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La inteligencia social

En todos los países se ha despertado una gran preocupación por restaurar el compromiso social, fomentar la inteligencia comunitaria, la educación cívica, el aprendizaje de la convivencia. Pero primero, es necesario resolver dos preguntas fundamentales: ¿Cómo puede educarse la inteligencia social? ¿Quién debe hacerlo?

Escrito por José Antonio Marina, filósofo y doctor Honoris causa de la Universidad Politécnica de Valencia. El artículo se centra en la importancia de la educación en competencias sociales a la par de competencias académicas. Explica conceptos como la inteligencia comunitaria, la educación cívica y el aprendizaje de la convivencia.

Los seres humanos somos inevitablemente sociales y también inevitablemente conflictivos. Por eso, tenemos que aprender a convivir, lo que implica la puesta en práctica de una pedagogía de la convivencia. La educación tiene así un doble objetivo: desarrollar la inteligencia individual y desarrollar la inteligencia social. No son lo mismo. La inteligencia individual puede ser ferozmente egoísta. David Hume escribió: “Es perfectamente racional que me interese más mi dolor de muelas que el bienestar del universo”. Por eso, no hay que pensar que un fantástico desarrollo de la inteligencia individual nos conducirá inevitablemente a una vida pacífica, justa y solidaria. Es necesario algo más. Para conseguirlo, o al menos para acercarnos a ese objetivo, hay que formar y desarrollar lo que en mis libros llamo “inteligencia compartida”, es decir, aquella que emerge de la relación entre distintos sujetos y que permite emprender proyectos comunes y realizarlos. Puede haber, en efecto, sociedades inteligentes y sociedades poco inteligentes, triunfantes o fracasadas.

En este momento, nuestra cultura se funda en la defensa del individuo, de sus libertades y derechos, en la apelación a su conciencia como último tribunal, a la preocupación por el desarrollo personal. Todo esto es un gran logro social que puede, sin embargo, malograrse si no recuperamos la clara conciencia de que vivimos en sociedad, y de que los lazos sociales son imprescindibles para que cada uno de nosotros esté en buenas condiciones para desarrollar nuestros proyectos personales. De nada vale que tengamos derechos si la sociedad no nos ayuda a realizarlos. Estamos fomentando una libertad desvinculada que fragiliza todas las instituciones sociales: la pareja, la familia, la ciudad. Esta situación hace que en todos los países se haya despertado un gran preocupación por restaurar el compromiso social, fomentar la inteligencia comunitaria, la educación cívica, el aprendizaje de la convivencia. Para conseguirlo, necesitamos responder previamente a dos preguntas fundamentales: ¿Cómo puede educarse la inteligencia social? ¿Quién debe hacerlo?

1. cómo puede educarse

En primer lugar, conviene distinguir dos aspectos que frecuentemente se confunden: el nivel psicológico y el nivel ético de la convivencia. El éxito de la “inteligencia emocional” ha hecho pensar que todos los problemas sociales se arreglan con una adecuada educación de las emociones. Es verdad que hay hábitos afectivos que favorecen la convivencia y que deben ser fomentados desde la infancia; fundamentalmente tres: la compasión, el respeto y la indignación ante la injusticia. Prefiero hablar de “compasión” que de “empatía”. Compasión es la capacidad de comprender el dolor ajeno y de sentirnos afectados por él. Promueve conductas de ayuda. En cambio, la “empatía” es solo la comprensión de los sentimientos ajenos y puede provocar comportamientos de toda clase. Los timadores, los manipuladores, los movilizadores de masas, tienen una gran empatía, pero la usan para sus propósitos. Los niños, espontáneamente, desarrollan la compasión muy pronto, alrededor de los tres años, y conviene fomentarla en la escuela. Además, la compasión es un poderoso antídoto contra la agresividad. Lo primero que se pierde en las conductas agresivas es la compasión hacia los demás. El sentimiento de indignación ante la injusticia también surge espontáneamente en los niños. Muy pronto se rebelan ante lo que consideran una injusticia. “No hay derecho”, es una frase que dicen muy pronto. Por último, el respeto es la actitud debida ante todo lo valioso, en especial, hacia otros seres humanos, pero también ante la naturaleza, los bienes comunes, la escuela, etc. Y debe fomentarse. También es cierto que hay estilos afectivos que dificultan la convivencia, por ejemplo, la agresividad, el narcisismo, y el síndrome del “niño tirano”, que educativamente tenemos que tratar.

¿Por qué esto no es suficiente? Porque los sentimientos facilitan determinados comportamientos, pero no son seguros. Pueden cambiar con facilidad. Por eso, forma parte de la educación social el concepto de “deber”. Ocurre lo mismo con la motivación. Es estupendo hacer las cosas movidos por una poderosa motivación, pero en muchas ocasiones tenemos que actuar aunque no tengamos ganas de hacerlo, aunque no estemos motivados. Simplemente porque es nuestro deber comportarnos así. Este es el nivel ético de la educación social. El deber actúa como estabilizador de la conducta, salvándola de las intermitencias del corazón.

Es importante explicar bien de qué estamos hablando al hablar de ética. La ética no es un conjunto de normas, es un proyecto de la inteligencia humana para apartarnos de la selva, para resolver nuestros conflictos de la mejor manera posible. Las normas vienen después, de la misma manera que las instrucciones para construir un edificio son posteriores a la elaboración del proyecto que se quiere realizar. La ética no es un lujo ni un adorno. Es un salvavidas. Por eso, al hablar de ética debemos hacerlo dramáticamente, poniendo de manifiesto que cuando falla, inevitablemente surge el horror. Me gusta contar a mis alumnos una anécdota relatada por el gran historiador griego Herodoto. Según él, cuando moría el rey de Persia se suprimían durante cinco días todas las leyes. Se podía matar, robar, vengarse, sin que estuviera castigado. Con este brutal procedimiento pretendían que el pueblo se diera cuenta de lo importante que es vivir bajo la ley.
Pero ¿qué ley? ¿Podemos ponernos de acuerdo en unas normas éticas? Creo que sí. El escepticismo o el relativismo ético es una impostura o una disquisición académica. Todas las culturas han tenido que enfrentarse a nueve problemas fundamentales: (1) el valor de la vida humana, (2) la relación entre el individuo y la sociedad, (3) la posesión y distribución de los bienes, (4) la participación en el poder, (5) la resolución de conflictos, (6) la sexualidad, la procreación y la familia, (7) el cuidado de los débiles, (8) el trato con los extranjeros, (9) la relación con los dioses y el más allá.

El modo como cada cultura ha resuelto esos problemas constituye la moral de esa cultura. No todas los resuelven igual de bien.

La ética sería el compendio de las mejores soluciones que la inteligencia humana ha elaborado, y que constituiría, por lo tanto, una moral transcultural de la que sería un esbozo la Declaración de los Derechos Humanos.

Una parte de esa educación ética es lo que llamamos “educación en valores”. Debemos conocer cuáles son los valores que deseamos y necesitamos realizar, y también aprender a razonar sobre ellos. Pero esto no basta, porque se limita a ser un conocimiento abstracto. Una persona puede conocer muy bien los valores, discurrir profundamente sobre ellos, pero ser un malvado. Como dijo Aristóteles hace siglos: “Lo importante no es conocer lo bueno, sino ser bueno”.

Por eso, la “educación en valores” debe prolongarse con la “educación de las virtudes” que disponen para la acción. En el mundo hispano la palabra “virtud”, que en su origen significaba “energía para el bien”, se ha devaluado al relacionarla con un moral pacata y resignada. La recuperación de este concepto –fundamental en la filosofía griega y en la educación de todo el mundo– ha sido emprendida por la psicología norteamericana, que ha descubierto dos cosas. La primera, que hay unas virtudes comunes a todas las culturas: el conocimiento, la templanza, la justicia, la valentía, la búsqueda de la transcendencia, el respeto a los demás. La segunda, que las virtudes –the strenghts, las fortalezas– humanas son hábitos psicológicos dirigidos a la realización de valores, y por lo tanto integran los dos niveles que antes he señalado. Esos hábitos, como ya explicó Aristóteles, constituyen nuestra personalidad. La “educación del carácter”, que en EE.UU. se imparte desde hace muchos años, se encarga de desarrollarlos.

Ahora podemos elaborar el mapa completo de la “educación cívica”: educación emocional, educación en valores, educación de las fortalezas humanas.

La educación cívica ha de cuidarse en la familia y también en la escuela”

2. ¿Quién debe encargarse de la educación cívica?

Todos los agentes educativos de acuerdo con sus tareas propias. La educación cívica ha de cuidarse en la familia y también en la escuela. Ambas instituciones deben convertirse en educadoras éticas. Y deben trabajar de acuerdo. La enseñanza no debe ser solo teórica sino práctica, porque se trata de fomentar la adquisición de hábitos morales. Es muy eficaz, por ejemplo, el ”aprendizaje servicio”, es decir, que los alumnos dentro del programa educativo tengan que realizar algún tipo de actividad de interés social. En la Universidad de Padres que dirijo hemos elaborado unos completos programas para ayudar a padres y docentes a facilitar a los niños y jóvenes la adquisición de hábitos intelectuales, emocionales y éticos.

Pero en los últimos tiempos estamos ensayando una nueva metodología que completa todas las demás. Me gusta repetir un dicho africano: “Para educar a un niño hace falta la tribu entera”, al que añado una segunda parte: “Para educar BIEN a un niño, hace falta una BUENA tribu”. Siguiendo esta idea, consideramos que el municipio puede tener un protagonismo educativo muy fuerte. Permite crear una red de apoyo y ayuda a la escuela, implicando a muchos agentes sociales. En este sentido, la experiencia de Colombia es ejemplar y de ella tenemos que aprender. Bogotá y Medellín han puesto en práctica programas que utilizan la cultura y la educación como articuladoras de la convivencia, de la participación y de la integración urbana. Más de 180 empresas y empresarios han estado vinculados a los colegios públicos de Medellín, para acompañarlos en el proceso de mejoramiento. Estas acciones aumentan el capital social de la ciudad y, por procedimientos no formales, colaboran en la educación cívica de toda la comunidad.

 

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