La educación no está asociada exclusivamente con la escuela, el colegio o la universidad; en el período de la pandemia y del confinamiento sociofamiliar constatamos cómo el discurso educativo se enhebra en los diversos lenguajes de quienes habitan la casa.
Lenguajes, o visiones de mundo, encarnados en el habla, los gestos o las expresiones corporales, perviven con sus matices en la cotidianidad de la casa. Todos en la casa saben algo distinto sobre la vida porque las experiencias de cada uno son diferentes; es inevitable: preguntas, conjeturas y creencias sobre los virus circulan en el núcleo familiar; todos se afanan en la búsqueda de respuestas, pero es más notorio en los niños. El ser humano sin deseo para aprender no existe; es, al contrario, acucioso y busca respuestas a sus dilemas, y más aún cuando está en vilo la salud, como ocurre con las pandemias.
En el pensamiento interior del niño de tres o cuatro años de edad, cuando tiene la oportunidad de aprender a interpretar historias a través de la escucha de la voz de quienes lo quieren y lo acompañan, es natural la inquietud sobre las cosas y los artefactos que ocupan la casa: reproducciones pictóricas, como Mona Lisa, de Leonardo; estatuillas, como la que representa la crucifixión; electrodomésticos, como la funcionalidad de la aspiradora, la licuadora o la estufa; los conductos de la energía, los bombillos y el origen de la electricidad; la química en los perfumes y los cosméticos; los colores de las flores de la matera y su contraste con las flores del jardín; las geometrías que se observan a través de la ventana…. Cada uno de estos referentes tiene su propia historia y sus correspondientes explicaciones; en la casa se juega a adivinar —conjeturar— sobre la invención y el sentido práctico de las cosas.
Interacciones y aprendizajes
Con los dilemas y las preguntas sobre estos artefactos se configuran interacciones, y en las interacciones despuntan los aprendizajes, aunque no sean nombrados en el aquí-ahora de la conversación; después aparecerán como chispas en el lenguaje mismo, en contextos de situación que activan lo que está guardado en la memoria; nadie aprende solo, se aprende con otros y, sobre todo, con el disentimiento y la duda: Es la escuela de la casa en el siglo XXI, que busca la articulación con la escuela formal-institucional, la del foro y el balance en torno a lo aprendido y a lo desaprendido, si bien no siempre el puente que las articula es el más adecuado: dependerá de los enfoques pedagógicos.
Se aprende pues en la casa, sobre la casa y sus entornos, de manera tácita y no necesariamente de modo unilateral; lo aprendido dependerá de los acervos culturales de cada grupo: Los miembros de la familia, sea esta nuclear, monomarental, homoparental, extensa o mixta, aprenden escuchando, observando, tocando, leyendo y hablando, y no en una única dirección, como creer que los mayores le enseñan a los menores, pues los dilemas de los menores propician aprendizajes en los mayores; los menores, por cuanto actúan sin prejuicios, propenden con más agilidad hacia la imaginación y la creatividad; de allí los asombros cuando observamos a niños y niñas dibujando, usando un instrumento musical, desbaratando un juguete y estructurando otro, accediendo a las lógicas de los juegos virtuales, “escribiendo”, dibujando, escuchando, preguntando y desarrollando recetas en la cocina… El asombro de haber elaborado una arepa o una galleta y luego consumirla es inefable en el niño, como lo es también en el adulto.
Así entonces aunque la familia considere que la institución académica es el lugar para aprender, y por eso paga o reclama al estado proporcionar los espacios disponibles, la coyuntura del aislamiento físico del mundo de afuera ha sido propicio para reconocer que la escuela como institución está ahora en intersección con la escuela
de la casa; y el mundo de afuera está en el mundo de adentro a través de las herramientas digitales y de los libros; estamos presenciando la fusión de las dos escuelas, aunque no de manera equilibrada porque hacemos parte de una sociedad muy desigual; esta relación desigual da lugar inevitablemente a la incertidumbre, dado que no sabemos lo que ocurre dentro de la vivienda de los vecinos y de la gente más pobre; ha sido brusca tal conjunción porque a través del único computador de la casa y la estrechez espacial, cuando es el caso, se han puesto al descubierto tensiones familiares que son inevitables por las frustraciones.
La curiosidad de los niños
La curiosidad es un tópico recurrente en las teorías sobre la educación. Rousseau dedicó gran parte de su obra a polemizar sobre lo conveniente e inconveniente de estimular la curiosidad del niño. Si leen y preguntan “se inflama y aguza la imaginación”, advertía. “No empieza el hombre con facilidad a pensar; pero así que empieza ya no cesa”; es, en efecto, la “preguntadera” de los niños. De otro lado, considera Rousseau que es extravagante enseñar tantas cosas inútiles y subestimar el saber obrar con las manos y el cuerpo; somos homo faber (hacemos) porque simultáneamente somos homo sapiens (pensamos y sabemos) y homo ludens (jugamos a descubrir el origen de las cosas y creamos otras); siempre hay un niño en el mundo interior de los adultos: es el potencial creativo.
Primero la acción y la indagación y luego los libros, o primero los libros cuya comprensión empuja a la comprobación de conjeturas; los libros devienen de la necesidad de buscar respuestas a los misterios que suscita lo indagado. La exploración del entorno, el juego, la interacción con otros niños y con los adultos, la experiencia con el arte, la música y la danza y la interpretación de historias hacen parte de la potencialidad creativa. Los grandes pensadores sobre la educación coinciden en este punto: la complejidad del mundo es lo que mueve a los niños a lanzar hipótesis, a la vez que actúan. El riesgo es la neutralización o bloqueo cuando la actividad está excesivamente programada. Una manera de evitarlo es asumiendo la educación a partir de centros de interés (Decroly y Montessori) o de proyectos (Dewey, Kilpatric, Jolibert). Montessori lo justifica al explicar el desarrollo del embrión espiritual, esto es, la etapa exploratoria del niño.
En el capítulo 7, “El embrión espiritual”, del libro La mente absorbente del niño, publicado por primera vez en inglés en 1949 (India) y en lengua española en el año 1986 (Editorial Diana, México), María Montessori (Italia, 1870; Países Bajos, 1952) expone cómo se logra la transformación del embrión físico (estadio prenatal) en el embrión espiritual del niño. Se trata del “período formativo”, nos dice, solo posible en el proceso constructivo del pensamiento, mediado por los agentes de la sociedad (padres, madres, hermanos, abuelos, gobernantes, médicos, directivos escolares y docentes).
Montessori señala la diferencia entre los animales y el ser humano, en el período de la infancia. Las premisas de la autora están sustentadas en los conocimientos de la biología y la medicina (además de ingeniera y bióloga, Montessori fue médica y antropóloga), cuyos campos cognitivos son recontextualizados en la investigación sobre la primera infancia. La “inteligencia creativa” está enlazada con el espíritu humano-existencial, reiterará en este capítulo; el espíritu por el saber dependerá del cuidado y de las oportunidades del niño para avanzar en un mundo cada vez más nebuloso.
A diferencia del adulto, que contempla y admira la naturaleza, el niño la absorbe en la memoria perenne (la mneme, a la que se referirá Freud en su momento). Así se puede comprender por qué “el niño no recuerda (los) sonidos del lenguaje, sino que lo encarna y luego lo pronunciará a la perfección.” (p. 88). La lengua es pues absorbida, no memorizada de manera mecánica, se integrará progresivamente al pensamiento, en un juego continuo; no surgirá de la enseñanza sino de la interacción. Tal principio está asociado con lo que Montessori denomina experiencia paulatina de adaptación en relación con los entornos geográficos, culturales y lingüísticos.
Llama la atención la diferencia que Montessori plantea entre sentimiento y razonamiento, cuando describe las singularidades culturales de un país como la India y sus diferencias con los países de Occidente: el sentimiento hacia los animales ha sido absorbido por los nativos de la India, hace parte del espíritu humano, mientras que en los otros países la defensa de la vida de los animales es un discurso externo. Es aquí en donde Montessori sustenta la pertinencia de la escuela: los niños están en capacidad de aprehender/absorber las expresiones culturales auténticas en las que participan, porque lo que se aprende en la infancia es imborrable; de allí que la primera infancia sea la etapa decisiva para iniciar procesos de transformación de la sociedad. Las experiencias vividas, que toman forma en el pensamiento del niño, permanecerán hasta la senilidad. Las imágenes corporizadas en la infancia harán parte de la “memoria natural superior”, que habrá de constituir el “carácter individual” en la adultez.
Es notorio el conocimiento que Montessori tiene sobre la obra de Freud, contemporáneo suyo, cuyas investigaciones coinciden al reconocer el potencial creativo del niño. La reflexión de Montessori sobre el subconsciente, o inconsciente, y el “trauma del nacimiento”, así lo muestran. Frente a un mundo nebuloso el niño construye poco a poco el lenguaje, no lo hereda, como ocurre con los animales. El niño absorbe lo que percibe en sus entornos y lanza hipótesis para esclarecer la nebulosidad. Pero ello solo es posible cuando se propician interacciones auténticas en la etapa de la primera infancia.
Montessori muestra la transformación del embrión físico en embrión espiritual precisamente para invitar a reflexionar sobre el riesgo de hacer de la escuela un aparato artificial, aislado del mundo social. Han pasado casi siete décadas desde que Montessori fundamentara un enfoque socioconstructivo del lenguaje y el aprendizaje, mismo que fue objeto de profundización en obras de autores como Vigotsky y Piaget, y sin embargo, aquello que criticara todavía pervive como lugar común en la educación escolarizada: es el caso de la presión para enseñar a leer y a escribir en la etapa de jardín o de kínder o de transición, de espaldas a los intereses, las expectativas y el potencial narrativo de los niños. Como paradigma, son muchos los maestros que hoy recurren a la pedagogía por proyectos como estrategia propicia para el desarrollo de la capacidad absorbente del niño.
También John Dewey, hacia la primera década del siglo XX, llamaba la atención en Estados Unidos sobre la disposición de los seres humanos para plantearse preguntas sobre las experiencias y lo observado en los entornos sociales:
(…) nuestros poderes de observación, recuerdo e imaginación no actúan espontáneamente, sino que son puestos en movimiento por las exigencias de las ocupaciones sociales corrientes. La contextura principal de las disposiciones está formada, independientemente de la escuela, por tales influencias. Lo que puede hacer la enseñanza consciente, deliberada es a lo más liberar las capacidades así formadas para su más pleno ejercicio; purgarlas de algunas de sus rudezas y proporcionar objetos que hagan a su actividad más productiva de sentido.
(Dewey, 1963, p. 25)
Se trata de determinar cómo desde la escuela se propicia la continuación con el desarrollo de aquella capacidad absorbente del niño, enunciada por Montessori. La influencia del mundo externo, y lo que llamara Vigotsky zona de desarrollo próximo, tiene un peso definitivo en el desarrollo del pensamiento. Es un compromiso de la escuela y de la familia ayudar a liberar aquellas capacidades aprendidas y darles el empuje a través de proyectos o de centros de interés; de este modo, los proyectos o los centros de interés neutralizan la artificialidad en que regularmente se cae cuando se quiere que el niño aprenda rápido a leer y a escribir. Dewey había adelantado algunas ideas al respecto:
Con la introducción en la escuela de las diversas formas de educación activa, tiene esta ocasión para llegar a ser el ambiente natural del niño donde aprende viviendo, en vez de ser un lugar donde se aprenden solamente lecciones que tengan una abstracta y remota referencia a algún vivir posible que ocurra en el porvenir. Así, la escuela nueva tiene la probabilidad de ser una comunidad en miniatura, una sociedad embrionaria.
(Dewey, 1989, p. 56).
Es un compromiso de la escuela y de la familia ayudar a liberar aquellas capacidades aprendidas y darles el empuje a través de proyectos o de centros de interés.
La escuela y la familia constituyen una comunidad de aprendizaje, es un microuniverso social habitado por sujetos labiorosos e inquietos, cuyo horizonte apunta a dilucidar dilemas y preguntas, deliberar y realizar balances, un espacio en el que todos están ocupados según los roles acordados; esto es lo propio de una educación orientada a partir de proyectos o de centros de interés. Es un proceso en el que se aprende a medida que se actúa sin tener en mente una asignatura específica, pues no son las asignaturas lo que configuran el horizonte, porque en los proyectos el conocimiento no se deja compartimentar o parcelar: se integra de manera natural. RM