen senderos indivisibles. En escenarios ideales, la segunda funge como templo para la búsqueda de la primera. Los primeros claustros escolares europeos cimentaron su misión en la búsqueda de la verdad, desde todos los campos de acción humana. Esta búsqueda albergaba la esperanza de la comprensión y transformación del entorno, así como la pretensión de dotar de sentido la obra humana (Hernández, 2010). En tiempos actuales no encuentro motivos para pensar que la expectativa sea otra.
Después de la firma de los acuerdos de paz entre el Estado colombiano y la guerrilla de las FARC-EP, se empezó a acuñar el término de Escuela del posconflicto para hacer referencia al espacio escolar como un lugar para el encuentro y el reconocimiento, para vivir en paz, para vivir sabroso, como diría Francia Márquez. La Escuela del posconflicto, si se me permite la simplificación, recibió la encomienda social de tejer en las comunidades una cultura de paz sostenible. Sin que este mandato se haya agotado, pero sí asimilando el nivel de maduración del posconflicto, estimo conveniente empezar a hablar de una Escuela de la verdad.
La Escuela está llamada a ser ese puente entre el estudiante y el conocimiento. Para el caso hablamos del conocimiento de la atroz y violenta realidad de nuestra patria. Es menester de los educadores habilitar en los niños y jóvenes ese sentido de apropiación de las realidades vividas por ellos y sus familias, ya sea de forma directa o indirecta. Aún es más, desde la Escuela se deben propiciar escenarios que permitan que la verdad, penosamente develada, trascienda el claustro educativo y genere un impacto hacia el exterior. Como ya indiqué, estas pretensiones deben tener un mayor acento en las instituciones educativas del sector rural.
Se empezó a acuñar el término de Escuela del posconflicto para hacer referencia al espacio escolar como un lugar para el encuentro y el reconocimiento, para vivir en paz
Escuela rural y futuro
Es innegable que el campo colombiano ha sido el más afectado durante las décadas de conflicto armado. Sus habitantes han sufrido atrocidades de toda índole: asesinatos, secuestros, violaciones, despojos de tierras, desplazamientos, reclutamiento de menores, accidentes con minas antipersonales, entre muchas otras. Estas poblaciones, sin duda, han pagado el precio más alto por la guerra.
La Escuela rural misma fue blanco en muchas ocasiones de esta barbarie. Según revela el mismo Informe final de la Comisión de la verdad, entre 1986 y 2021, hubo 881 casos en los que se generó afectación directa a las comunidades escolares. En muchas zonas rurales del país, los actores armados utilizaron las instalaciones escolares como espacios de tránsito, de campamento, de reclutamiento, de trincheras e incluso para perpetrar masacres. Espanto causan relatos como el de una escuela en Jambaló, Cauca, donde la comunidad tuvo que construir un búnker para refugiar estudiantes y profesores durante las confrontaciones, o el aberrante caso documentado en Balsillas, Caquetá, donde durante un bazar escolar para recoger fondos fueron acribilladas seis personas; aquella escuelita hoy se encuentra en el abandono, los estudiantes jamás volvieron. Ni qué hablar del horror vivido en Charalá, Santander, donde una escuela se convirtió en centro de reclutamiento y preparación de los menores para la guerra, mientras las estudiantes eran obligadas a participar en reinados donde los comandantes de los grupos armados, organizadores y jurados de aquellos certámenes seleccionaban a sus futuras parejas: “una generación perdida”.
En muchas zonas rurales del país, los actores armados utilizaron las instalaciones escolares como espacios de tránsito, de campamento, de reclutamiento, de trincheras e incluso para perpetrar masacres
Estas realidades deben ser reconocidas en la Escuela. Desde estos centros de pensamiento las comunidades deben tener la posibilidad de reescribir sus propias historias vitales —individuales y colectivas—; pero ello solo será posible teniendo sustento firme en todo lo ya vivido. En este orden de ideas, el rol de la institución escolar rural es doblemente importante, pues es en aquellos territorios donde se han tejido las más cruentas y dolorosas realidades y, por tanto, es allí donde han quedado las mayores cicatrices. Piedad Bonnet dice que las cicatrices son las costuras de la memoria, un remate imperfecto que nos sana dañándonos (Bonnett, 2011), y la Escuela debe estar en la disposición de facilitar estos reparadores procesos de cicatrización.
La Escuela rural, la escuela de esa Colombia profunda y diversa, tiene entre sus manos la enorme responsabilidad de construir tejido —tejido cicatrizante si se quiere— en torno a este revelador relato. Los niños y jóvenes de los territorios merecen la oportunidad de escuchar sus propias voces a través de las voces de otros; les ha llegado el momento de confrontar sus propios sentires y desazones; están ávidos por conocer y darse a conocer; reclaman la posibilidad de participar en ese tejido nacional. Ellos, quienes con sus acciones diagramarán el porvenir de esta nación, deben apropiarse de todo lo aquí sucedido para poder dotar de significado todo aquello que están por construir.
Dicho en otras palabras (doy crédito de esta reflexión a mi estudiante María Victoria) la Escuela rural está llamada a incidir en la construcción de la memoria, identidad e historia de los territorios. Según el psicólogo español Alberto Rosa, la primera es lo que permite plantearse los orígenes; la segunda, qué se es; y la tercera, reflexionar sobre el futuro colectivo (Rosa, 2000). Ese futuro colectivo es y debe ser la ineludible apuesta de la institución escolar en los territorios.
Apuntes finales
La historia reciente de nuestro país ha estado marcada por la sangre y el dolor. Esta realidad ineludible debe abrir paso a la esperanza y la ilusión. No obstante, esto solo será posible a partir del reconocimiento de lo sucedido; aquello, aunque doloroso, también forma parte de lo que somos. Es allí donde la Escuela, y primordialmente la de los territorios más marcados por la sangre y la barbarie, la Escuela rural, tiene la tarea de construir tejido e identidad en sus comunidades; tiene la misión de desentrañar lo más ruin de lo pasado con miras a cimentar un futuro plagado de realidades diferentes.
Aquellas generaciones que lo perdieron todo tienen la oportunidad de legar a sus nuevos descendientes un mañana más halagador; la Escuela debe ser la abanderada de este transformador relevo. La Escuela debe proponer alternativas para hacer de las comunidades educativas espacios donde pueda instalarse una cultura para el perdón, la reconciliación y el respeto por los derechos. (Osorio, 2016).
La Escuela rural, tiene la tarea de construir tejido e identidad en sus comunidades; tiene la misión de desentrañar lo más ruin de lo pasado con miras a cimentar un futuro plagado de realidades diferentes
Más allá de las voces que pretenden tergiversar o desconocer lo contenido en el Informe final de la Comisión de la Verdad, el verdadero enemigo es otro: la apatía. Según Jane Goodall la apatía es el mayor peligro que nos depara el futuro. Para combatir —admitido este y todos los vocablos bélicos del cierre— esta apatía, la Escuela debe asumir con entereza su mandato. Estamos llamados todos quienes participamos del acto educativo —colegas maestros un paso al frente— a procurar un mejor futuro para nuestros connacionales; pero para que ello sea posible debemos hacer uso de todo nuestro arsenal; debemos invitar, seducir, convocar; debemos desterrar el desinterés y abrir paso desde nuestras aulas a la construcción de un nuevo modelo de nación para todos. De este calibre es la misión de la Escuela de la Verdad.
¿Y qué piensas tú?, ¿Hay futuro? Yo creo que sí: hay futuro, si hay verdad. RM
Referencias
1 En el presente documento se retoman algunos apartados, conceptos y datos publicados por la Comisión de la Verdad en su informe final titulado Hay futuro, si hay verdad. Para ser más preciso, la lectura del informe es la génesis de esta reflexión.