Este artículo es fruto de una actividad que durante varios años llevé a cabo en mis aulas de formación de maestras y maestros de Educación infantil en la Facultat d’Educació de la Universitat Autónoma de Barcelona. Empezaré buscando respuestas a algunas preguntas que quienes queremos incidir en el despertar y en el desarrollo del hábito lector nos hemos tenido que hacer en repetidas ocasiones.
En primer lugar, ¿en qué consiste el placer de leer? He aquí la opinión de Carlos Lomas:
La escritura literaria nos invita a imaginar otros mundos posibles que acreditan que nada existe con anterioridad a las palabras, que nada está condenado de antemano al olvido, que todo comienza cuando alguien se sienta ante el papel o ante la ventana abierta del ordenador y enarbola un lápiz o coloca sus dedos sobre las letras del alfabeto en un teclado y escribe.
Es entonces, y solo entonces, cuando se inauguran otras realidades con la ayuda cómplice de quien otro día, algún tiempo después, en otro lugar, leerá esas palabras a este otro lado de la realidad. La literatura nos invita en ese instante no solo al juego de leer algo como si fuera real y cierto lo leído sino también al juego de mirar el mundo de otras maneras, a extraviarse en el laberinto de las palabras que nos conduce a un jardín de senderos que se bifurcan hacia ningún sitio, al disfrute de un espectáculo, en fin, en el que quienes tienen la bendita manía de contar nos invitan a imaginar otras gentes y otros lugares que no están en los censos ni en los mapas ya que habitan en cada una de las lecturas y de las miradas de que son objeto. Por eso el placer de leer tiene que ver no solo con los territorios de la memoria y de la imaginación que se dibujan en cada página de un libro sino también, y sobre todo, con la mirada con que observamos el paisaje de las ficciones literarias e imaginamos otros mundos posibles”.
(Lomas, 2007: 9-10)
Porque, en efecto, la memoria y la mirada son materia sustancial de la literatura, como también de la vida en general. Y porque, como señala Manuel Vera:
Un relato, un poema, un ensayo exhiben invariablemente ante nuestros ojos un trozo de vida, de mundo, de historia o como queramos llamar a ese trasiego que desplegamos mujeres y hombres. [… leer] es una forma de zambullirnos y participar en los trajines del mundo, de asumirlos, de valorarlos, de neutralizarlos, de reconocernos gozosamente en ellos, de recomponer continuamente nuestros esquemas para darles cabida”.
(Vera Hidalgo, 2004: 10)
De ese modo, por medio de la lectura, nos reconocemos, pero también podemos salir de nuestra realidad y encontrar otras personas, otros paisajes, otros “trasiegos” y otros “trajines”, como dice el autor. Y he aquí otra pregunta fundamental: ¿Qué es eso que llamamos “hábito lector”? En opinión de Carlos Lomas y Juan Mata, “no hay hábito sin voluntad de leer, como tampoco lo habrá sin algún tipo de satisfacción.” (Lomas y Mata, 2007: 12). Así pues, para adquirir el hábito de lectura hay que tener voluntad, hay que querer leer, pero también es necesario saber que esa acción —que exige esfuerzo y dedicación— nos proporcionará algún beneficio, alguna satisfacción, algo que, necesariamente, ha de ir más allá del aprobado o del suspenso en una asignatura.
Otro aspecto que a mí particularmente me ha interesado de forma especial es relacionar la lectura y la escritura. Veamos lo que respecto a este propósito plantea Víctor Moreno:
La escritura es la mejor estrategia para hacer lectores y, en consecuencia, para limar las aristas que dificultan la comprensión lectora de cualquier persona. Porque quien escribe, lee. Siempre”.
(Moreno, 2007: 71)
Parece, pues, que el ejercicio de la lectura y de la escritura pueden —y deben— ir de la mano, para que se nutran mutuamente. Para que al leer deseemos escribir y para que al escribir sintamos la necesidad y la exigencia de leer más.
Se dice —y con razón— que la pasión por la lectura es como un virus que se transmite por contagio. Y que uno de los principales agentes de esa “infección” es el profesorado. Pero demasiado a menudo nos encontramos con profesores y profesoras que no portan el virus, que no han encontrado ni en su entorno familiar y amistoso, ni en el largo camino de su formación inicial en Facultades o Escuelas de Magisterio ese “algo” que va más allá del estudio académico de autores y obras consagradas, según el paradigma decimonónico —tantas veces transmitido de una manera estéril y fosilizada.
Llegamos, así, a plantearnos otra pregunta, ¿Cómo hemos de entender la educación para contribuir al hábito lector? ¿Cuál habría de ser nuestra actitud como profesorado? A continuación presentamos lo que nos dicen quienes han reflexionado desde la teoría y a partir de la práctica docente sobre estos temas.
Nuestra obligación, a pesar de todo, es actuar siempre con la suposición de que todos los alumnos pueden ser conquistados […] Lo esencial sigue siendo el gesto de entrar en el aula con la convicción de que es posible alentar y enmendar la vida”.
(Mata, 2004: 17)
Pero la tarea no es siempre fácil. Cécile Ladjali, profesora de Literatura de Secundaria, en un conflictivo Liceo del extrarradio parisino, zona desgraciadamente conocida por los disturbios protagonizados por jóvenes hace unos años, lo expresa así, en un libro que recomiendo vivamente:
A veces, he dado clases particulares a algunos de mis alumnos. […] Cuando iba a sus casas, me daba cuenta de que no había ni un solo libro. ¡De modo que al profesor le queda una tarea ingente por delante!”
(Ladjali, en Steiner y Ladjali, 2003: 76)
Sin embargo, esta profesora —y también escritora— no cede al desánimo:
Pienso que el ingenio es patrimonio de todos los chavales. Todo alumno muestra tendencia a expresarse, a hablar de sí mismo, o de grandes obras. Pero es el caso que no todos tienen la oportunidad de nacer donde puedan hacerlo, lo que hace que el trabajo del profesor consista precisamente en velar por esa chispa”.
(Ibídem)
Curiosamente, estas palabras de Cécile Ladjali son muy semejantes a las que hace muchos siglos escribió Quintiliano:
El nacer algunos rudos e incapaces de enseñanza, tan contra lo natural es como lo son los cuerpos gigantescos y monstruosos, que son muy raros. Prueba es que en los niños asoman esperanzas de muchísimas cosas; las que si se apagan con la edad, es claro que faltó el cuidado, no el ingenio”.
(Quintiliano, 1911: 41-42)
Y si hay que empezar por el principio de la cadena, ¿por qué no empezar poniendo un granito de arena en la formación inicial del futuro profesorado de educación básica? Ese es el reto que me planteé hace ya unos años en mis clases de Lengua castellana de primer curso de Magisterio, de la especialidad de Educación Infantil. Y vi una posibilidad clara cuando alguien muy querido puso en mis manos el libro Lecciones de poesía para niños inquietos, de Luis García Montero (1999), con diseño e ilustraciones del pintor Juan Vida. He aquí el índice de los capítulos que componen la obra:
I No somos tontos/ II Tampoco somos niños góticos / III Aprender a mirar / IV Seguimos mirando / V Ya sabemos mirar / VI Leer en voz alta / VII El invierno / VIII La primavera / IX El verano / X El otoño / XI El tiempo / XII Más cosas y más tiempo sobre el tiempo / XIII Poema sobre el tiempo / XIV ¿Nace o se hace? / XV La palabra / XVI Somos una conversación / XVII Las palabras compartidas / XVIII Canción para dormir a Elisa / XIX La escritura / XX La imaginación / XXI La rima / XXII Leer un poema / XXIII Escribir un poema”.
Percibí que su lectura en clase podía ser útil en varios sentidos:
1 Para practicar la lectura expresiva, tan olvidada y tan necesaria para personas que tendrán que leer ante su grupo de escolares cuentos, canciones, poemas…
2 Para ir siguiendo los pasos que permiten acceder a la poesía y que se pueden descubrir en la vida cotidiana, en el día a día.
3 Para perder el miedo ante el texto literario, demasiado a menudo presentado o bien como algo excelso, trascendente, inalcanzable para las mentes comunes, o bien como algo cursi, o bien como algo que hay que diseccionar, como se disecciona un cadáver, para medir versos, contar sílabas, descubrir el aabb o el abba de las rimas, contar metáforas y listar metonimias o sinécdoques…
4 Para utilizarlo como excusa para escribir y que esa escritura sea un pretexto para seguir leyendo.
Y, sobre todo,
5 Para disfrutar en la pequeña comunidad del aula, para oír las voces de quienes leen, para pasar un rato tranquilo y agradable. Para, como ya decían los clásicos “instruir deleitando”, uno de mis objetivos principales a lo largo de mi dilatada carrera docente.
Y así durante varios años, mis clases de la asignatura Lengua castellana en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universitat Autònoma de Barcelona comenzaban con la lectura de un capítulo del libro del Luis García Montero Lecciones de poesía para niños inquietos. Ahora quizás se entienda el título de este artículo —“Lecciones de poesía para maestras inquietas (y alguno que otro maestro)”—, porque se da la circunstancia, de que en mis grupos de Educación Infantil hay, como máximo, un alumno, y en los grupos de Educación Primaria, puede haber 3 o 4 en un conjunto de, más o menos, 50 estudiantes, por lo tanto se trata de un título meramente descriptivo de una realidad en la que la educación de la infancia está, como sabemos, básicamente en manos de mujeres, de maestras.
Cada día, la voz de una alumna o de un alumno nos hace saborear las palabras del poeta Luis García Montero y nos permite reflexionar sobre la memoria, la mirada, la escucha, la amistad, la conversación, la poesía… Pero, sobre todo, durante los minutos que dura la lectura, disfrutamos de las palabras y de las voces que las dicen.
De vez en cuando, al hilo del contenido de un capítulo, propongo que escriban algo: un recuerdo, una metáfora, una conversación captada al vuelo en el tren… No se trata de un ejercicio obligatorio. Solo escribe quien quiera hacerlo. Se trata de disfrutar con la escritura, no de cumplir simplemente con un “deber” académico. Son ejercicios que no evalúo, que no afectan a la nota final de la asignatura. Y en eso insisto mucho: en que escriban si les apetece, si tienen tiempo y ganas, si van a disfrutar haciéndolo. ¿Y qué pasa? Pues que la inmensa mayoría lo hace; escribe y lo hace bien, bastante mejor que cuando escriben los ejercicios que son obligatorios, los que sí que puntúan. Misterioso resultado.
Veamos algunos ejemplos a continuación.
1 Una alumna lee en clase el capítulo II, “Aprender a mirar”, en el que el autor habla de la importancia de mirar y de escuchar, de observar con una mirada distinta y con un oído despierto lo que ocurre en nuestro entorno en la vida cotidiana, de descubrir en la rutina de cada día aspectos interesantes, divertidos. En definitiva de desarrollar la curiosidad:
Lo más importante para cualquier artista es aprender a mirar. La poesía siempre nace de una mirada, porque los versos, las metáforas, los adjetivos precisos, las palabras mágicas, los juegos y los cambios de sentido son una forma especial de ver el mundo”.
(García Montero, 1999:19)
Pone el autor como ejemplo a un niño que se levanta por la mañana y va descubriendo cosas en las que nunca se había fijado y siempre habían estado ahí, al alcance de sus oídos y de sus ojos. Y la propuesta que les hago es la siguiente: que miren de una manera especial lo que sucede en sus mañanas, desde que se levantan hasta que llegan a la facultad, y que lo escriban. Veamos un fragmento de uno de esos textos:
… Después de una ducha refrescante, un sabroso café y una buena higiene dental, una suele estar preparada para vestirse en menos de cinco minutos, preparar la mochila y bajar lo más rápido posible… Pero… —¡Ah! ¡me he dejado las llaves— me digo mientras me repito: “no llego, no llego, no llego”, subo corriendo, las cojo, cierro la puerta dando un portazo y… bffff
Por fin estoy en la parada de cada mañana, con los mismos personajes de cada mañana (cosa que me asegura que, afortunadamente, no he perdido el autobús). Y a las 6:35 h (recién tocadas las retrasadas campanadas de seis y media), el señor conductor me saluda igual que cada mañana: “Buenos días”. Me dirijo, entonces, a mi asiento (que ya parece tener mi nombre y mi trasero hechos a medida) […]”
(Alicia)
Otro día, otra alumna lee el capítulo V, “Ya sabemos mirar”, en el que se habla de la metáfora, la metonimia, la personificación. Y, también de ponerse —como la metáfora— en el lugar de otro:
… Es un modo de conocerte mejor a ti mismo, de saber en qué te pareces a los demás y en qué te diferencias. Podemos imaginarnos muchos cambios: ¿Cómo se siente una niña? ¿Cómo se siente un niño? ¿Cómo se sienten un padre o una madre? […] ¿Cómo se sienten un pájaro, un coche, un barco, un árbol…?”
(García Montero, 1999: 36)
Al hilo de esa lectura, les propongo que se imaginen a los cuarenta años y que expliquen cómo ven su vida a esa edad (pensemos que tienen entre 17 y 19 años). Y, al día siguiente, la totalidad viene con sus textos, de casi dos folios a veces… La mayoría se imaginan trabajando, casadas, con dos o tres hijos. Pero hay alguna que inventa, que fantasea más y rompe en parte las reglas del juego propuestas y las expectativas, como observamos al final de su texto (la negrita y el subrayado son míos):
Posiblemente, muy posiblemente, os podréis sentir identificadas al hablar de mis monótonas mañanas; que si levántate a untar las tostadas con mermelada para las niñas, corre y vístete […] y finalmente, llegar al trabajo. Eso sí, siempre deseando volver a casa corriendo para ordenarla con la mayor rapidez posible y poder, después de duchar a Laura y Paula, preparar una buena cena, de esas con proteínas y verduritas. Aun así, antes debería pasarme por el supermercado (faltan lentejas, papel de wáter, yogures, papel de “plata para los bocadillos de mis hijas…)
Por fin llega mi momento favorito: el momento “noche”, el de contar un cuento de hada con la mayor dulzura posible, el de dar un beso a mis niñas que, ya medio dormidas, me preguntan: —Papá ¿a qué hora llegará mamá de trabajar? También queremos darle las buenas noches […]”
(Berta)
En fin, otro día escriben un recuerdo; o buscan metáforas en la vida cotidiana, o escriben un verso, o un pequeño poema, o una canción de cuna… Una mañana leímos el capítulo XIV, titulado “Nace o se hace”. En él Luis García Montero propone que busquemos poemas para comprobar cómo trabajan con las palabras los poetas, cómo las buscan, las miman, las enlazan de maneras sorprendentes (1). Y eso hicimos. Al día siguiente, el aula se había convertido en un revuelo de papeles llenos de versos. Todo el mundo había seleccionado un poema (o más de uno), y de esa manera nació una antología… en la que aparecen seleccionados muchos autores y autoras. Yo me limité a escribir una presentación y ordené los poemas cronológicamente. El trabajo y el mérito fue suyo. Y la satisfacción fue compartida.
Espero sinceramente haberles inoculado el virus y que esas palabras de poetas queden en el recuerdo de esos grupos de estudiantes de manera que les acompañen en el futuro y les inviten a buscar más palabras y más poetas, a saborear hechos cotidianos aparentemente intrascendentes, a disfrutar con la observación de lo que nos rodea, a poner nombre a nuestros sentimientos, a definir sus emociones, a leer más y a escribir más y mejor, y a transmitir a sus alumnos y alumnas la pasión que puede provocar la poesía.
Termino estas páginas con una estrofa del poema “El amor”, de Luis García Montero, poema que incluí en la antología:
Porque la vida entra en las palabras
como el mar en un barco,
cubre de tiempo el nombre de las cosas
y lleva a la raíz de un adjetivo
el cielo de una fecha,
el balcón de una casa,
la luz de una ciudad reflejada en un río