Una primera característica del futuro docente será su preocupación por prepararse o alfabetizarse en los nuevos saberes, lenguajes y tecnologías emergentes. Este rasgo, que parece consustancial a cualquier profesional, se torna más imperativo para los educadores si es que anhelan mantenerse vigentes, creíbles, contemporáneos de sus alumnos. Estar permanentemente capacitándose, estudiando, va a convertirse en la condición suprema de sobrevivencia, en el aspecto diferenciador que hará distinguirse a unos de otros en la demanda laboral; lo que marcará en gran medida el prestigio social de la profesión.
Aquí cabe decir, de una vez, que en las próximas décadas la necesidad de aprender será rubricada por el rápido avance de nuevos conocimientos y la avasalladora presencia con que la interculturalidad permeará las aulas o los espacios de aprender. No bastaráconformarseconelsaberdeunadisciplinani parapetarse tras la disculpa de que son modas pasajeras. Aunque suene tajante, el educador que no vuelva a las aulas o no esté renovando sus conocimientos, muy fácilmente perderá credibilidad y, muy seguramente, con dificultad hallará un nicho laboral estable.
Otro rasgo, asociado con el anterior, tendrá que ver con que los maestros y maestras se vuelvan investigadores de su práctica, que conviertan su aula en un laboratorio en el que problematicen y se pregunten sobre su quehacer docente. La idea de solo impartir o dictar clase cederá ante el docente investigador que verá en cada dificultad, en cada fracaso de enseñanza o en cada problema de su institución, una oportunidad para reflexionar sobre lo que hace, para replantear una estrategia didáctica o para poner en tela de juicio una propuesta curricular. En los próximos años será más importante asumir con valor y entusiasmo ciertas incertidumbres pedagógicas y no conformarse con gastadas certezas que ya parecen ineficaces. Para ello, los nuevos maestros deberán acostumbrarse a tener evidencias, registros de lo que hacen; le seguirán la pista a un problema por varios semestres; hablarán recurrentemente con sus colegas de estas inquietudes y, aunque les cueste, le darán cuerpo escrito a esos proyectos, vinculando a los propios alumnos en dichas pesquisas.
Entreveo en este rasgo del futuro maestro un cambio en la organización y gestión de las instituciones porque, entre otras cosas, han sido diseñadas esencialmente para impartir un saber declarativo. Tendrá que pensarse en otras formas de organización, otras maneras de gestar la academia y nuevos roles a los acostumbrados de ponerse al frente de un salón a transmitir un conocimiento. Recordemos que si el docente no investiga su práctica, si no pone entre paréntesis lo que hacen él o sus alumnos, siempre estará desenfocado de los fines supremos de la formación, muy lejano de atender a las necesidades y urgencias de los actores educativos y por fuera del contexto en el que se inscribe su labor.
Una tercera característica, que veo hoy un tanto descuidada, será la de revitalizar los conocimientos y aportes de la psicología educativa, en especial lo relacionado con los procesos y estilos de aprendizaje, con las dinámicas de la atención y la motivación, y con las estrategias para propiciar los procesos metacognitivos. Estos saberes de la psicología que fueron en otras décadas elementos claves dentro de la formación de los licenciados y magísteres en educación, ahora parecen poco importantes pero serán indispensables en las generaciones venideras. Cada día será más definitivo conocer en profundidad cómo se aprende, cómo se relacionan la motivación y el aprendizaje y cuál es el vínculo entre la atención y el logro académico.
La psicología en estos y otros aspectos tiene una voz autorizada –con investigaciones y estudios consolidados– que es necesario recuperar para la enseñanza.
Pienso, además, en un campo de la psicología cognitiva como es el de los procesos de pensamiento; cuánto ayudará a los futuros docentes el ver las entrañas cognitivas de la deducción y la inferencia, del relacionar o hacer síntesis; y cuánto contribuirán esos conocimientos para enseñar a argumentar y el necesario e impostergable desarrollo del pensamiento crítico. Lo que quiero decir, en últimas, es que los futuros docentes tendrán que vivificar el rico capital de la psicología de la enseñanza.
Relacionado con el anterior rasgo, considero que los educadores de las próximas décadas deberán ser unos expertos en cómo organizar, regular y dinamizar grupos de personas. Aquí la llamada psicosociología de grupos y las dinámicas de los mismos serán herramientas de primera mano para lograr comprender y manejar grupos de estudiantes, que serán en el futuro más difíciles de controlar por su alta heterogeneidad y el desconocimiento generalizado a la autoridad. Digo esto porque no será suficiente el dominio de una asignatura; será vital el saber interactuar con los alumnos, el aprender a regularlos y el tener habilidades de control para no terminar diluyendo una propuesta o un proyecto de aula. Temas como la autorregulación, el trabajo en equipo y el liderazgo serán asuntos de primer orden en la agenda del educador del futuro si no quiere sucumbir a la barahúnda, la improvisación o el laissez faire, tan común en los ambientes escolares de nuestro tiempo.
No sobra recordar que tanto la psicología como la comunicación tienen una buena reserva de técnicas, estrategias y dinámicas en las que el desarrollo de habilidades sociales y la administración del trabajo mancomunado son conocimientos valiosos para desentrañar a los grupos en su constitución, movilidad y acompañamiento. Dicho de otra manera, si los maestros y maestras no tienen a la mano recursos del manejo de grupos, si no saben cómo organizarlos y motivarlos para alcanzar un fin, lo más seguro será que su autoridad se diluya o terminen apabullados por la fuerza irracional de las masas.
Un quinto atributo de este perfil del educador de las próximas décadas, y sobre el cual hay un reclamo y alerta en nuestra época, será el de vincular otras mediaciones tecnológicas a su enseñanza. Pero no se tratará únicamente del uso de las TIC, sino de ponerse en el rol de diseñador y productor de materiales educativos. Aquí es conveniente decir que estas nuevas mediaciones (como el blog, la webquest o las redes sociales) ponen el acento en otros roles del maestro hasta ahora poco capitalizados: por ejemplo, el de ser tutor, mentor o acompañante del estudiante, pero no desde los tiempos de la enseñanza sino desde los ritmos particulares del aprendiz.
De igual modo, las nuevas tecnologías harán que los maestros se preocupen por diseñar o crear formas y dispositivos para el trabajo independiente, su seguimiento y evaluación. Y aunque seguirán vigentes formas de enseñanza centradas en el profesor, tendrán que ser enriquecidas por otras en las que el aprendizaje colaborativo, cooperativo y autónomo ocuparán la primera fila. En consecuencia, habrá que disponer de variadas mediaciones (unas presenciales y otras virtuales) para diversificar el enseñar y ponerse a tono con los nuevos escenarios y maneras de aprendizaje. Por supuesto, el atender a estos otros alfabetismos tecnológicos formará parte de la agenda de los maestros del inmediato futuro.
Resulta oportuno ahora mencionar una sexta particularidad de los educadores de las próximas décadas. Me refiero al interés y puesta en acción de las diferentes dimensiones del desarrollo humano. Hablo de no concentrarse únicamente en el aspecto cognitivo o intelectual sino también atender a la dimensión afectiva, la dimensión expresiva, la dimensión trascendente o la dimensión moral. Los educadores –y las instituciones educativas en su conjunto– necesitarán tomarse más en serio el desarrollo integral de sus alumnos. No será un asunto de solo consagrarse a impartir bien una asignatura sino entender que las nuevas generaciones, como se ven las cosas, crecerán mutiladas de ciertas dimensiones de su personalidad.
Sabemos que a la sociedad de consumo solo le interesa privilegiar una faceta de lo humano: aquella relacionada con el tener y quizá con el aparentar. Pero hay otras facetas del hombre vinculadas con el ser y con el relacionarse. Será importante, por lo mismo, que los maestros y maestras estén alertas para subsanar el sobrepeso de una sola dimensión o enriquecer esos aspectos que quedaron raquíticos en su desarrollo. Las artes y las artesanías, las expresiones de solidaridad y de compasión, los de- portes, las prácticas del sentir y el convivir, todo ello será definitivo para que los alumnos logren armonizar el desarrollo de todas sus potencialidades. Avizoro por ello un cambio en los currículos –exclusivamente centrados en asignaturas– para que el eje o transversalidad sean las dimensiones del ser humano. Esto llevará a que los proyectos de aula cobren un brío renovado y los diferentes espacios de formación no anden sueltos sino enfocados a un mismo propósito.
Las propuestas de organizarse por ciclos, niveles o núcleos, o por problemas serán altamente provechosas y traerán consigo que los maestros se vean obligados a conversar con sus colegas, trabajar en común sobre un propósito, juntar esfuerzos y saberes diluyendo las fronteras celosamente protegidas por muchos años.
Enunciemos en este momento una séptima característica: las generaciones venideras de maestros tendrán que asumir con más compromiso y asiduidad la producción escrita. No podrán seguir siendo replicantes de voces ajenas; por el contrario, tendrán que lanzarse a pronunciar su voz, su propio pensamiento. En algunos casos será mostrando lo que enseñan y, en otros, produciendo sus propios materiales ya sean escritos o con alguna mediación audiovisual. Considero que esta será otra aduana a la cual tendrán que someterse –como ya sucede en varias universidades– el nuevo grupo de educadores. Por eso, el acostumbrarse a presentar ponencias en eventos, el publicar avances o informes de investigación, o el organizar reflexivamente su experiencia en un libro, serán tareas habituales o constitutivas de la profesión docente.
En todo caso, lo que cambiará será el perfil del educador escondido tras las cuatro paredes de su clase, repitiendo un saber foráneo y sin someterlo a una crítica permanente. De allí la relevancia de la escritura. Porque esta tecnología de la mente es una aliada fundamental en la tarea de distanciar la propia práctica para comprenderla y lograrla cualificar.
Relacionado con el aspecto anterior estará el punto de que a los educadores de las próximas décadas les tocará aprender o fortalecer las habilidades para trabajar en equipo. El maestro no podrá seguir considerándose una isla. Entonces, el aprendizaje o la cualificación de las habilidades sociales será la base para relacionarse con otros colegas de su institución o de otras instituciones y así participar en redes, grupos, equipos de investigación de cobertura regional, nacional o internacional. Esto que parece difícil, en los tiempos próximos será altamente facilitado por las nuevas tecnologías de la comunicación, las redes sociales y el rol vinculante de la Web. Pensarse trabajando en equipo, estableciendo diálogos, elaborando proyectos en común, formará parte de los nuevos escenarios laborales del maestro.
Por supuesto, tales habilidades traerán otras: el poder aceptar que los disensos son parte necesaria de la construcción mancomunada del saber, el aceptar el error sin que por ello emerja el mutismo, el resentimiento o la apatía. De alguna manera, los educadores del futuro aprenderán a saberse coequiperos, colegas, compañeros de ruta en la aventura de la formación de las nuevas generaciones. Quizá esta característica rompa de una vez la mirada de ser un gremio solo para la reivindicación salarial o la protesta.
Una cualidad adicional, que entre otras cosas es de herencia lasallista, será la de que los educadores seguirán siendo –con más fuerza y persistencia– promotores de esperanza. De cara a un mundo que contagiará la idea de que “todo está perdido” o de una sociedad envuelta en el torbellino de “ya nada se puede hacer”, el maestro tendrá la responsabilidad o la lucidez necesaria para decir a las nuevas generaciones de estudiantes que sí es posible un mejor futuro, que sí vale la pena la vida con sus tensiones y dificultades y que hay utopías por alcanzar y muchos sueños inéditos en cada una de las personas.
Los educadores no podrán ser promulgadores de fatalismos o derrotismos. Todo lo contrario. Su la- bor de fondo, lo que da sentido a su oficio, es su capacidad y su tesón para ser un poco de luz en medio de la oscuridad y percibir un intersticio de posibilidad en donde todos ven fracaso y pérdida. Porque no se podrá ser un maestro –un maestro de verdad– si no se tiene alguna confianza en el que aprende, alguna esperanza en medio de la torpeza y el desgano, algún ideal a pesar de las condiciones adversas.
Esta función, por momentos profética, es la que ha mantenido viva la profesión de ser maestro, y es la que, así se escuchen voces apocalípticas y malintencionadas, seguirá enhiesta en los próximos tiempos. ¡Qué grato será seguir levantando la bandera de la esperanza cuando el grueso de la sociedad haya clausurado los horizontes a las nuevas generaciones!