La disrupción puede ser entendida como el proceso por el cual se invalidan nuestras formas tradicionales de tomar decisiones individuales y colectivas (Stiegler, 2016). En particular vinculada al área tecnológica, los algoritmos, capaces de producir análisis cuatro millones de veces más rápido que el cerebro humano, tienden crecientemente a regular nuestros modus vivendi y a generar cortocircuitos. Uno de los principales debates que asoman en el mundo de hoy radica en si tendremos la determinación, así como la capacidad de convocatoria y hacedora para orientar las disrupciones emanadas fundamentalmente de la automatización y de los algoritmos hacia una nueva configuración de sociedad solidaria y justa que potencie la inteligencia colectiva, la producción, la circulación y el goce de bienes comunes así como las capacidades de las personas de estar al mando de sus vidas (Stiegler, 2016; Santolaria, 2017; World Economic Forum, 2017). De una manera u otra, estamos involucrados en procesos permanentes de reconfiguración de nuestros espacios vitales de vida personal y ciudadana, de formación y de trabajo. Uno de dichos espacios es por excelencia la educación que debe repensarse si efectivamente aspira a darles a las personas las referencias y los instrumentos requeridos para que puedan abordar los desafíos emanados de un mundo en ebullición que nos sorprende diariamente y que no avisa de los cambios. El norte de referencia no es ya solamente una sociedad que cambia a ritmos acelerados –lo que Miguel Barrero (2018) denomina como las modificaciones de progreso que son las habituales entre generaciones –sino un cambio de época (Castells, 2000) que interpela el coraje y la voluntad de los sistemas educativos de revisar la racionalidad y el propósito de la educación, así como recrear sus responsabilidades y roles como uno de los cimientos insustituibles de un nuevo orden civilizatorio. Como señala el propio Barrero (2000), son cambios revolucionarios que, en definitiva, tienen que ver con nuestras maneras de ser, de estar, de pensar y de relacionarnos, y que superan a la propia escuela afectando a toda la comunidad educativa (Magro, 2018). Particularmente, nos encontramos ante un cruce de perspectivas y de opciones de política entre quienes creen que se puede encarar la disrupción introduciendo cambios sobre los marginales “receptivos” o “afines” del sistema educativo, pero manteniendo constante el cerno de su matriz programática y de organización. O bien quienes entendemos la perentoriedad de un enfoque y de una intervención sistémica y profunda que implique repensar la educación y el sistema educativo que le sirve de sostén. No se trataría de fundamentar ni de buscar respuestas parciales con foco en determinados niveles educativos aduciendo que algunos de ellos están en mejores condiciones y exhiben resultados más satisfactorios que otros (que puede ser cierto) sino de asumir que las respuestas deben guardar una perspectiva que sea a la vez sistémica, unitaria, transversal y vinculante al conjunto de formas de administración, de los niveles educativos y de los ambientes de aprendizaje, así como de las ofertas educativas. Asumiendo una perspectiva sistémica, la construcción de una propuesta de cambio educativo profundo requiere ante todo de las convocatorias y de los insumos de un diálogo abierto, productivo y futurista sobre cómo congeniar una mirada comprehensiva sobre contextos cambiantes a escalas global, nacional y local con un intento de darle un renovado sentido al para qué, qué, cómo, dónde y cuándo educar y aprender. Este diálogo no puede solo gestarse hacia al interior de los sistemas educativos ni tampoco puede devenir únicamente en una reflexión nacional insular. Más aún, debe implicar la intersección entre las miradas de la política, de los educadores, de la sociedad civil, del mundo de la producción y de la ciudadanía desde una perspectiva que congenie lo global y lo local. 2. Aportes para una lectura abierta al mundo Nos parece que una manera posible, entre muchas otras, de analizar el cruce entre contextos y sentidos de la educación es preguntarse sobre en qué mundo, sociedad y país posicionamos un cambio educativo profundo y sustentable. Entre otros relevantes, identificamos cuatro elementos de contexto para su análisis: (i) la Agenda Educativa 2030 aprobada por los Estados Miembros de la UNESCO en el 2015 (UNESCO et. al., 2015a); (ii) la emergente cuarta revolución industrial; (iii) mundos, países, comunidades y personas convulsionadas y esperanzadas; y (iv) desafíos que no debemos ni podemos obviar 2.1. Agenda Educativa 2030 La Agenda Educativa 2030 es una formidable ventana de oportunidades para repensar la educación en sus finalidades, objetivos, estrategias, instrumentos e implicancias, así como también contribuir a revisitar el marco de organización y funcionamiento del sistema educativo y de sus componentes principales. Uno de los puntos más fuertes de esta nueva agenda radica en darle un renovado sentido y contenido a las sinergias entre aquellos conceptos que han permeado el debate y la construcción colectiva en educación en las últimas cuatro décadas (Braslavsky, 2005; Savolainen, 2009; UNESCO, 2015b; Amadio, Opertti & Tedesco, 2015). Esencialmente se trata de un intento de re-conceptualización y de integración entre conceptos desde una visión que reposiciona claramente la educación como agente de cambio y que visualiza el Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS)4 “Garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida para todos” como puerta de entrada fundamental para una implementación integral y cohesiva de los ODS en su conjunto. La agenda 2030, que emerge de un proceso de un diálogo intenso y de un acuerdo amplio entre gobiernos, sociedad civil, sector privado y organizaciones internacionales (UNESCO, 2014), refleja un nuevo régimen de gobierno educativo global esencialmente descripto en términos de las ideas-fuerza de aprendizaje para todos y todas, y de educación para el desarrollo sostenible (Tikly, 2017). Esta nueva agenda presenta por lo menos cuatro atributos fundamentales. En primer lugar, persigue la ambición y la aspiración de transformar las vidas de las personas y de las comunidades comprometiendo y jerarquizando a la educación como agente de cambio en diversos órdenes de la vida en sociedad. En segundo lugar, se asienta en una visión holística del desarrollo que, reconociendo su naturaleza multidimensional, visualiza en la educación una base fundamental para efectivizar visiones del desarrollo que congenien sostenibilidad, inclusión, justicia social, equidad y cohesión. En tercer lugar, es humanística en el sentido de identificar y jerarquizar un universalismo de valores, referencias, actitudes y comportamientos que respetando las diversidades, hacen a la dignidad, al respeto y a la convivencia de y entre las personas, los ciudadanos, las comunidades y los pueblos. En cuarto lugar, es progresista ya que confía en el poder de convocatoria, de convicción y de acción de la educación para contribuir a mejorar el bienestar y las oportunidades de vida de las personas y de las comunidades. La nueva agenda promueve, en efecto, una discusión medular sobre qué tipo de educación, sistema educativo, institución educativa, currículo, pedagogía y docente se requiere para qué sociedad, comunidad, ciudadanía y persona (Amadio, Opertti & Tedesco, 2015; Opertti, 2016a; Opertti, 2016b). De cara a esta discusión, uno de sus principales desafíos yace en recrear y fortalecer la relación entre el para qué y el qué de la educación con el cómo, dónde y cuándo educar y aprender (Filgueira et. al., 2014; World Economic Forum, 2017). Los caminos que plantea recorrer para responder a este desafío suponen gestionar unitariamente y enlazar componentes, piezas, instituciones y actores del sistema educativo sustentado en una visión potente sobre que implica y compromete el derecho a la educación y a los aprendizajes. 2.2. La emergente cuarta revolución industrial Esta renovada agenda educativa debiera ser contextualizada, impulsada y sostenida a la luz de cambios a escala planetaria acelerados por los inicios de una cuarta revolución industrial. A grandes rasgos, esta se caracteriza por: Esta revolución conocida como Industria 4.0. ha sido uno de los elementos catalizadores claves detrás de los objetivos de desarrollo sostenible, y en particular del ODS 9 que advoca en favor de la industria, la infraestructura y la innovación (Maddah, 2016). Las implicancias de la cuarta revolución industrial nos afectan en todo sentido a presente y a futuro en no solo en el qué y en el cómo lo hacemos sino en quiénes somos (Schwab, 2017). Afectan nuestras identidades como personas, ciudadanos, educadores y educandos, trabajadores y empresarios, comunidades y sociedades. Los cambios se dan a múltiples niveles, a saber, en las relaciones entre los humanos y la naturaleza, entre los propios humanos, entre los humanos y los robots, entre las personas y los objetos producidos y consumidos, y entre nuestras identidades en los mundos físico y virtual, así como entre las culturas, etnias y religiones, entre países, regiones y sub-regiones, entre ideologías e imaginarios de sociedad marcados por diversos credos y afiliaciones. La tecnología ya no solo nos facilita acceder a productos y servicios que incrementan la eficiencia y los placeres en las vidas diarias (Schwab, 2016) sino que tiene una creciente influencia en moldear nuestra percepción del mundo, cambiar nuestros comportamientos y afectar lo que significa ser humano (Davis, 2016). La fusión de tecnologías tiene y va tener aún más un impacto integral en nuestras vidas en aspectos tales como su mejoramiento y prolongación, así como en la redefinición de los ciclos de vida y de muerte, de la formación y el trabajo (Davis, 2016; Schwab, 2016; Schwab, 2017). La tecnología facilita la convergencia de las necesidades de ofertantes y demandantes, de productores y consumidores a través de servicios y productos crecientemente personalizados. Mientras que desde la oferta se entrega más que se vende, desde la demanda se modeliza más que se consume. Trasladado a la educación, esto implica que docentes y alumnos colaboran en ser productores de conocimientos desde sus roles respectivos de orientadores y protagonistas de los aprendizajes más que en ser transmisores y destinatarios de contenidos respectivamente. Por lo señalado, ya no solo se trata de cambios que puedan ser visualizados como acelerados en un mundo que puede otrora reconocerse y posicionarse en el espacio de relativo confort de una permanente mutación y que resalta las virtudes de la adaptación, de la flexibilidad y de la creatividad individual y colectiva para afirmar su sello de identidad y responder efectivamente al cambio. Lo que parece estar esencialmente en discusión es la orientación de dicho cambio que se caracteriza por su velocidad exponencial, su imprevisibilidad, su amplio alcance y profundidad que afectan a la sociedad, al ciudadano, al individuo, a la economía y a los negocios, y su impacto sistémico que implica la transformación de países y sociedades (Schwab, 2016; Schwab, 2017). 2.3. Mundos, países, comunidades y personas convulsionadas y esperanzadas Compartimos algunas pinceladas temáticas y a escalas diversas que nos permiten apreciar, en cierta medida, la turbulencia de los tiempos que corren, así como la ausencia de direcciones claras y potentes desde hacia dónde vamos. 2.4. Desafíos que no debemos ni podemos obviar A la luz de los contextos que hemos señalado y en particular ante la necesidad de darle un sentido unitario y progresista a los cambios y oportunidades que derivan de la cuarta revolución industrial, se esbozan siete órdenes de desafíos: Un resultado dramático de no afrontar los cambios es que una minoría disponga de oportunidades de vida, de formación y de trabajo decorosos. Esta situación va ser aún más dramática en sociedades con sistemas educativos que exhiben tres maldiciones que suelen ir de la mano -una calidad deficitaria, una inequidad intolerable y una excelencia marginal. 3. Rol de la educación en clave de cambio A la luz de los contextos y desafíos mencionados, el cambio educativo implica reconocer que no solo basta con expresar voluntad política de cambio, de gobierno y del sistema político en su conjunto ni de quedar amarrado a posturas realistas que predican que los cambios efectivos son aquellos que resultan de enfoques e intervenciones parciales que se hacen en los márgenes del sistema educativo y que no afectan su cerno. Asimismo, es dable preguntarse si una excesiva precaución por los costos políticos, corporativos, docentes y ciudadanos de los cambios pueda afectar su sentido, alcance e implicaciones. Tampoco basta con que la voluntad política se exprese en acuerdos políticos y sociales genéricos sobre educación. Ni que se asuma la transversalidad de temas y enfoques a diferentes niveles educativos, sin que esto implique un reordenamiento de la propuesta de centro educativo, curricular y pedagógica en su conjunto. Tampoco alcanza con entender y apoyar el desarrollo de las reformas como procesos de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba, así como de priorizar la perentoriedad del cambio por sobre la preocupación por sus costos de la índole que sean. Los factores mencionados en los dos párrafos anteriores pueden sustanciar un proceso de cambios y de hecho lo hacen a escalas diversas, pero no es suficiente. Primariamente es necesario tomar conciencia del alcance, profundidad e implicancias de los cambios disruptivos que cuestionan nuestro modus vivendi, así como de repensar los sentidos, las finalidades y las herramientas de la educación que contribuyan a recrear la confianza en la sostenibilidad de nuestras sociedades. Este repienso de la educación se puede plantear en términos de tres ejes fundamentales como una agenda abierta de cambio educativo: 1. Recrear la confianza en el humanismo como soporte del progreso a la luz de la disrupción. Esto implicaría sentar bases renovadas de una visión y de una práctica educativa que constituya una de las puertas de entrada fundamentales para recrear la confianza en el humanismo como sostén del progreso intelectual y moral de nuestras sociedades. En efecto, el humanismo allana el camino hacia el progreso congeniando un entendimiento más afinado del mundo basado en la ciencia y una afinidad con la razón y el cosmopolitismo (Pinker, 2018). Como señala el propio Pinker, el humanismo tiene un récord histórico netamente favorable en contribuir al bienestar y a la prosperidad asociado a advocar por principios, ideas y propuestas que imbricados en un enfoque de derechos humanos, responden instrumentalmente a las necesidades de la gente. En particular, la educación debe recobrar la confianza y su sentido en ideales humanísticos que lleven a sentar bases comunes entre culturas que nos permitan bregar por la felicidad como individuos y como colectivos, sentirnos genuinamente partícipes e integrados a la sociedad, y ser respetuosos y vigilantes del planeta y su sostenibilidad. Entendemos que el humanismo es el cimiento para congeniar las tres misiones que Morin (2017) le atribuye a la escuela: (i) antropológica, esto es, la humanización del niño o niña y ayudarlo a desarrollar lo mejor de sí mismo; (ii) cívica, esto es, formar ciudadanos capaces de tener a la vez autonomía individual e integrarse a la sociedad; y (iii) nacional, esto es, la escuela debe contribuir a mejorar la calidad de vida y de pensamiento de la sociedad. Bajo un ideal humanístico, la educación no puede subsumirse en fragmentos aislados de accesibilidad, escolarización, transmisión de información/ contenidos, aprendizajes selectivos o conceptualizados como duros, exámenes o preparación para visiones unidimensionales de la vida que desligan las cogniciones de las emociones y de sus contextos, así como de fundamentos éticos. Una educación que funciona por roles segmentados deja al alumno desprovisto de las referencias y de los instrumentales que requiere para enfrentar los desafíos de un mundo que le reclama interdisciplinariedad, visión de conjunto, polivalencia y flexibilidad cognitiva. Nos preguntamos si ¿debe la educación compartir marcos de referencia y herramientas que ayuden a posicionar los cambios disruptivos planetarios como oportunidades para repensar y recrear la confianza en el progreso/bienestar individuales y colectivos a escalas global, nacional y local? 2. Repensar la educación y los sistemas educativos en clave de complementos. Crecientemente se tiende a reconocer que el sentido, la sustancia y las implicancias de las categorías que conforman la identidad de la educación y de los procesos de cambio educativo –entre otros fundamentales, el alumno, el docente, el currículo, las bases disciplinares del conocimiento y su articulación en disciplinas/áreas de conocimiento, la pedagogía y el centro educativo –necesitan ser repensados en sí mismos y en sus relaciones recíprocas (Prensky, 2014). No solo se trata de un ejercicio de aggiornamiento o de actualización sino de sentar bases de un renovado paradigma educativo para un mundo, una sociedad y un individuo sostenible (Wals, 2010; Steele, 2016). Los aprendizajes efectivos, relevantes y sustentables tienen como soporte una visión educativa potente materializada en un sistema educativo que facilita la formación de cero a siempre desde diversidad de ámbitos, enfoques y ofertas que ensanchan las oportunidades de aprendizaje a lo largo y ancho de la vida. Los mismos tienen un sentido último en el desarrollo de la sociedad, parten de entender sus necesidades, respetan las necesidades y los ritmos de progresión de cada estudiante, y se articulan en propuestas educativas que responden esencialmente a interrogantes y desafíos de la vida que enfrentamos como personas, ciudadanos e integrantes de colectivos sociales a diversos niveles (OECD, OIE-UNESCO & UNICEF, 2016; Opertti, 2016b; Halinen, 2017). El alegato en favor de la diversidad y complementariedad entre aprendizajes requiere pensar y gestionar una educación que afanosamente busque la integración entre: (i) las cogniciones y las emociones atentas a las circunstancias y los contextos; (ii) el placer y el esfuerzo por saber; (iii) las humanidades, las ciencias y las tecnologías permeadas por un pensamiento ético potente; (iv) el aprender a ser, conocer, hacer y vivir juntos; y (v) la disciplinariedad y la interdisciplinariedad (Morin, 2017; Blanquer & Morin, 2017; Blanquer, 2018); y (vi) bienestar individual y colectivo (Morin, 2016; Robinson & Aronica, 2016). Como afirma Morin (2017), la clave de la educación es enseñar a vivir para lograr la autonomía asentada en la convergencia e integración de saberes. La hiperespecialización es un nuevo tipo de ignorancia. La educación debe promover la integración de las culturas humanística y científica ya que se necesitan ambas y mutuamente para comprender el mundo. Nos preguntamos si ¿debe la educación reforzar su impronta humanístico-filosófica dialogando con las culturas científicas para que personas y ciudadanos tengan conciencia y conocimientos sobre las implicancias éticas de decisiones y acciones que afectan nuestra sustentabilidad como humanidad? 3. Abrazar las diversidades para sostener una genuina inclusión. El entendimiento y el apuntalamiento de la diversidad en sus múltiples dimensiones es clave para ensanchar y democratizar oportunidades, procesos y resultados de aprendizaje (Ainscow, 2016). Esto implicaría entender la diversidad desde, por lo menos, dos ángulos complementarios. Por un lado, tomar una clara posición sobre que los sistemas educativos, entendidos como facilitadores de oportunidades personalizadas de aprendizaje, deben saber integrar y cobijar diversidad de prestatarios, enfoques y estrategias que efectivicen su función facilitadora. La diversidad no puede ambientarse ni promoverse desde sistemas educativos que mantienen barreras entre lo público/ privado o lo formal/no formal/informal en sus diversas variantes. Más bien, se debe asumir que puede haber y es saludable que así lo sea, diversidad de respuestas, igualmente relevantes, frente a ampliar y democratizar oportunidades de aprendizaje que atiendan la singularidad del alumno y la constelación de factores asociado a sus contextos y circunstancias. Por otro lado, es necesario afinar el entendimiento de las múltiples fuentes de diversidades –entre otras, individuales, de género, sociales, culturales y étnicas – así como las sinergias entre las mismas. Esto supone un conjunto de elementos vinculantes entre sí: Nos preguntamos si ¿deben los sistemas educativos facilitar y apoyar oportunidades personalizadas de aprendizajes bajo diferentes formas de administración, diversidad de ambientes y con enfoques múltiples garantizando unidad en la diversidad, justeza en las estrategias y equidad en resultados de calidad? Asimismo, nos preguntamos si ¿los sistemas educativos deben alinear el centro educativo, el currículo y la pedagogía a la creciente personalización de la docencia y de los aprendizajes? Esto implicaría apuntalar una relación triangular entre docentes apreciados y apoyados en los roles de guías y facilitadores, alumnos protagonistas y reguladores de sus aprendizajes, y herramientas de la inteligencia artificial que ayudan a personalizar la motivación, las necesidades, los enfoques, la progresión y la evaluación de los aprendizajes.
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