Difícilmente se puede avanzar en la personalización la educación si no logramos entender lo que implica la diversidad individual, así como su interacción y yuxtaposición con otras fuentes de diversidad tales como la cultural, de género, social, identitaria y territorial, entre otras.
Una de las puntas fundamentales de la concepción de la diversidad está en conocer cómo es cada uno de los alumnos como persona, a partir del reconocimiento de sus capacidades y de cómo las mismas son entendidas, apreciadas, estimuladas y expandidas por los sistemas educativos. En particular, la consideración de las inteligencias humanas desde una perspectiva integral nos puede arrojar luz sobre cómo, efectivamente, la educación puede impactar de manera positiva en el bienestar y el desarrollo de los alumnos.
La Revista francesa “Sciences Humaines”, en su número de marzo del 2022, aborda, entre otros temas, el análisis de la inteligencia humana desde una perspectiva interdisciplinar, abonando un debate informado para su comprensión holística, así como para su apuntalamiento en los planos individual y colectivo. Nos referimos concretamente al artículo “Seis preguntas sobre la inteligencia” (disponible en francés, versión original) de las investigadoras Sophie Brasseur y Catherine Cuche, que son Doctoras en Ciencias Psicológicas, egresadas de la Universidad Católica de Lovaina. Veamos cada una de los interrogantes y algunas de sus posibles implicanciones para la educación.
En primer lugar, el histórico debate entre cuánto se explica y, en cierta medida, se justifica del comportamiento humano por las influencias de los genes o del ambiente, parece saldarse en favor de un entendimiento en clave interactiva entre lo innato y lo adquirido. Se trata de una relación de ida y vuelta que implica que no todo es determinado por los genes ni tampoco totalmente modificable por el ambiente. Brassuer y Cuche mencionan que los factores genéticos son responsables de la variación del 40% al 60% en la inteligencia de un infante y que, de hecho, el cerebro de un bebé está constituido, por solamente el 10% de las sinapsis —esto es, las conexiones entre neuronas – son funcionales al nacimiento. En buena medida que el cerebro esté operando depende de un conjunto de factores interrelacionados— entre otros, estimulación afectiva y cognitiva, así como calidad de la alimentación y de estilos de vida saludables — que evidencian la necesidad de desarrollar una política integral de la infancia, desde cero a seis, que sea intersectorial, interinstitucional e interdisciplinar.
Si el cerebro no es estimulado intensamente en este período crítico que ocurre entre el nacimiento del bebé y los dos años de vida, los genes dejarán más fuertemente sus huellas y, en gran medida, serán fuente significativa de desigualdad entre las personas que puede agravarse por la incidencia de otros tipos de desigualdades —entre otras, culturales, sociales, económicas y territoriales. La presencia o ausencia, con sus diversos gradientes, de estímulos potentes desde los ambientes familiares y comunitarios, así como desde las políticas públicas, pueden ser determinantes de las oportunidades de vida en las edades adultas. En tal sentido, Brassuer y Cuche aseveran que, precisamente, en las edades adultas, los factores genéticos dan cuenta del 75% de la variabilidad de la inteligencia de una persona.
En segundo lugar, Brassuer y Cuche analizan si la inteligencia es una o múltiple. O bien se le entiende como una capacidad única que se moviliza ante diversidad de situaciones con independencia de las culturas y de los contextos o bien se le asocia al desarrollo de aptitudes específicas asociadas a contextos y tareas particulares. Alternativamente a dichos planteamientos, parecería ser que la inteligencia tiene componentes comunes al desarrollo de diversas aptitudes que pueden están más o menos relacionadas pero que no son totalmente independientes unas de otras. Esto implicaría, por ejemplo, que, a través de la educación, el desarrollo de la inteligencia artística no es totalmente ajeno al de la inteligencia matemática, ya que no solamente tienen bases comunes, sino que pueden retroalimentarse y potenciarse. El currículo y la pedagogía tendrían que promover como norma general el desarrollo y la conexión de diversas inteligencias en los alumnos contemplando sus sensibilidades y motivaciones. En definitiva, asumir que las inteligencias son múltiples y complementarias, y que, asimismo, tienen bases comunes y recorridos diferenciados.
En tercer lugar, Brassuer y Cuche abordan el análisis de la inteligencia en función de los genes que podrían explicar su funcionamiento. Las autoras señalan que la evidencia proveniente de una multiplicidad de estudios permite indicar que existen una multiplicidad de genes (más de 1.000) implicados en la inteligencia. Cada uno de los genes dan cuenta de una parte micro-cósmica de la variación de la inteligencia. En tal sentido, las mediciones de habilidades generales y específicas neurocognitivas ayudan a identificar la influencia de los genes principalmente en las dos primeras décadas de vida de la persona. Estas habilidades se refieren, entre otras cosas, a funciones ejecutivas (por ejemplo, planificación, establecer metas y tomas de decisiones), memoria, razonamiento complejo y rapidez sensorial motriz.
El reconocimiento de que los genes tienen una fuerte incidencia en el desarrollo de habilidades y competencias que son fundamentales para que las personas puedan actuar competentemente frente a diversos desafíos, no implica relativizar la incidencia de la educación sino jerarquizar su rol clave en apuntalar las oportunidades y necesidades de aprendizaje de cada alumno o alumna. Las propuestas curriculares y pedagógicas tienen que saber interactuar con las características de cada alumno como persona, a efectos de potenciar sus aprendizajes (Opertti, 2021).
En cuarto lugar, Brassuer y Cuche discuten sobre si la inteligencia de una persona en un grupo de edad específico se mantiene estable en el tiempo o varía. Las capacidades intelectuales del infante son muy fluctuantes hasta las edades de 6 a 7 años, e influenciables a la vez por las características de desarrollo del infante y las propiamente ambientales, lo cual refuerza la relevancia de una política potente de atención a la infancia. Aun cuando las variaciones en las capacidades intelectuales tienden a ser más bien menores a partir de la niñez, de hecho, se generan variaciones significativas en los niveles cognitivos que podrían asociarse a la calidad de las propuestas educativas. Esto hace que la inteligencia sea a la vez fija y evolutiva como señalan Brasuerr y Cuche.
Las propuestas curriculares y pedagógicas tienen que saber interactuar con las características de cada alumno como persona, a efectos de potenciar sus aprendizajes.
Asimismo, que la persona tenga una visión evolutiva sobre el desarrollo de su propia inteligencia contribuye a fortalecer la motivación, la perseverancia y el logro de los objetivos de los aprendizajes. Este hallazgo va en la línea de lo señalado a partir de los estudios de PISA, donde el desempeño en lectura de parte de los alumnos que expresan su desacuerdo con la afirmación de que la inteligencia es un atributo que no se puede cambiar demasiado, es 32 puntos más alto que entre aquellos que concuerdan con dicha afirmación, independientemente del perfil socioeconómico del alumno y del centro educativo (OECD, PISA, 2020).
En quinto lugar, Brassuer y Cuche aseveran que el potencial genético de una persona puede crecer a través de un proceso lento de maduración y en virtud de una interacción dinámica con el ambiente. La superación de visiones deterministas, ya sean genéticas o ambientales, permite poner foco en el entendimiento de las relaciones de ida y vuelta que se dan entre el cerebro y los aprendizajes mediados por estímulos de diverso tenor. El ejemplo mencionado por Brasuer y Cuche es por lo demás indicativo: qué habría sido de Mozart si no hubiere estado inmerso desde su infancia en un ambiente musical y sin la inversión considerable que hiciera su padre en su educación musical.
No es cuestión solo de aumentar la intensidad de los estímulos sino de saber cuándo el cerebro está en condiciones de responder a los mismos. Ciertamente las relaciones entre el cerebro, las capacidades cognitivas y los aprendizajes podrán ser apuntaladas, en mejor medida, por propuestas educativas cuidadosas de tiempos, contenidos, ritmos y secuencias apropiadas para su desarrollo pleno en los alumnos. No parece adecuado anticipar aprendizajes asociados al objetivo de aumentar la cantidad de estímulos cognitivos a edades tempranas —por ejemplo, en relación a la lectura, la escritura o las matemáticas— sin tener debidamente en cuenta el desarrollo integral y equilibrado del alumno, contemplando el grado de madurez del cerebro.
En sexto y último lugar, Brassuer y Cuche se interrogan sobre los efectos del ambiente en las capacidades intelectuales de un país considerado en su conjunto. Los resultados disponibles a escala mundial parecerían evidenciar que dichas capacidades pueden aumentar o estancarse en una perspectiva de tiempo. La política pública en educación asentada en un concepto de formación a lo largo y ancho de toda la vida, y que promueva la diversificación y democratización de los ambientes de aprendizaje, puede constituir un factor clave en el aumento de los niveles de inteligencia colectiva de una sociedad.
En síntesis, el conocimiento de la génesis, el desarrollo e impacto de la inteligencia humana es fundamental para que la educación apuntale los aprendizajes de cada alumno, teniendo debidamente en cuenta las interacciones múltiples y cambiantes, de retroalimentación recíproca, entre los genes y los estímulos derivados del ambiente y de las políticas públicas. RM
En sexto y último lugar, Brassuer y Cuche se interrogan sobre los efectos del ambiente en las capacidades intelectuales de un país considerado en su conjunto.