Emociones y virtudes públicas en Colombia
Entre nosotros campean con libertinaje, y más hoy en día, calumnias, diatribas, odios y persecuciones viscerales en un marco de desvergonzada impunidad. Por ello, una educación ético-política enfocada hacia la formación de las emociones y la consolidación de las virtudes públicas viene a ser un proyecto urgente para nuestra sociedad colombiana. Sobre estos dos ángulos podría descansar la posibilidad de llegar a constituirnos, finalmente, en una verdadera democracia, en lugar de seguir viéndonos y rivalizando como feudos independientes. En tal sentido, el texto que sigue propone algunas reflexiones desde esas dos prioridades educativas: la formación respetuosa y propositiva de las emociones y las virtudes públicas como marco general de convivencia.
a. Un eslabón perdido
Posiblemente la formación ético-política –de la cual la institución educativa formal apenas es un momento, y por lo general el menos influyente- tiene un eslabón perdido y fundante que le da las bases y sentido: la educación emocional, esto es, el ejercicio deliberado, regular y comunitario de proveer reflexión, reconocimiento y dominio de las emociones propias y de los vínculos que establecemos con los otros, más allá del emotivismo ciego y descontrolado, de las reacciones irreflexivas con las que actuamos en más de una ocasión. Algo así como dirigir los impulsos desde la razón, la tolerancia, el respeto y la convivencia; algo parecido a sopesar o aquilatar los impulsos cara a actuar como seres que sienten responsablemente y con conciencia de alteridad. En este aspecto, Steiner y Perry afirman que la educación emocional debe dirigirse al desarrollo de tres capacidades básicas: “la capacidad para comprender las emociones, la capacidad para expresarlas de una manera productiva y la capacidad para escuchar a los demás y sentir empatía respecto de sus emociones” (1998:27). Tal educación emocional comporta entender y asumir que el desarrollo emocional es una parte indisociable del desarrollo integral de la persona: cuerpo, emociones, intelecto y espíritu nos constituyen y son dimensiones que se requieren mutuamente para lograr la plenitud humana. En ese sentido, la educación debe atender a la formación de los sentimientos: reconocerlos como sistemas constitutivos de la vida personal y social, asumirlos en tanto fuerzas que dirigen los juicios y los valores así como en fomentar espacios para expresarlos de manera adecuada. Es decir, una formación ético-política parte desde el reconocimiento de las emociones como asuntos teóricos hasta las sustantivas implicaciones actitudinales y procedimentales en el sujeto y la colectividad.
Por lo anterior, y en consonancia con Bisquerra (2000), la educación emocional debe tener un carácter participativo y flexible. Participativo porque requiere de la acción conjunta y cooperativa de todos los que integran la estructura académico-docente-administrativa de una institución educativa y porque es un proceso que exige la participación individual y la interacción social. Flexible, en cuanto que esta educación debe estar sujeta a un proceso de revisión y evaluación permanente que permita su adaptabilidad a las necesidades de los participantes y a las circunstancias contextuales.
Ahora bien, la educación formal ha desarrollado propuestas y programas que han ido desde la educación en virtudes y valores hasta las competencias ciudadanas, pasando por la educación cívica y cátedras para la paz hasta llegar a hablar hoy, por ejemplo, de pedagogía de la ternura, pero indiferenciando o confundiendo términos y finalidades. Al respecto Bisquerra (2000:8) afirma: “La educación emocional supone pasar de la educación afectiva a la educación del afecto. Hasta ahora la dimensión afectiva en educación o educación afectiva se ha entendido como educar poniendo afecto en el proceso educativo. Ahora se trata de educar el afecto, es decir, de impartir conocimientos teóricos y prácticos sobre las emociones”, lo que implicaría reconfigurar las finalidades y prácticas trasversales de la institución educativa, tales como promover el florecimiento de la singularidad y avanzar en la constitución de vínculos de intersubjetividad como parte estructural e indispensable de una formación ético-política.
Sobre esta reconfiguración de las finalidades formativas de la escuela, Dewey en su obra Cómo pensamos (2007) reflexionó minuciosamente acerca de la naturaleza de la escuela concluyendo que además de dedicarse a la formación académica, las escuelas deben ser espacios donde los estudiantes se formen democráticamente por medio de la promoción del pensamiento reflexivo y de la habilidades que se requieren para ejercer democracia. En su libro presenta en líneas generales algunas de las habilidades que son necesarias para forjar ciudadanos democráticos: intercambio de perspectivas, diálogo social y transacciones interpersonales.
Por supuesto, este deber ser es mayoritariamente aceptado y asumido. De cierta manera y de labios para fuera, todos consideramos que la educación de la emociones es un terreno central en la formación escolar pero a este panorama, del todo optimista, se le enfrenta otro más complejo y es el de la cotidianidad del trabajo docente, el de las emociones del docente en el día a día. Al respecto, una investigación de Alexis-Boyd (1998), establece las relaciones entre la vida emocional de los profesores y su trabajo, así como el grado en que su quehacer impacta su vida emocional. La investigación abarcó una muestra de ochenta profesores de escuelas públicas del distrito escolar Midwestern de Cincinnati, para llegar a presentar algunas inferencias acerca de los efectos de la enseñanza en la vida emocional de ellos, con el fin de determinar si era necesario o no intervenir al respecto. El estudio constató que las evidencias recabadas sugieren que la cruda realidad del día a día de la escuela compromete la capacidad de los profesores para satisfacer las altas expectativas a las que son sometidos por los diferentes sectores de la sociedad y que las exigencias de la enseñanza pueden tener efectos nocivos sobre su vida. Los profesores estudiados mostraron una serie de indicadores físicos, mentales y de aflicciones emocionales que impiden su efectividad profesional. Los datos del estudio concluyen que es necesario desarrollar intervenciones para apoyar el conflicto emocional en que se mueven los docentes cotidianamente. Aunque fundamentarse en una sola investigación para generalizar estados emocionales no es suficiente, sí permite, al menos, darnos a la tarea de pensar que una formación ético-política pasa por la educación de las emociones y que esta inicia en el reconocimiento de las emociones del docente.
b. Las virtudes públicas en Colombia
La ética de la virtud, iniciada por el discurso platónico de Sócrates y llevada a su mayor desarrollo en la Ética Nicomáquea de Aristóteles, fue olvidada hasta después del período ilustrado en el que el fundamento de la moral era el establecimiento del deber, con Kant como su mejor exponente. Habrá que esperar a que el siglo XX irrumpa y fracture los metarrelatos, a que la relatividad ahogue los esfuerzos de unidad consensuada y que la modernidad líquida entronice la adiaforización (Bauman, Donskis, 2015) para que el tema resurja, aunque las propuestas en las éticas actuales sean variadas, divergentes y hasta contrapuestas. Unas constituyen innovaciones (Vattimo, Foucault, Deleuze, Levinas), otras, prolongan el deontologismo kantiano (Rawls, Apel, Cortina). En tan complejo y disímil panorama, surgen paralelamente las preocupaciones por la ética pública, especialmente bajo la sombra de MacIntyre (Tras la virtud, 2001) y de Victoria Camps (Virtudes públicas, 1990).
Precisamente ante los desacuerdos morales y el emotivismo actuales (MacIntyre, 2001) -o jovenismo -, las virtudes públicas se erigen a la manera de asunto de todos: búsqueda reflexionada y racionalmente acordada ya no de felicidad (aidaimonía o vida buena aristotélica) sino de libertad y justicia en la participación democrática; una ética que pasa de la realización de la areté per se a la asunción de un proyecto colectivo amparado en el derecho y la voluntad de justicia. En particular, desde la óptica de Camps, la ética debe ocuparse de las elecciones libres que ayudan a construir una sociedad democrática desde el poder del Estado y las instituciones. Para esta autora una ética política implica el insoslayable planteamiento de la virtud pública, cuando afirma que la ética es “sin duda, derecho y voluntad de justicia, pero también es arte aprendido día a día” (1990:9). Ética pública que garantiza el derecho a la pluralidad en un marco de justicia ya que donde no hay justicia se da la precariedad o empobrecimiento humano. Necesidad de la ética porque ella “habla de la justicia porque hay desigualdad, habla de la amistad porque no somos autárquicos, habla de la democracia porque no hay sabios capaces y competentes para gobernar sin peligro de equivocarse” (1990:11).
Si el fin de la vida humana virtuosa, tanto en el nivel personal como social, es la felicidad para Aristóteles, ahora se trata de que dicha felicidad sea identificada con la virtud de la justicia en la vida pública. Virtudes asociadas a esta postura vendrán a ser la solidaridad, la responsabilidad, la tolerancia y la profesionalidad. Las virtudes -cualidades, modos de ser individuales- tendrán entonces una dimensión necesariamente pública porque estarán dirigidas a los demás . Si lo que identifica a la ética como tal es la virtud de la justicia, todas estas otras virtudes han de ser complementos de esa virtud prioritaria o generativa; una y otras en contra, por supuesto, de los vicios públicos: indiferencia para los asuntos públicos, intolerancia, falta de civismo, el corporativismo político, la falta de transparencia y la corrupción que, para el caso de Colombia (pues la ética esencialmente es situada e histórica; etnocéntrica, en términos de la Camps, 1990) cobran vigencia mayúscula. Vicios públicos que se levantan como “virtudes” por razón de conveniencia grupal o desinterés comunitario, dado que “El consumo es nuestra forma de vida. Desconfiamos de los grandes ideales porque estamos asistiendo a la extinción y fracaso de la utopía más reciente. Nos sentimos como de vuelta de muchas cosas, pero estamos confusos y desorientados, y nos sacude la urgencia y la obligación de emprender algún proyecto común que dé sentido al presente y oriente el futuro. Hemos conquistado el refugio de la privacidad y unos derechos individuales, pero echamos de menos una vida pública más aceptable y más digna de crédito” (1990:9).
Proponer una ética de las virtudes públicas para Colombia, ya concluyendo, es una posibilidad que nos permitiría configurar un proyecto social con una clara precisión respecto a lo que se acepta y a lo que no; un acuerdo impostergable sobre lo correcto y lo incorrecto . La función de la ética pública para esta geografía nuestra tan diversa, confusa, plural, radical tanto para la vida como para la muerte, estribaría en enseñar a querer lo que merece ser querido, educar sentimientos que promuevan la justicia y la democracia, enseñar a discernir lo que queremos de lo que no queremos y a tolerar solo aquello que debe ser tolerable. Haciendo resonancia con MacIntyre: “Lo que me enseña la educación en las virtudes es que mi bien como hombre es el mismo que el bien de aquellos otros que constituyen conmigo la comunidad humana. No puedo perseguir mi bien de ninguna manera que necesariamente sea antagónica del tuyo, porque el bien no es ni peculiarmente mío ni tuyo, ni lo bueno es propiedad privada” (2001:300).
c. Un primer paso
Por las anteriores consideraciones, urge repensar el modelo educativo que nos gobierna en Colombia: un modelo que se halla entre la racionalidad técnica –encarnada en lineamientos basados en competencias- y la galopante pérdida de la sensibilidad y la aceptación de lo inaceptable –encarnado en el relativismo moral-. Un modelo educativo que sirve a una sociedad para la cual la valoración suprema de la dignidad humana, de la justicia y de las capacidades (al respecto, Nussbaum propone una contrateoría centrada en el enfoque de Capacidades, 2015), es más un discurso que una realidad cotidiana.
Y no se trata de ser fatalistas sino de discernir lo que somos de los que podemos y queremos ser. Desde el siglo XIX, Colombia no ha logrado constituirse como sociedad moderna, como democracia sólida (pese a que creamos que somos la “democracia más firme de América Latina”, como se dice comúnmente) y ello fundamentalmente porque no hemos logrado sentirnos y concebirnos como unidad, como país que sobre unas ciertos principios (justicia, igualdad, dignidad) erige su propio destino. Somos una suerte de improvisación, tanteos y devaneos bajo un principio común: unos grupos tradicionales que ostentan e imponen sus privilegios y principios a un colectivo que así lo ha permitido y que piensa más en la supervivencia de un día más que en un proyecto de nación democrática.
Sobre este marco, las concepciones y prácticas educativas en Colombia se ocupan prioritariamente más de perpetuar la inequidad, la exclusión, el relativismo ético, el afán desmedido de productividad y éxito económico –o su extremo: la supervivencia diaria- que la reflexión crítica, las emociones racionalmente dirigidas y las virtudes públicas. Las políticas educativas dicen una cosa pero en las aulas ocurre otra.
Se trataría, entonces y en primer lugar, de saber –conocer o reconocer- el estado de nuestras emociones y virtudes públicas en las instituciones educativas. Darnos a la tarea de saber qué sentimos, cómo lo expresamos, sobre qué ideas de convivencia realmente se soportan nuestros actos privados y públicos y cómo son nuestros vínculos corporales y lingüísticos; nuestros ritos de convivencia -¿conveniencia?- y nuestras reglas de juego en el salón de clase, en los pasillos, en los descansos y eventos “sociales”; en las prácticas evaluativas o en los ejercicios de planeación académica. Educadores y estudiantes debemos reconocer nuestras formas de sentir y de expresarnos en los actos diarios que son los que, finalmente, determinan nuestros comportamientos y valores. Una educación que no se mira al espejo, que no reconstruye sus prácticas de convivencia, fatigosamente puede lograr un nivel mayor de criticidad y democracia.
Posiblemente estemos sobrediagnosticados en muchos aspectos, pero en cuanto a las emociones y las virtudes públicas queda aún mucho terreno por explorar, por medir. Y no se trata tanto de erigir Cátedras de convivencia o Programas para el posacuerdo como de hacer una arqueología de nuestra emocionalidad y formas de comportamiento. Por lo mismo, bien valdría la pena pensar si mediaciones como el silencio, el discernimiento, el diálogo desde lo cotidiano y las escrituras narrativas, entre otros, podrían develarnos ese rostro que tanto ocultamos.
Una educación ético-político que se asume con responsabilidad debe iniciar por destejer los velos y las máscaras y reconocer y describir los rostros, las actitudes, lo dicho entre palabras; explicitar aquello que puede parecer nimio, sórdido o poco “académico” pero que viene a ser la piel que de veras nos configura. Una institución educativa que piensa y actúa regular y seriamente en tal sentido viene a ser el oxígeno necesario y vital para un país que se ahoga en la contaminación de sus propias apariencias.