El tema sobre la ética de la comunicación y su relación con la construcción de ciudadanía está asociado inevitablemente con los discursos de lo políticamente correcto o de los lugares comunes en los múltiples mensajes que circulan en la escuela, en las conversaciones cotidianas o en los medios masivos de comunicación. La regulación cultural del deber-ser constituye una presencia y, a la vez, una presión inconsciente en las enunciaciones y en las acciones cotidianas de los individuos. Pero el deber-ser no está desligado del saber para poder-hacer en el contexto de los discursos con los que ellos se forman. Dados los fracasos de las asignaturas y las cátedras sobre democracia, ética, sexualidad y competencias ciudadanas, que han sido declaradas como obligatorias por ley, es necesario apostar por la hipótesis según la cual los progresos intelectuales y las identidades con las fuerzas del conocimiento interdisciplinar constituyen la mejor garantía para aprehender los principios fundamentales de la ciudadanía; es decir, dichos temas, que atañen a problemas sociales, tendrían que ser transversales.
El discurso sobre la ética y la moral lleva consigo la impronta de cómo deben-ser y cómo deben actuar en la sociedad quienes la constituyen. Al respecto, se le pide a la escuela cumplir con esta responsabilidad: educar en valores, ética, moral y competencias ciudadanas. Entonces aparecen currículos y programas de enseñanza en Educación Ética y Valores Humanos, por ejemplo. En Colombia, dentro de los currículos del área de Comunicación (o Lengua y Literatura) hallamos, como una constante, el eje que se denomina Ética de la Comunicación (Ministerio de Educación Nacional de Colombia, 1998b).
Este eje está asociado con las habilidades para la interacción comunicativa, oral y escrita, y con el reconocimiento de la diversidad y de las diferencias socio-culturales, así como con el desarrollo de las capacidades para la argumentación, dentro y fuera del contexto educativo formal; se sugiere en los lineamientos curriculares de 1998 analizar con los estudiantes de todos los grados la ética de la comunicación como un principio determinante en la construcción de ciudadanía, pero ya en las políticas curriculares de los años 2015 a 2017 esta insinuación se disipa entre los énfasis gramaticalistas y contenidistas.
En un documento gubernamental sobre la “enseñanza” de la ética se afirma que “la formación en valores éticos y morales en Iberoamérica debe reconocer el peso y las dinámicas de nuestros propios contextos sociales, económicos, políticos y culturales…” (Ministerio de Educación Nacional de Colombia, 1998a: 21) y se señala que “también entran en juego nuestras propias tradiciones, nuestros propios imaginarios colectivos…”. Pero esta declaración generalista tiene su anverso, más allá de lo políticamente correcto: los enunciados “nuestras tradiciones” e “imaginarios colectivos” pueden leerse como una referencia implícita a las tradiciones de la corrupción –aunque en el sujeto no emerja la imagen de la transgresión a la norma sino la “normalización” de la ambición económica propiciada por el discurso “contemporáneo” del emprenderismo hoy-; también puede ser comprendido el enunciado “imaginarios colectivos” como la ilusión del “progreso” y la ascensión rápida en la pirámide social, independientemente de los intereses comunitarios.
En suma, la polivalencia semántica aparece cada vez que nos referimos a la moral y a la ética; así y todo, se considera que es a la escuela a la que le corresponde como institución social esclarecer dichas ambigüedades y educar para ello. Tácita y explícitamente se le demanda a la escuela formal (incluida la universidad) hacer lo que definitivamente no puede, en estos tiempos de la navegación digital, pues la otra escuela, la informal, la del discurso oral de los parlamentarios, de los mass media, de las redes sociales y de la publicidad es más poderosa y efectiva que los discursos deontológicos (los del deber-ser) que se pregonan en las aulas. Por vía de la oralidad y de la imagen los niños y los jóvenes asimilan representaciones sobre el mundo, orientadas a la habilidad para saber triunfar, aunque haya que pasar por encima de los otros; lo que ocurre en la vida práctica y cotidiana –tantos políticos corruptos y tantas manipulaciones ideológicas, donde caben también las iglesias dogmáticas, son enseñanzas invisibles de ciertos comportamientos que inconscientemente se instalan como ideales-.
El significado de la democracia emerge aquí como una posibilidad para neutralizar los lugares comunes que precisamente la escuela reproduce en esa especie de esquizofrenia y de artificialidad de sus discursos. Pero hay también al respecto dos posiciones en la relación entre democracia y educación: la primera señala que en la medida en que un alto índice de la población acceda a la educación formal es posible garantizar la construcción de sociedades con principios morales y democrá- ticos. La otra posición es la que se encubre y nadie nombra: la educación formal en sus distintos niveles también educa, sin duda de manera no intencionada, en los ámbitos de la ambivalencia ética y moral, que impregna, por supuesto, a los imaginarios sobre la democracia. No de otro modo puede entenderse la ligereza en el modo de actuar de muchos profesionales del Derecho, la Ingeniería, la Medicina, la Economía y la Educación. Porque es un asunto de ética profesional la actitud displicente del médico apurado frente al paciente, que no puede comunicar con agilidad sus síntomas, o el comportamiento ambivalente del discurso oral de los abogados, para quienes todo vale en aras de los honorarios proporcionados por un cliente culpable de un delito grave, o la de los ingenieros y sus aplicaciones presupuestales en materiales baratos en aras de una mayor ganancia con sus contratos; todos los profesionales universitarios recibieron, desde la educación secundaria y a través del pregrado e incluso de los posgrados, cursos sobre ética y moral y sobre comunicación; sin embargo, con las excepciones de los profesionales moralmente idóneos, la constante es la manipulación verbal y el uso y abuso con los recursos públicos.
La asunción de la ética, en consecuencia, no depende solo de la voluntad del individuo sino también de las regulaciones sociales y de las condiciones de sobrevivencia y, por lo tanto, atañe a los definidores de las políticas educativas el reto de propiciar condiciones para los equilibrios sociales como condición para la instauración y realización, en lo posible, de los principios éticos y morales según sea el contrato social en un proyecto de nación, como tendrá que construirlo Colombia luego de los acuerdos de paz.
La ética ciudadana y la pedagogía
Ubicados en el contexto educativo formal algo puede hacer la escuela para interpelar las singularidades humanas y poner en la balanza semántica los discursos oficiales sobre la ética y la moral y su concreción en la vida práctica. Ya el solo hecho de retomar los documentos oficiales sobre la ética y abordarlos desde un ángulo crítico y desde el pensamiento divergente constituye un paso fundamental hacia la formación en valores más allá del discurso del deber. Se trata entonces de obrar al revés: en lugar de la enseñanza del discurso del deber-ser se procede desde el poder hacer interpretaciones de los discursos sobre la moral para ponderar el decir con las acciones humanas; la escuela que sobresale es la que promueve la pedagogía del foro, a partir de los análisis de casos, y no la de la enseñanza directiva y vertical. Entonces, no se trata de memorizar los ideales que subyacen en aquellos discursos sino plantear la des-construcción de dichos ideales ahora contrastados con una realidad: la que vivimos y sentimos en el día a día de la docencia con sus flujos comunicativos; ello presupone que los docentes seamos analistas de los discursos, en tanto la profesión nos conmina a interpretar lo dicho por los estudiantes y a nosotros a ser interpretados por ellos; es decir, propender por la interlocución, considerar que el estudiante, como todo usuario de una lengua, “es de por sí un contestatario, en mayor o menor medida: él no es un primer hablante, quien haya interrumpido por vez primera el eterno silencio del universo, y él no únicamente presupone la existencia del sistema de la lengua que utiliza, sino que cuenta con la presencia de ciertos enunciados anteriores, suyos y ajenos… Todo enunciado es un eslabón en la cadena, muy complejamente organizada, de otros enunciados.” (Bajtín, 1982: 258).
Y los enunciados nunca son neutros; ellos llevan consigo unas representaciones imaginarias sobre la ciudadanía y sobre la política, sobre el trabajo o sobre el amor. Cómo desentrañar esos enunciados que hablan a través de la voz, oral o escrita, de los estudiantes es el reto pedagógico de todo docente para lograr la interlocución y, por ende, la entronización de la ética de la comunicación en la construcción de ciudadanía dado que en esta relación se trata de la transacción de los significados en la perspectiva de acceder a conocimientos nuevos, con el poder del mediador y de la interacción con los otros. Planteamos como hipótesis que solo desde los aprendizajes construidos colectivamente, surgidos de las lecturas, de las discusiones y de las múltiples experiencias de recontextualización –como las que se dan a través de los proyectos de trabajo en el aula-, es posible asimilar los principios éticos y morales en la formación ciudadana, entendidos como saberes sociales implícitos en los saberes disciplinares –sean de las ciencias, de las matemáticas, de las humanidades o de las artes- de tal modo que el asombro mismo del sujeto al saber que está aprendiendo produce en él la sensibilidad para reconocer al contradictor como un principio inherente en la comunicación y en la vida en comunidad. Llegados aquí parece extraño lo que declara el programa de evaluación internacional PISA cuando afirma que las mejores escuelas del mundo han garantizado en los estudiantes de 15 años de edad el dominio de los conocimientos fundamentales en ciencias y en matemáticas pero no han logrado el desarrollo de las emociones, la afectividad y de los principios éticos.
Es paradójico porque nadie puede aprender sin afectos y la ética se configura en el sujeto casi de manera natural en la medida en que vive con asombros la construcción del conocimiento en comunidades de aprendizaje, con horizontes prácticos y sociales, como lo pregona el enfoque por competencias. Cabe preguntarse si es propiamente el conocimiento, con sus epifanías, lo que construyen los estudiantes que tienen los más altos puntajes de PISA o si son solo experiencias pasajeras con el conocimiento. La lectura crítica, la argumentación oral, la disposición intelectual para escuchar y la producción escrita en contextos auténticos de comunicación constituyen potentes dispositivos para la formación de sujetos más dispuestos al desarrollo de la moral y de la ética social. Pero cada una de estas habilidades de la comunicación están mediadas por una concepción que ha de posibilitar la fuerza interlocutiva de la comunicación y evitar así los estereotipos. También aquí nos encontramos con la disparidad entre el acuerdo social sobre el currículo y las pedagogías y lo que se estructura (como un currículo) en los materiales de trabajo en el aula -objetos protagónicos en los escenarios educativos-. Así, las prácticas de evaluación externa propenden por la comprensión y la interpretación de los textos pero los documentos oficiales promueven currículos que recalan en los enfoques fonológicos y gramaticales, listados de vocabularios y demás formalidades lingüísticas ajenas a los usos auténticos del lenguaje.
Es de nuevo el problema de la ética y de la doble moral en estas supra-instituciones gubernamentales que subestiman el potencial creativo de los docentes; así, en lugar de proporcionar señales para la innovación pedagógica confunden a los maestros. Claro está que aquí uno se pregunta por el poder, sustentado en el saber de los maestros, para tomar decisiones con convicción: durante la formación en la universidad estudiaron a los psicólogos de la educación, como Vygotsky, Piaget, Bruner y Gardner, pero también a los sociólogos de la educación y de la pedagogía, como Bernstein, Bourdieu, Freire o Freinet, y en el momento del ejercicio profesional estas fuentes se borran de la memoria, lo cual quiere decir que la entidad formadora no orientó a los futuros docentes en la cohesión entre teoría y práctica y tampoco el docente se interesó por poner a prueba dichas teorías en el escenario propio del desempeño profesional, pero sobre todo porque las contradicciones de la agencia gubernamental (el Ministerio de Educación o las Secretarías de Educación) tienen un gran peso en las inercias y en esa tendencia a la a-criticidad de los docentes.
Analizar en el aula el discurso emitido por un político en campaña, por ejemplo, propicia la formación política y con ella la formación para una actitud crítica que en sí misma conlleva una ética de la comunicación en el marco de la construcción de ciudadanía, pues esta actitud crítica no está guiada por el dogma sino por una disposición hermenéutica que conduce a develar lo dicho en el decir discursivo del político. Lo mismo puede plantearse en el análisis de los textos publicitarios: descubrir los efectos persuasivos de la publicidad, sus recursos retóricos para la manipulación, no es más que tomar conciencia sobre cómo funciona la comunicación y este es un aprendizaje vinculado con la formación ética en el contexto de la ciudadanía. Desde la escritura igualmente hemos de considerar la ética de la comunicación a partir del trabajo pedagógico, orientado a partir de los productos escritos de los estudiantes.
Si la ética comunicativa del docente está presente en su labor profesional, la escritura del estudiante es un pivote siempre para la interlocución y para el dominio progresivo de una práctica tan compleja como el acto de escribir; de un lado, está la ética del docente, que le dedica tiempo y lo hace con encanto, como lector y corrector de estilo de los escritos de sus estudiantes; esta ética funciona como forma de valoración de la producción auténtica del estudiante de tal modo que el estudiante se asume como autor; por otro lado, cuando el estudiante sabe que es leído, se esmera por producir textos desde un pudor que se asocia con la acción metacognitiva, implicada en la revisión discursiva y lingüística del texto; lo contrario a esta experiencia con la escritura auténtica es la escritura impostora, fingida, estereotipada, de frases deshilvanadas, regularmente sin destinatario y por lo tanto sin prospección social. Es inevitable el aprendizaje de la ética de la comunicación y de la ciudadanía en estas relaciones.
Por eso Ong (1982) ha dicho que la escritura es un proceso reestructurador de la conciencia. La escritura es también una práctica que propicia el desarrollo de la oralidad y de la escucha, pues cuando el sujeto escribe le asigna consistencia a la deliberación oral, cohesiona los criterios y los saberes que se ponen en juego en el escenario de las aulas, por supuesto con el soporte de las lecturas. En esta perspectiva no hay una tal dicotomía entre la oralidad y la escritura en los contextos académicos, sino una relación de ida y vuelta, de permanente retroalimentación: se trata del paso de la conversación prototípica (informal, temas cotidianos) a la conversación periférica (formal, temas no cotidianos), también determinantes en la construcción de ciudadanía. La oralidad en el contexto académico está impregnada de escritura y a su vez la escritura arrastra en sus estructuras registros de la oralidad periférica; las pedagogías para el aprendizaje de la lectura y la escritura son también las pedagogías de la oralidad y de la escucha; esta intersección apuntala la relación entre lenguaje, pedagogía y formación ciudadana.