La matemática es desde hace mucho la disciplina escolar más odiada de todas, de la que más huyen estudiantes de todo el mundo y de todas las edades. ¿Qué vas a estudiar?, le pregunta uno a un adolescente ya cercano a terminar sus estudios básicos y en muchos casos contesta con total convicción: “Nada que tenga que ver con matemáticas”. Algunas de las razones por las que ello es así se han discutido mucho y han sido bien identificadas. El excesivo énfasis en la parte procedimental de la matemática por encima de la comprensión, la absurda dependencia en lo memorístico sobre lo deductivo, y la aparente irrelevancia de los tópicos de estudio y su escasa relación con la realidad son quizás las más notorias. Sin embargo, de una de las causas principales del terror que las matemáticas producen entre los estudiantes, poco se habla: la evaluación. A pesar de que son muchos los docentes que estamos ofreciendo a nuestros estudiantes una matemática más amigable, relevante, enfocada en la comprensión y no en lo mecánico, y muy diferente a la matemática que nosotros mismos recibimos cuando éramos estudiantes, a la hora de evaluarlos seguimos haciéndolo de la manera tradicional, examinando lo procedimental, prohibiendo la ayuda de las nuevas tecnologías, premiando la velocidad y la precisión, fomentando la competencia e insistiendo en el trabajo individual y aislado. En parte, los docentes estamos casi obligados a evaluar así, pues así es como los estudiantes son evaluados en las pruebas masivas y estandarizadas a los que regularmente son so metidos, y la manera como se sigue evaluando a los estudiantes en la universidad. Dichas pruebas desconocen por completo la realidad de la matemática contemporánea y de la ciencia en general. Para comenzar, todo aquello que sea ejecutar procedimientos o rutinas, la ciencia y la matemática ya se lo ha delegado a los computadores para su realización. Una vez un estudiante sabe y, sobre todo, entiende cómo se suman dos fracciones, o se deriva un polinomio, no necesita demostrarlo sumando doscientas fracciones o derivando tres mil trinomios. Es más, es posible que pueda hacer sin error esas doscientas sumas o tres mil derivadas y aún así no entienda ni el cómo ni el porqué. Hay otras formas que le permiten saber al docente si el estudiante realmente sabe y entiende cómo sumar fracciones o derivar un polinomio. Una, por ejemplo, es observando cómo le explica a otro cómo hacerlo, y por qué debe hacerlo así.
Esas pruebas estandarizadas, universales e individuales desconocen también la enorme diversidad de talentos que existen entre los estudiantes y solo apuntan a evaluar una única manera de abordar la matemática. Ya todos entendimos finalmente que las inteligencias son múltiples y que no todos tenemos la misma mezcla de ellas. Eso mismo es cierto de la inteligencia matemática: viene en muchas variedades (la numérica, la espacial, la aleatoria, la lógica, etc.), y ninguna prueba estandarizada puede dar cuenta de todas ellas. Cuando un estudiante no sale airoso de una prueba de esa naturaleza puede quedar con la sensación de que no es apto para toda la matemática, cuando lo más probable es que su fortaleza se encuentra en otro aspecto de la matemática. Examinar a todos los estudiantes de matemáticas con la misma prueba es tan absurdo como examinar a todos los estudiantes de algún instrumento musical con el mismo examen de piano. Por supuesto que un docente no puede aplicar pruebas a la medida de cada estudiante, pero su evaluación a lo largo del tiempo que está con él debe enfocarse en buscar, no lo que le “falta” sino lo que “tiene” y que merece ser resaltado y reforzado. Es decir, la evaluación no debe ser para castigar, ni amonestar, ni asustar, ni espantar, ni clasificar.
Esas pruebas estandarizadas y masivas también desconocen la importancia de la colaboración, del trabajo en equipo. Basta examinar una revista científica de cualquier disciplina para constatar que son raros, si alguno, los artículos de un solo autor. Los Newtons, Darwins, Galileos y Pasteu rs, haciendo ciencia encerrados en solitario en su buhardilla o laboratorio, si es que alguna vez así la hicieron, quedaron todos atrás. Toda la ciencia contemporánea es fruto de la colaboración de personas con talentos diversos que se complementan y potencian a la hora de colaborar. Los grandes problemas del momento, algunos más urgentes que otros, como el cambio climático, el envejecimiento de la población, la resistencia de las bacterias a los antibióticos, la hipótesis de Riemann, el auge del populismo, la búsqueda de una teoría unificada de la gravitación y el electromagnetismo, la existencia o no de vida extraterrestre y tantos otros, no van a ser resueltos por las ideas geniales de un individuo en un momento de inspiración, sino por la confluencia de la sabiduría, genialidad, el trabajo y el liderazgo de muchos. Greta Thunberg sola no resolverá el problema del cambio climático, pero sí podrán hacerlo los cientos de miles de personas, jóvenes sobre todo, que ella ha convocado para que entre todos salgamos del atolladero en que nos metimos. Las pruebas estandarizadas, las mismas pruebas para estudiantes de los más diversos orígenes, culturas, talentos, y con las que las universidades escogen a sus estudiantes, rara vez pueden identificar rasgos incluso más importantes que los meramente académicos, entre ellos rasgos de liderazgo y colaboración. Por ello, cuando dejamos que esas pruebas, a pesar de lo inevitables que son, lo digan todo, no solo estamos dejando a muchos por fuera de oportunidades en que podrían destacarse, sino enviando un mensaje de fracaso a quienes no las superan. Son los que no quieren tener nunca más nada que ver con las matemáticas.
Por supuesto que cambiar de un día para otro la forma de evaluar no es tarea fácil. Es, sin embargo, algo que todos los sistemas educativos deberán abordar poco a poco. Se trata de hallar la forma de evaluar sin causar daño, en condiciones en que quienes están siendo evaluados no sientan que se están jugando la vida, en que la evaluación sea ella misma una ocasión de aprendizaje más, en que lo que se evalúa no sea un solo aspecto del saber matemático. No se trata, tampoco, de pasar el mensaje de que la matemática no requiere esfuerzo. Por el contrario, todos sabemos lo exigente que es nuestra disciplina y el mensaje que debemos transmitir es que el esfuerzo que hacemos es reconocido y se manifiesta de muchas formas. A los docentes nos queda la difícil tarea de idearnos la manera de estimular, nutrir y reconocer ese esfuerzo. Un solo examen de escogencia múltiple, cada cual sentado en su pupitre, con el segundero del reloj andando a toda marcha, desprovisto de todas las ayudas con las que cuenta cualquier científico hoy día, e incomunicado con el resto del mundo, puede convertirse en una verdadero trauma que expulse para siempre del mundo de las matemáticas a más de uno.
Evaluar es una parte imprescindible del trabajo del docente, pero es algo que pueda hacerse sin hacer daño, ni convertirse en un trauma. Hay mil formas de hacerla: observando, dialogando, mediante proyectos de largo y corto plazo. Existe también la posibilidad de la autoevaluación, pedirle al mismo estudiante que reflexione sobre su proceso de aprendizaje, lo que ganó y lo que quedó faltando. Subestimamos en muchas ocasiones lo que los estudiantes son capaces, por ejemplo, el de ser tremendamente autocríticos, examinarse a sí mismos y, de la mano de un docente comprensivo, superar escollos y alcanzar metas, metas que van mucho más allá de sacar buenos resultados en un examen de papel y lápiz. No hay que olvidar que, más que nada, la evaluación debe dejar una lección, un aprendizaje.
“Desde que tengo uso de razón, las matemáticas y materias como esas son para mí como un juego, un rompecabezas que enfrento como tal. Ganarle a la profesora ha sido siempre mi reto, así como hallar la solución primero que los demás a los problemas más difíciles. Lograrlo me hace sentir “guau”, más que bien…”, cuenta Melisa Parra Takeuchi (‘Es a mi mamá a quien le debo el amor a las matemáticas’, El Tiempo, 4 de julio de 2019), una joven ganadora de las Olimpíadas Repilos que tuvo la fortuna de contar a lo largo de su vida con verdaderos maestros, su abuelo, el legendario Yu Takeuchi, el padre de las matemáticas en Colombia, y su madre Caori, entre otros y que inculcaron en ella, más que nada, el amor por las matemáticas y el estudio en general. Ese es el reto que tenemos todos los que nos dedicamos a la docencia, contagiar a nuestros estudiantes del amor por cada una de nuestras disciplinas y no atiborrarlos de información, recetas sin sentido y fórmulas arbitrarias que pronto se olvidan. Con toda seguridad, Melisa ha tenido que enfrentarse a los mismos exámenes por los que todos hemos tenido que pasar, pero con la fortuna de que el amor por las matemáticas con que fue contagiada desde temprano no sufrió con los reveses que encontró en el camino. Ella misma lo cuenta: “Siento que las pruebas presenciales están mal diseñadas. Triunfa el que es más rápido, el que tiene mayor habilidad para apretar el botón. No gana quien sabe más. Había muchas respuestas que sabía… Cuando pierdo por no saber me da pesar por no haber estudiado más y trato de superar esos vacíos con lecturas, con más trabajo…”
Así como poco a poco, los profesores de matemáticas estamos haciendo la transición a unas matemáticas más relevantes, más alegres, menos mecánicas y memorísticas, también tendremos que hacer el esfuerzo de buscar formas novedosas de evaluar el desempeño de nuestros estudiantes, sin llenarlos de temor en el camino, ni ahuyentarlos de la matemática, recalcando no tanto lo que falta sino lo que hay. Con toda seguridad, cuando Melisa sea una profesora destacada como su abuelo, su manera de evaluar a sus estudiantes será muy diferente a la manera como ella fue evaluada. RM