El presente escrito se orienta a poner en escena algunas reflexiones —a nuestro juicio necesarias y actuales— orientadas a pensar el currículo más allá de ciertas concepciones instaladas en el cotidiano educativo, muchas veces sin las suficientes claridades y comprensiones. La razón de ello estriba por un lado en que se asume el currículo como algo dado muy centrado solo en la idea de planes de estudios, asignaturas, horas y “cuadros” de materias y por el otro en su complejidad misma no solo como concepto sino como realidad educativa.
El propósito último se orienta a invitar a pensar el sentido del currículo más allá de una visión instrumental o más allá de tal complejidad, para interesarse por un sentido más cercano a las necesidades y contextos educativos de sujetos concretos que viven y enfrentan unas realidades, unas expectativas y unas necesidades, en las que las reflexiones y propuestas curriculares, muchas veces, poco o nada dicen al respecto. El tema cobra toda su importancia, no solo por su actualidad, sino por el hecho de tratarse de un tema prácticamente reciente (poco más de 100 años se viene trabajando el tema consistentemente, que es nada en relación con la historia de la educación) y que se vincula estrechamente con cuestiones de orden pedagógico, didáctico, de gestión educativa y detrás de ello con intencionalidades y apuestas atravesadas por procesos sociales y culturales y definiciones de orden político y económico. A todo lo anterior, hay que sumarle que las transformaciones y políticas educativas que ha vivido América Latina en las últimas décadas, han tenido un claro impacto en las decisiones y desarrollos de orden curricular.
Para poner en escena el valor de una mirada crítica del currículo, consideramos pertinente entonces hacer un breve recorrido por el problema de la concepción del currículo, para pasar luego a ciertas particularidades de la mirada crítica, finalizando con la indicación de algunos componentes de esta mirada que han de ser considerados en esta visión particular respecto del currículo.
Frente al concepto de currículo
El currículo se presenta como un término, concepto, realidad, a veces manoseado, tocado, incomprendido, instrumentalizado, olvidado, formalizado, asumido, sustentado, fortalecido, apropiado; es decir, cuando llegas a él te encuentras frente a un amplio número de posibilidades: escuchas lo que dicen colegas, lo que dicen directivos académicos, lo que aparece en los libros, lo que establecen las normas gubernamentales, lo que enseñaron en la universidad y lo que ocurre en el aula. Cuando el tema aparece explícitamente en algunos escenarios para su desarrollo y actualización, viene la preocupación casi exclusiva por lo instrumental: ¿cómo se hace un currículo? ¿Cuál es el ABC? ¿Cuáles son los pasos y componentes? ¿Cómo se aplica?
Pero abordar el currículo implica —como señalamos en otro lugar (Londoño. 2011, p. 110)— pensar “en diversos factores relacionados con la educación y la cultura. La manera como este es concebido (plan de estudios, formato por adoptar, sistema por cumplir, propuesta educativa, construcción cultural, etc.) incide de manera significativa en los procesos de planeación, desarrollo y gestión curricular”. Así, la idea del diseño, por ejemplo (pensando en definición de asignaturas y horas, o en proyectos, o en hipótesis de trabajo, etc.), afecta la forma como las instituciones y los profesores asumen su actividad educativa y la gestión propia del currículo. Como plantea Malagón (2004, p.1), “en cualquier caso y dependiendo en gran medida del concepto de currículo que se maneje en lo teórico, en lo metodológico y en lo operativo, es posible visualizar qué tanto podemos hablar de pertinencia curricular o simplemente de pertinencia institucional”.
El origen del término se ubica en la primera mitad del siglo XVII debido a las tendencias en educación generadas por la reforma protestante, la cual sienta la necesidad de una organización de la clase escolar como un sistema organizado para la adquisición de conocimientos definidos y en ello para los métodos más apropiados por parte de los educadores. Sin embargo, es en los albores de la revolución industrial y el consecuente desarrollo del capitalismo, donde la preocupación por no solo pensar, sino por crear y gestionar currículos cobra todo su vigor. A partir de allí, las concepciones curriculares han estado vinculadas a situaciones de contexto a la vez que a comprensiones epistemológicas que inciden en la idea de conocimiento y educación, dando origen a visiones simples o instrumentales o a visiones más amplias y universales. Como plantean González y Flores (1999; p. 16, en: Buitrón, 2002, p. 3), “en la evolución del término currículum existen desde conceptualizaciones restrictivas que lo definen como la formulación del plan de estudios de la institución, hasta las más holísticas que lo asumen como todo aquello que se realiza en la escuela para llevar a cabo el proceso de enseñanza–aprendizaje”.
La variedad de concepciones permiten destacar tanto su polisemia, como la diversidad de abordajes acorde a contextos, tiempos e instituciones: “el currículum no se da en el aire, se asienta, se modela, en una estructura determinada que es el espacio escolar, y en lo que se expresa de una sociedad en un lugar y en un tiempo específicos” (Aguirre, 1993, p. 71). Así existen diversos acercamientos, cada uno con su carga contextual, lo que nos lleva a comprender que más allá de una simple definición o de un concepto científicamente elaborado, se hace necesario pensarlo desde las realidades y el tipo de sociedades o sistemas educativos que le competen.
Hecha la anterior ubicación, consideramos importante tratar de reunir, como hacemos en otro lugar acogiendo los planteamientos de López (2001, en: Londoño, 2001 pp. 111–112), cuatro tendencias en torno a las diversas concepciones desarrolladas en relación con el currículo. Estas concepciones recogen, en cierta medida, los planteamientos desarrollados por autores como Grundy, Zais, Shubert, Whitty, Bernstein, Apple, Kemmis, Tyler, Stenhouse, Sacristán, Alba, Magendzo y Díaz:
- Un cuerpo de contenidos organizados, estructurado de tal manera que refleja principios y normas a través de planes de estudios y programas que organiza el quehacer educativo; definición muy relacionada con la idea de programa y plan de estudios.
- Un punto de vista que lo relaciona con los procesos sociales: construcción cultural, invención social, formas mediante las cuales la sociedad organiza y distribuye el conocimiento educativo.
- Tendencias que cuestionan, desde una perspectiva crítica, su enfoque economicista, tecnocrático, parametral, y su visión como medio de poder y de reproducción de las desigualdades sociales.
- Perspectivas que insisten en una concepción abierta y flexible, que se adecua a las condiciones del medio educativo.
Se observa en estas miradas una gran tendencia hacia la organización parametrizada y controlada del sistema educativo por un lado, y por otro, hacia visiones más conectadas con las realidades sociales obligando a miradas abiertas, complejas y flexibles. En ambas aparecen serias preocupaciones sobre los contenidos de la enseñanza (o del aprendizaje), sobre lo que realmente se enseña (o realmente se aprende), sobre lo propio de la formación (o lo propio de la información), sobre el rol docente, el rol del estudiante, el lugar de la institución, la ciencias, el conocimiento, la cultura. Sobra con todo ello enfatizar que es simple, restrictivo e insuficiente pensar el currículo como una malla de asignaturas con horas, con algunas definiciones didácticas (que la mayor de las veces no son apuestas didácticas sino concreciones instrumentales para enseñar) y con unas secuencias y orden que definen contenidos de conocimiento. Claro que los contenidos y las estrategias son importantes; pero detrás de ello están los contextos y las perspectivas educativas, epistemológicas y didácticas unidas a dimensiones ético–políticas, propias de cualquier sistema educativo.
En tal sentido, consideramos importante rescatar la dimensión social y cultural del currículo y acercarnos a lo propuesto por Grundy (1998) al designarlo “como una construcción cultural” o en palabras de Grinberg y Levy (2009, p. 56), “como los procesos sociales ligados con la selección, la distribución y el acceso a la cultura (legítima y legitimada)”; Igualmente en consonancia con esa mirada, rescatamos la propuesta de Stenhouse, al proponer el currículo no como algo dado o cerrado, sino abierto, en construcción y revisión permanente: “especificación hipotética, abierta a interrogantes y comprobación, dentro de la que se gestiona el conocimiento. Los currículos son verificaciones hipotéticas de tesis acerca de la naturaleza del conocimiento y de la naturaleza de la enseñanza y el aprendizaje”. Es decir, cuando hablamos de currículo, no estamos proponiendo solo contenidos, tiempos, secuencias y didácticas; estamos detrás de ello pensando de forma abierta en un tipo de sociedad y de cultura. Diseñar un currículo entonces, no es armar cajas de contenidos, es definir el tipo de ser humano que queremos formar, para una sociedad en particular. Así el sentido social e histórico que ha de darse al currículo supera una idea de formación centrada en la definición de temas prefijados, pensados muchas veces para responder a requerimientos, estándares o sistemas que “califican” la buena educación a partir del buen resultado en pruebas estandarizadas y no a partir del tipo de sociedad que se construye o el tipo de cultura que se instaura.
Una mirada crítica
La manera como tratamos de visualizar la concepción curricular muestra evidentemente una mirada crítica en torno al tema. Aquí, ser crítico no implica pensamiento contestatario, negación, rechazo; implica la capacidad de mirar más allá de lo establecido. De cierta manera, eso es lo que ha hecho la pedagogía crítica: ir más allá de lo dado, del mundo cotidiano de la educación y leer los trasfondos e intereses que definen formas de ser y actuar de los sistemas educativos. En ese sentido, pararnos en una mirada crítica, obliga a poner en evidencia la visión restrictiva de currículo centrada en un plan de estudios y la estrecha relación de ello con parámetros pensados desde cierto tipo de organismos que determinan e inciden en las políticas educativas. Ello, para rescatar esa dimensión social y cultural que quiere darse al tema y que además cuenta con su sustento y comprensión en infinidad de autores, algunos de los cuales ya hemos mencionado.
La mirada crítica, pone en evidencia la perspectiva instrumental del currículo; una perspectiva que se centra en la organización y los parámetros y se olvida de los sujetos del mundo educativo: “La planificación se tecnifica a tal grado que pasa a ser una organización alejada de quien la usa perdiéndose su “sentido subjetivo”. El currículo es en la actualidad una “tecnología de la parametrización” (Quintar, 2006). No hay desconocimiento del valor e importancia de contenidos, pues detrás de ellos está la ciencia, el acervo cultural y lo construido por la humanidad en términos de conocimiento; lo que se pone en evidencia es la desconexión de ello con el tipo de persona que se quiere formar y para qué. Cuando ello ocurre, se deja de lado la centralidad de la educación como medio de transformación social y como una práctica social y política, que es uno de los estandartes del enfoque crítico.
Dicho enfoque insiste en que los procesos curriculares en una sociedad global, neoliberal y dependiente de parámetros dados por organismos multilaterales, ha logrado imponerse a través de normas, leyes, políticas y sistemas de “calidad” o acreditación, junto con la determinación de estándares y de lineamientos básicos, que son comunes a nivel curricular en todos los ámbitos y contextos de educación. Los parámetros se aplican a todo tipo de institución y estudiante, independientemente de los contextos: qué podemos pensar de la educación entonces en contextos culturales tan diversos como la Colombia profunda, las zonas alejadas, las zonas rurales, las grandes urbes. ¿Para todo valen los mismos estándares y los mismos propósitos curriculares?
Se asumen modelos empresariales para la organización de la academia como si la gestión educativa fuera solo gestión administrativa olvidando la pedagogía, la didáctica y su sentido ético–político; y si se considera lo pedagógico–didáctico, es bajo parámetros instrumentales, que alimentan los modelos: “la transposición a–crítica de enfoques administrativistas empresariales, que desconocen o hacen caso omiso de la pedagogía, al campo de lo educativo, el alto costo de dispositivos “evaluadores”, en muchos contextos cuestionados, cuyos resultados no parecen haber contribuido a mejorar la calidad de la educación, la escasa presencia de la interculturalidad como un componente insoslayable de las políticas educativas en la región, la poca o nula consideración de las culturas institucionales escolares, el escaso diálogo entre las micro y las macro políticas en el diseño de las políticas públicas (Frigerio, 2001, pp. 14–15).
Importancia de asumir un modelo crítico
La bondad de asumir un modelo crítico, se orienta más que en un sentido contestatario o anulador de todo aquello objeto de la crítica, a asumir ese interés por una educación pertinente. Si se cuestionan modelos y enfoques es por su lejanía con las realidades de las personas y sus contextos y por la necesidad de plantear una educación que responda a necesidades de transformación y desarrollo social.
En tal sentido, quisiéramos indicar algunos elementos que podrían alimentar esa mirada del currículo y que podrían trascender la tan instalada mirada instrumental del mismo:
- Un currículo en perspectiva crítica, no hace caso omiso de la cotidianidad. Los cambios educativos, los procesos educativos, no son de escritorio, deben darse en la realidad cotidiana de los sujetos inmersos en ella: “la reforma curricular tiene que ir acompañada por las dinámicas, por los sujetos, ya que son estos los que se re–forman, no únicamente los papeles. Una vez más creo que es importante recuperar una postura de conocimiento ante estos términos y recuperar al sujeto en estas políticas que son para los sujetos y la sociedad que configuran (Quintar, 2005 p. 1).
- Un currículo en perspectiva crítica, asume en su centro las prácticas pedagógicas; es decir, el currículo nace, se desarrolla, se actualiza y se reforma, desde las prácticas y no desde intereses ajenos a ellas. Si es así, no pueden ser solo planes y documentos alejados de la realidad. En ello cobra toda fuerza y vigor los planteamientos de autores como Kemmis, Carr, Grundy y Stenhosue, entre otros, quienes no solo comprendieron, sino que llevaron a la práctica la idea de que el currículo se crea y recrea a partir de las propias prácticas pedagógicas. Pero prácticas con sentido, pensadas, situadas y contextualizadas.
- Un currículo en perspectiva crítica, no es ajeno a las realidades glocales. Utilizamos el término glocalidad (lo global y lo local), destacando la importancia tanto de las realidades globales, que inevitablemente inciden en la vida de cualquier ser humano, como de las locales, donde es evidente que las circunstancias propias de un contexto particular, inciden en la formación de los individuos. Ser crítico nos obliga a mirar lo que hay que cuidar y transformar tanto en las realidades y desafíos globales, como en los que surgen de los contextos específicos.
- Un currículo en perspectiva crítica, defiende la dimensión ético–política de la educación. La educación comporta fuertemente esta dimensión. Todo lo que ocurre en ella tiene que ver — entre otras— con la formación del ciudadano. Allí el mundo de los valores, de las responsabilidades y de la construcción de la civitas, cobra todo su valor. Ha de ser no un instrumento del cumplimiento de parámetros, sino del desarrollo ético político de las personas y la sociedad.
- Un currículo en perspectiva crítica, propende por instaurar miradas profundas. “El ser crítico implica tomar distancia de las realidades “evidentes” y develar lo que hay detrás de ellas generando la posibilidad de discutir y poner en evidencia concepciones, valores y sentidos subyacentes a tales realidades. Es la postura crítica la que permite “poner entre paréntesis” y generar espacios de duda frente a lo que hay detrás de los discursos formales, de las políticas y de los lineamientos que configuraran ciertas formas de ser en las prácticas educativas. (Londoño y Díaz, p. 239). En esa perspectiva el currículo trabaja no lo dado, sino lo dándose, no lo que es, sino lo que no debe ser, lo que no puede ser y lo que ha de ser. Es la perspectiva emancipadora propia del enfoque, que instaura la necesidad de una mirada transformadora de la educación y a partir de ella de la realidad social.
- Un currículo en perspectiva crítica, es inclusivo. Considera a todas las personas, no se piensa para mantener o sostener las diferencias que la sociedad actual instaura en ámbitos diversos como el social, étnico, religioso, etc. “dar cuenta de sentido de inclusión es prever y generar estrategias en la que todos “nosotros” nos sintamos en la necesidad de re–formarnos en términos históricos, yendo más allá de una mera exigencia externa; y allí hay un trabajo sustantivo para quienes trabajamos en procesos de reformas curriculares: promover y provocar una exigencia interna de cambio, necesidades radicales promovidas a partir de las necesidades de cada tiempo y espacio (Quintar, 2005 p. 3).
- Un currículo crítico piensa en los sujetos. No coloca por encima la erudición teórica y el rigor académico disciplinar por encima de las personas. No los niega, pero lo coloca en su lugar. Ello implica hacer de los contenidos y procesos “verdaderas apuestas de formación perfiladas a responder a problemas reales de la sociedad, superando los modelos curriculares academicistas, disciplinares y profesionalizantes que piensan al estudiante y al maestro como partes del engranaje productivo, cuyo fin no es otro que lograr la maximización y consolidación del sistema económico y social vigente” (Londoño y Díaz, p. 238).
- Un currículo en perspectiva crítica, no da la espalada a las realidades nacionales. Solo un ejemplo concreto, para el caso colombiano: el lugar de la construcción de la paz como apuesta social (más allá de negociaciones, firmas o dicotomías políticas y de caudillos). Es pensar el lugar de la paz en las miradas curriculares. Tema nuclear que nos coloca frente a una gran pregunta: ¿El centro de preocupación de la educación colombiana son sus resultados frente a mediciones internacionales, centrando toda la energía (políticas, recursos, medios, incentivos) en lograr subir esos resultados? Y mientras ello ocurre, ¿cómo se asumen los currículos para construir la paz?: ¿Colocando una asignatura “cátedra para la paz”? ¿cómo se debe pensar desde allí el currículo?
Estos puntos planteados, ni agotan, ni cierran la discusión; al contrario dejan abierto el panorama, lo cual es coherente con la postura propuesta. En la medida en que “se den las recetas” para pensar currículos críticos, ya de principio contradecimos la postura. Se trata de pensarnos, de construirnos y de transformarnos. Es un proceso que implica trabajo, reflexión, cambio de cultura y tiempo. Pero no hay que esperar que se definan políticas, que llegue el caudillo de la propuesta crítica. El lugar privilegiado del currículo es la práctica y es allí, donde estas posibilidades podrán concretarse: temas como la “realidad, pertinencia social y cultural, intersubjetividad, procesos de comunicación e interacción, transformación, condiciones históricas, identidades, entre muchas otras de este orden, toman sentido y revelan nuevos significados atinentes a lo que debe ser un currículo o una práctica educativa desde una comprensión crítica. Se trata de diseños y propuestas de acción no prescriptivas, pensadas más en lo que ocurre en el aula o entorno escolar, que en la formalización de documentos, planes y tareas. Lo fundamental debe ir en la línea de aquello que permee al sujeto en su práctica e incida en la posibilidad de reconocer el alcance y la pertinencia ética, política, social y cultural del acto educativo” (Londoño y Díaz, p. 242).
En síntesis, hablar de currículo crítico tiene que ver específicamente con la idea de una educación pertinente. Una educación pertinente a las realidades y a la necesidad de transformación social; pertinente a las personas y a la posibilidad de construirse y construir un mundo mejor; pertinente para responder a problemas sociales como la desigualdad, la injusticia o el deterioro del medioambiente; en fin, pertinente para lo que ha de ser el verdadero sentido de la educación: el desarrollo integral de la persona humana y en ello el de la cultura y la sociedad.