La educación ha sido un asunto que preocupa y ocupa a la sociedad a lo largo de la historia ya que se identifica como el camino que permite transmitir la herencia cultural y cognitiva de la humanidad, en palabras de Durkheim “la educación es el medio por el cual se logrará crear en el corazón de las jóvenes generaciones las condiciones esenciales para la propia existencia” (Durkheim, 1974).
Lo anterior ha propiciado que el ser humano lleve a cabo intentos innumerables por encontrar la mejor manera de consolidar estrategias para enseñar y aprender acorde a la visión que se tenga de la vida, la realidad, aspiraciones sociales, intereses cognitivos y posibilidades, de toda índole, disponibles en el momento en el que se desarrolle este proceso de formación.
Metodologías y teorías de diversa manufactura han proliferado desde épocas ancestrales intentando resolver el reto que presenta la formación, principalmente, de niños en ciudadanos que el contexto demanda, buscando a la vez un equilibrio ecléctico entre el ser individual y el ser social; esto en correspondencia con los ideales educativos que sugieren romper con una visión pragmática y utilitarista al respecto (Delors, 1996).
Como individuo histórico, el humano tiene desde su nacimiento antecedentes sobre los resultados de lo producido a lo largo del recorrido de nuestra especie (Kant, 2015), por tanto, en materia educativa los estudiantes, incluso los más jóvenes, no inician de cero, cada generación se enfrenta a nuevas características y tendencias de este fenómeno social, producto de la eliminación de lo no funcional y adopción de resultados considerados pertinentes según ciertas visiones compartidas de los interesados en el tema.
Lo obtenido de esta experiencia ofrece un punto clave para establecer que no hay recetas de cocina en lo educativo y toda intención de prescribir líneas dogmáticas de acción sucumben ante las variables interminables que representa la combinación de contexto, individuo y contenidos, y más todavía cuando se trata de educación de infantes por sus constantes cambios físicos, cognitivos y emocionales. Lo anterior ha derivado en que los esfuerzos en materia educativa actualmente tomen tantos rumbos como características se tienen de niños-niñas, y posibilidades en un mundo que transforma las relaciones sociales y permite la confluencia de paradigmas. Esta infinidad de opciones surge al entender que el ser humano es cambiante y que la globalización, el avance tecnológico, las formas de comunicación y la generación de conocimiento sin parangón, establecen incalculables directrices hacia dónde orientar los esfuerzos de educación, culminando en la obtención de perfiles de formación según las habilidades que se priorice desarrollar.
Atender estas posibilidades convierte a la educación en una empresa de dimensiones dantescas, pues las maneras de contribuir al avance práctico de la sociedad se amplían y modifican ininterrumpidamente, sin embargo, es esencial no omitir el carácter social que la educación debe procurar, ya que su deber transformador descansa en una base filogenética, ontogenética, necesidades de conocimiento, valores compartidos y una visión clara sobre los problemas comunes a niños y niñas, para que de esta manera ellos puedan emprender planes de acción en conjunto desde un actuar ético y principio de alteridad (Nicol, 1994).
Unir estas dos facetas de la educación complica aún más el panorama ya que además de atender al avance técnico, se debe procurar el desarrollo humano de alumnos como seres gregarios, con un comportamiento que incluya a sus congéneres, su entorno y con una visión prospectiva de construir un futuro mejor (Kant, 2015).
Lo anterior implica que los niños se eduquen en una lógica de progreso técnico y humano, donde se les brinden las herramientas necesarias (académicas, psicológicas, sociales, fisiológicas, etcétera) para que se asuman como un agente de cambio en lo individual, pero que sean capaces de unir esfuerzos en lo colectivo, a fin de que les sea posible impactar en el rumbo de su historia y de quien les rodea.
Pero, ¿cómo llevar a cabo esta tarea? Es de notable complejidad dar respuesta a tal interrogante, pues implica determinar aquellos elementos tácitos y explícitos en la educación infantil que permitan llegar a los resultados esperados. Allegarse a la misma producción técnica puede resultar una manera útil de atender la demanda, pero con la latencia de que se caiga en un flujo cíclico donde la técnica, entendiendo esta como el desarrollo solo de conocimiento y creación práctica, incluso irreflexiva, sirva exclusivamente para reforzar esta misma visión educativa, relegando de forma importante la parte social y su papel de transformación para la procuración del bienestar integral en las personas y las comunidades.
Una opción que toma relevancia ante esta encrucijada, es aquella que se obtiene al reconsiderar los elementos inherentes a la naturaleza humana que permiten procesos más significativos en el manejo de conceptos y procesos culturalmente más elaborados, en este caso, una educación que atienda la formación de niños con una tendencia a ser agentes de cambio en y para su contexto, a partir de actividades innatas, a saber, el juego como elemento principal.
¿Qué es un agente de cambio?
Antes de ahondar hacia la importancia que tiene el juego en la formación de niños como agentes de cambio, es necesario establecer una visión clara de lo que esto último implica.
Las definiciones respecto a un agente de cambio dentro de la literatura se inclinan a considerarlo desde distintas perspectivas (empresarial, organizacional, político, académico, deportivo, etcétera) con elementos constitutivos de diversa índole, según el contexto del que se hable. Al margen de esto, resulta interesante considerar el manejo semántico que hace al respecto la organización civil Educación para Compartir, ya que se dedica a la creación e implementación de programas educativos en varios países de América Latina y Estados Unidos, con la intención de formar niñas y niños con un perfil que la organización denomina un “ciudadano empoderado como agente de cambio”, el cual se concibe como: “un individuo que se define al transformar su contexto, asumiendo un rol protagónico en su bienestar y el de los demás” (EpC, 2017).
Los resultados que Educación para Compartir ha conseguido bajo esta propuesta educativa se traducen en la formación de hábitos ciudadanos, espacios de sana convivencia y aprendizaje constante, permitiendo la toma de decisiones de niñas y niños bajo esquemas democráticos y de participación activa partiendo de la reflexión sobre su persona y contexto.Estos niños como agentes de cambio son capaces de ubicarse en un tiempo y espacio determinado, teniendo la posibilidad de identificar aquello que es necesario o factible transformar en busca de un bien personal y comunitario, basando su actuar en una escala sólida de valores; resaltando que el juego es un elemento importante de su formación, ya que además de ser una herramienta didáctica es un elemento que genera espacios propicios para el actuar ético y la transformación de actitudes y entornos.
Teniendo como elementos eje para la creación de sus contenidos los siete valores institucionales de Educación para Compartir[1] y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la ONU, se alcanzan efectos de gran impacto después de la implementación de los programas, como reducir en más del 40% la violencia, aumentar la conciencia de igualdad de género en un 45% y mejorar las prácticas de juego limpio hasta en un 50%[2].
El juego como generador de espacios para la transformación
En la actualidad, el juego en la educación infantil, visto más allá de actividades de entretenimiento y diversión, se ha convertido en un elemento de trato común tanto en la práctica escolar como en la investigación educativa ya que por su naturaleza intrínseca al desarrollo humano resulta una opción muy asequible para incluirse en los procesos educativos; procesos en los cuales se le han asignado algunas funciones:
- Función biológica
- Función lúdica
- Función cognitiva-social
- Función afectivo-emocional
- Función potenciadora en el desarrollo y aprendizaje
Si bien estas posibilidades del juego son por demás loables, su alcance se remite a ser solo una herramienta útil para fijar contenidos entre los alumnos, sin embargo, el enfoque que se busca resaltar en esta ocasión es ver al juego como un medio para la formación de niños como agentes de cambio, situación que se alcanza yendo más allá de lo operativo, se debe transitar hacia considerar al juego como una dinámica que permite vislumbrar que “al escoger algo se tiene un impacto en otras personas… se trata de tomar decisiones teniendo en cuenta la repercusión que estas tienen en los otros” Schweizner (2017). Esto determina que dentro del juego se establecen interacciones –conscientes o intuitivas- como parte esencial en el desarrollo de los juegos, lo cual se debe a que incluso si no se razona sobre las estrategias a utilizar, variables, como la evolución o la experiencia de errores pasados, a menudo pueden hacer a los individuos, incluso en sus etapas más tempranas de desarrollo, comportarse como si fueran jugadores fríamente racionales (Cabrales, 2015).
El juego como elemento para la formación de niños como agentes de cambio puede considerarse que corresponde a tres grandes modos de experiencia: intelectual-científica, práctica-social y afectiva-social (Guiraurd, 2004) permitiendo una función de aprendizaje, toma de decisiones y proyección hacia la transformación de contextos estableciendo consistentemente la posibilidad a los participantes de experimentar roles en las actividades lúdicas, con la ventaja de que se eliminan los riesgos que la realidad representa. En este sentido Eric Berne (1964) considera que nuestros comportamientos sociales (familia, amigos, recreación, trabajo, etcétera) son juegos, viéndolos como “sistemas de relaciones que reproducen situaciones arcaicas cuya clave no poseen los jugadores” (Berne, 1964), es decir que todos asumimos un rol en nuestro actuar cotidiano, sin que este sea necesariamente consciente del todo pero que tiene implicaciones respecto al comportamiento de otros, por ejemplo, el rol de maestro da pie al de alumno y viceversa. Esta perspectiva en el juego infantil puede adquirir connotaciones de asumir roles de paciente y doctor dentro de una actividad.
Lo anterior presentado en un contexto cambiante y complejo implica que hay muchas cosas a las cuales prestar atención y enfocar la concentración, por lo tanto, el juego debe a la vez de establecer roles, generar reproducciones de la realidad, considerándolo como una especie de duplicidad de lo vivido, donde niñas y niños puedan tomar la realidad como juego respecto de la cotidianeidad sin que necesariamente se tenga que negar a esta (Luhmann, 2007).
En esta segunda realidad (el juego) debe haber condiciones específicas que permitan considerar la conducción dentro de ella como si se tratara de la realidad común, por lo tanto, para el desarrollo del juego debe establecerse una delimitación del tiempo y espacio; lo anterior en el entendido de que durante la realización del juego no se pasa a otro modelo de conducción de la vida, lo cual no suspende el transcurso del resto de la realidad, por lo tanto, el juego en su transcurrir siempre involucra a la realidad desarrollada en él y a la simultanea realidad externa de cada niño, exigiendo per se una constante vigilancia de los límites; situación que se consigue mediante el establecimiento de reglas para determinar e identificar el comportamiento personal y de los otros.
Tanto las conductas aceptadas como las no permitidas son parte del juego, por lo que al presentarse y considerarse dentro de las actividades desarrolladas en esta segunda realidad dan oportunidad los niños de percatarse y valorar acciones, actitudes y problemas bajo reglas claras, una realidad establecida y valores compartidos, posibilitando reconocer opciones de solución convergente, con la posibilidad que el juego da, como es la de observar un principio y fin de lo realizado, identificando un antes y después sobre lo que se ha experimentado.
El juego y los agentes de cambio
Concatenando al juego con la formación de niños como agentes de cambio se obtiene por un lado la creación de espacios cada vez más productivos respecto a la generación de propuestas e implementación de proyectos y por otro, la formación de ciudadanos que son a su vez creadores de estos mismos espacios, los cuales les son útiles para la incubación de ideas, actuaciones y asumir roles que les dan la posibilidad de definirse e involucrarse en la toma de decisiones dentro de espacios de juego que ulteriormente se transformen en acciones de impacto en su comunidad.
Es entonces que el juego en sus acepciones como: “generador de realidades”, posibilidad de ser, libertad de acción, espacio de reflexión, momento de experimentación, oportunidad para el error y arista donde confluye lo vivencial y lúdico se convierte en una invaluable oportunidad para que los niños comiencen en un entorno seguro, con réplicas de la realidad, la transformación de esta última priorizando lo que mejor contribuya a su bienestar personal y al de su comunidad.
En concreto, el juego permite ofrecer las condiciones y herramientas necesarias para que niñas y niños se reconozcan y asuman como agentes de cambio, reflexionando sobre su vida y contexto a la vez que van adquiriendo la confianza que dan los conocimientos y habilidades que respalden su actuar transformador.
Conclusiones
Desestigmatizar al juego como una actividad meramente hedonista permite reforzar su uso como herramienta eficaz para la apropiación de contenidos y más aún, amplía las posibilidades para constituirse como un elemento que permite la generación de condiciones propicias para la formación niños como ciudadanos que produzcan cambios en su manera de pensar y vivir al transformar su comunidad desde un ambiente seguro y sin limitantes, pues la imaginación toma un lugar preponderante en este enfoque del juego.
Es imperante entonces, que en los espacios escolares se adopte de mejor manera la posibilidad de jugar con la visión de que a través del juego se podrán generar y consolidar nuevas maneras de aprender, enseñar y vivir la educación, llevando los contenidos curriculares hasta sus últimas consecuencias, que corresponde a formar a niños y niñas como agentes de cambio con un sentido humano firme.
Finalmente, no perder de vista el trabajo de organizaciones como Educación para Compartir resulta importante debido a las posibilidades que ofrece para tener una nueva visión respecto a la educación y el papel que los niños juegan en su proceso formativo mediante el juego, buscando trasformar su vida y contexto. Sumarse a estas tendencias de innovación educativa permite romper esquemas y avanzar hacia nuevas formas de debate y construcción pedagógica.
[1] Valores EpC: Trabajo en equipo, juego limpio, igualdad de género, tolerancia, respeto, empatía y responsabilidad.
[2] Para más información visitar www.educacionparacompartir.org