Quizá sea este el mejor momento para asumir el carácter cambiante de la lectura en la escuela. Y especialmente de la lectura de textos literarios. Me detengo en ellos porque, de hecho, en la última década los lineamientos curriculares de los niveles inicial, primario y secundario, en varios países de habla hispana, han dado una relevancia mayor al lugar de la literatura como objeto de enseñanza en consonancia con la amplia expansión que ha tenido la literatura infantil y juvenil como objeto cultural y del mercado editorial así como también en el marco de políticas de lectura, de bibliotecas escolares y de aula que han incluido a la literatura de manera central en la dotación de acervos bibliográficos.
Primer tiempo
Frente a la presencia efectiva este objeto cultural en aulas y en bibliotecas y a su relevancia en las prescripciones curriculares, poco sentido tendría el esfuerzo, o en algunos casos el empecinamiento, por defender un único modelo de lectura, aquel cristalizado donde primaba la atribución unívoca de sentido, pues cada texto literario admitía una única interpretación y nuestros alumnos y alumnas demostraban ser “buenos” estudiantes si lograban “descubrir” en cada texto ese sentido preestablecido. Por mucho tiempo, y según la teoría de la enseñanza y/o del aprendizaje dominante, enseñar literatura consistía más o menos (con las variantes propias de cada nivel) en propiciar que el alumno se comportara como un hábil escrutador de pistas en la lectura que lo llevarán directamente y sin ambigüedades ni contradicciones hacia el pleno y único sentido acordado por la comunidad escolar, seguramente inscripto en el texto del manual y avalado por la voz del maestro.
Los argumentos a favor de este modo de leer se han presentado como inapelables en dos sentidos. Por un lado, la lectura correcta es el resultado de una cierta literalidad esencial que el texto posee, eso que “está dicho en el texto” y que seguramente es claro, es transparente y no debería ser objeto de polémica; sí de alguna discusión preliminar de interpretaciones pero que por fin, será zanjada en el ámbito del aula a favor del establecimiento definitivo del sentido correcto del texto leído. Por otro lado, la lectura considerada “correcta” es la que se produce gracias a los mecanismos de funcionamiento de la mente del lector, a un modo de comprender que se explica a partir de investigaciones del campo cognitivo y que postula una determinada idea de lo que es el lector, considerado como un sujeto cognitivo que lleva adelante operaciones que son universales, propias del género humano.
Segundo tiempo
Nuevas miradas sobre la lectura y sobre los procesos de su enseñanza y de su aprendizaje, nos invitan, desde la última década, a pensar que esa práctica no se da en el vacío sino que ocurre en un determinado contexto. En principio en el contexto de la escuela, que a su vez está inserto en una comunidad social y cultural singular; y más aún, esa comunidad está conformada por sujetos diversos quienes seguramente han venido estableciendo diferentes relaciones con la cultura escrita a lo largo de sus vidas y en —y también por fuera de— sus experiencias de escolarización. Esto se manifiesta cuando los maestros decimos que trabajamos en escuelas distintas y que no podemos trabajar en cada una de ellas de la misma manera, que nuestros alumnos y alumnas son diferentes en cada aula, como lo son sus familias y sus entornos sociales. También solemos decir los maestros que no estamos preparados para trabajar en semejante diversidad, que no nos dieron herramientas en nuestra formación para hacerlo.
Sin embargo, se trata de entender esta diversidad que genera controversias en clave rica pues en ella podremos reconocer los distintos modos de atravesar la experiencia de la lectura de los distintos sujetos y comunidades, donde los maestros también debemos comprendernos a nosotros mismos como parte de esa diversidad. Son esos modos de ejercer la lectura (de maestros, de alumnos, de alumnos, de familias, de instituciones, de comunidades) los que habrán de tener efectos concretos en las posibles construcciones de sentidos atribuidos a los textos en el ámbito del aula.
No hay duda de que aquello que venimos sosteniendo aquí de manera teórica reconoce un correlato observable en la práctica de aula, en los modos en los que el maestro o la maestra llevan adelante la clase, en las tareas y actividades propuestas y, por fin, en los materiales didácticos y en los textos que se seleccionan. De un modo acaso esquemático —sobre el que es necesario poner en discusión infinidad de matices—, podríamos decir que en el primer caso ese lector escolar reconocible por sus características cognitivas se verá obligado a resolver con eficacia cuestionarios que proponen respuestas unívocas para dilucidar el sentido de un texto a partir de tareas que, en sus versiones más extremas, asumen el formato del “multiple choice” o la prueba “close”: Hasta llegar a la resolución de esas tareas —que en muchos casos se utilizan como evaluaciones—, el maestro o la maestra habrán propuesto seguir una serie de pasos tendientes a la máxima clarificación de lo leido: desde despejar el vocabulario desconocido a hacer un resumen del texto, pasando por la fijación de un tema que condensa sentido e intencionalidad, ésta última, casi siempre atribuida a la voluntad de significación del autor. Entre la máxima subjetividad ligada a la voluntad del autor y la máxima objetividad garantizada por el reconocimiento de cierta autonomía del texto, como máquina productora de significación, el lector escolar parece desplegar las garantías que ofrece su propia cognición, la otra máquina, que realizará los procesos de inferencia previstos en el texto y que su mente es capaz de acompañar. En el marco del aula, entonces, el alumno atravesará los pasos correspondientes —seguramente pautados en una secuencia didáctica— para realizar la interpretación correcta del texto lo que quedará efectiva e institucionalmente avalado en el marco de la correspondiente evaluación que dará cuenta de la buena realización de las inferencias o de la respuesta esperada al cuestionario.
De otra índole sería la segunda escena donde se postula la idea de que un texto literario es necesariamente plurisignificativo y que la actividad del lector literario, y en definitiva, la del lector escolar, irá en el mismo sentido.
Se trata de reivindicar la actividad del lector como un sujeto capaz de desplegar sus propias hipótesis de sentido, a las que llega a partir de su propia visión del mundo, de sus experiencias culturales y de vida y es desde esas matrices que los lectores disputan sentidos en los textos. Se trata de una lucha por el significado donde cada lector, cada grupo social de lectores, cada comunidades
Las dos escenas de aula que he descrito arriba acaso convivan en una misma aula, en la práctica de un mismo maestro o maestra. No existe el purismo teórico en la escuela sino tradiciones de prácticas que se van acumulando. En algunos casos el docente considerará pertinente evaluar con selección múltiple y otros alentará un
debate plural en torno a los diversos sentidos que se le pueden atribuir a un texto. Lo que para el ámbito de la investigación y de la academia sería una contradicción inaceptable se explica en la escuela desde la lógica práctica, desde la lógica del hacer y desde la experiencia acumulada de maestros y maestras
El paso de un modelo cognitivo que estaría propiciando sentidos únicos en el proceso de lectura de textos literarios a un modelo sociocultural que invita a reconocer y a integrar las diversas interpretaciones que realizan sujetos culturales en diferentes contextos no se produce de manera automático ni por el solo hecho de que las investigaciones avancen; la escuela se toma su tiempo y, en algún sentido, adapta, reacomoda, reinterpreta y también busca conciliar, tiende a una especie de eclecticismo en lo teórico y en lo práctico producto de la necesidad de dar respuestas a los que son los más importantes desafíos cotidianos; iniciar a niños y a jóvenes en un contacto posible con la literatura, incentivar a los adultos a apropiarse de un bien cultural significativo de nuestras sociedades modernas y además brindar las herramientas necesarias para afrontar los desafíos de lectura que los textos literarios proponen.
En este sentido, podríamos decir que el maestro o la maestra debe construir su práctica asumiendo la libertad que le da su experiencia y el conocimiento del o de los grupos con los que trabaja. Esto que digo es relevante en tanto en muchas ocasiones ese saber hacer del docente no ha sido reconocido o ha sido menoscabado a favor de un supuesto saber de mayor reconocimiento como sería el saber de los especialistas en contenidos o de los didactas o el de los formadores de docentes. Es más, hay otro saber del docente que es el que se construye a partir de su propia experiencia como lector. Es decir, como cualquier lector, y seguramente de una manera muy especial, el docente encuentra en su experiencia de lector una fuente de conocimiento que no se presenta formalizado como conocimiento teórico, que no se asume como parte del conocimiento escolar pero que es un conocimiento social acerca de la literatura que muchos compartimos en tanto lectores. En este sentido, cuando recomendamos a alguien la lectura de una novela que acabamos de leer y resaltamos algún aspecto del modo en que se desarrolla la trama, o reparamos en la construcción psicológica del personaje o en el modo en que un ilustrador resolvió la propuesta gráfica de un libro album, estamos poniendo en juego “saberes” sobre la literatura que surgen de la experiencia de lectura y que un maestro–lector habrá de poner en juego en el momento de planificar su clase de literatura, en el momento de seleccionar el material que dará a leer, en el momento de compartir la lectura de textos con sus grupos de alumnos.
Si no todos los textos (sería motivo de otro artículo ver que pasa con los textos informativos o de otro tipo), al menos los textos literarios, parecen invitar en el momento de su lectura compartida a intercambios de interpretaciones en los que se ponen en juego los distintos modos en que los sujetos y grupos construyen significados subjetivos, sociales, ideológicos, políticos, idiosincráticos; y no cabe ninguna duda de que en cualquier intercambio entre lectores de literatura, y sobre todo si ocurre en un aula donde el docente propicia la conversación entre sus alumnos, se pondrá en evidencia la riqueza que asume este dispositivo de lectura compartida.
Acaso se podría objetar que este intercambio entre lectores en el aula, al no tener como meta un significado único, no es viable en el aula, pues a la hora de evaluar el docente no podría determinar cuál es la lectura “correcta” y así calificar el desempeño de sus alumnos. Pero debemos saber que asumir un posicionamiento sociocultural frente a la lectura habrá de tener efectos no solo en el modo de trabajar con los textos literarios en la clase, sino también con la forma en que evaluaremos la práctica de lectura escolar. Si muchas veces se ha dicho que evaluar supone no tener en cuenta solo un resultado final sino atender al desarrollo de un proceso, este postulado se presenta como insoslayable en el momento del intercambio entre lectores de literatura en el aula. Las intervenciones de cara al texto leído que hacen los estudiantes en el aula, el modo en que se fundamentan las hipótesis, los refuerzos de los argumentos iniciales en el avance de las discusiones frente a los pares, se presentan como situaciones propicias para que el docente disponga de elementos significativos para construir la evaluación. Se trata de una evaluación en el terreno de lo oral pero que también podría traducirse en tarea escrita si imaginamos algún tipo de tarea a la manera de notas de lector, o aquello que Barthes (1994) denominaría “escribir la lectura” que sintetizaría el trabajo de la crítica literaria pero que llevado al campo de la pedagogía de la lectura recupera su sentido y muestra su efectividad. En muchas consignas presentes en materiales didácticos se ha propuesto, por ejemplo, la escritura de imaginarias contratapas de libros que, con mejor o peor resultado, respecto de su adecuación a ese género de paratexto editorial, muestran algo del modo en que los lectores alumnos han leído los textos indicados. También se viene trabajando con “recomendaciones entre lectores” que serían textos en los que los lectores dan cuenta de sus preferencias y de los motivos de estas en textos dirigidos
a sus pares. Pero podríamos ir más allá y evitar la simulación que supone esto de escribir un paratexto de editor como es la contratapa de libro o una recomendación y proponen géneros de escritura más genuinamente escolares como serían las notas de lector, algo así como lo que surgiría del rastreo de un subrayado que hemos hecho sobre un libro que nos interesa. Estas “notas” permitirán a los lectores volver sobre sus propios procesos y volver sobre ellos, pues una lectura de largo aliento, como la de una novela que se extiende en el tiempo, o una relectura de un mismo texto realizada de modo diferido, sorprenderá al propio lector en las transformaciones que él mismo encuentre en sus modos de interpretar los textos. Estos itinerarios individuales registrados en estos textos a la vez podrían ser motivos de intercambio en esos foros en los que por fin se convertirían nuestras aulas.
Tercer tiempo
Por fin, propongo la posibilidad de imaginar un tercer tiempo que es leer en el contexto de la multimodalidad, a partir de la presencia en aulas y escuelas de nuevas tecnologías de la información y la comunicación en las que se conjugan diversos “modos” o códigos que incluyen la palabra escrita (Bombini, 2015), distintas manifestaciones de los audiovisual, la posibilidad de la navegación en Internet y la diversidad de materiales a nuestro alcance. Aún queda mucho por recorrer respecto del uso de las todavía llamadas “nuevas tecnologías” en las aulas pero sin duda su presencia propone un cambio potente en la cultura escolar y en los modos en que alumnos y docentes nos ponemos en relación con la cultura escrita. Autores como David Buckingham (2008) o Carey Jewitt (2005) nos alertan sobre estas nuevos “modos” de circulación del conocimiento y sus posibles impactos en las prácticas efectivas en las aulas. La lectura como práctica multimodal, en palabras de Jewitt, nos remite a una multimodalidad que seguramente ya reconocía su tradición en la escuela, en la presencia de ilustraciones en los libros de texto o de láminas en las paredes de las aulas, en el uso de materiales o en las audiciones de música en discos de pasta o casetes. Hoy, la la visita frecuente a una netbook o por una tableta que acaso forme parte de los recursos del aula, nos desafía a transitar por esos diversos modos de decir el conocimiento que tarde o temprano formará parte de la vida cotidiana de la escuela.