La educación es un proceso de una enorme complejidad que en ningún caso puede reducirse a la adquisición de unas competencias cognitivas en el ámbito formal del sistema escolar. Por el contrario, es cada vez más claro que la educación es el resultado de una extensa red de interacciones sociales que propician aquellos aprendizajes capaces de incorporar culturalmente a las personas, haciéndolas partícipes de los modelos de comportamiento que resultan adecuados para desenvolverse en la sociedad.
Los modos de relación tienen que ver con el lenguaje, la actitud corporal, la modelación de las emociones, la moda, las percepciones compartidas de la realidad, los rituales del poder, el sentido de lo festivo, los gustos estéticos, el horizonte de los deseos y una infinidad de manifestaciones simbólicas que usualmente no pasan por las aulas de colegios y universidades. En este extenso universo de la cultura se configuran las prácticas cotidianas que establecen la relación de los individuos consigo mismos, con los demás, con la ley y con los contextos institucionales en los cuales deben desenvolverse.
A través del lente de la cultura se filtran los discursos académicos sobre la realidad y se asigna valor a las propuestas que provienen del raciocinio filosófico o científico. Los medios de comunicación distribuyen la información matizada de intencionalidades que el común de la gente no logra descifrar, y otro tanto hacen los grupos políticos, las iglesias, los gobernantes, los empresarios, las familias y, por supuesto, las mismas instituciones educativas que no logran hacer coincidir los enunciados verbales sobre el ser y el deber ser de las cosas con sus prácticas organizativas e institucionales.
El punto crucial de toda esta discusión es si las transformaciones profundas de una sociedad pueden hacerse a través de las instituciones educativas o, por el contrario, ellas se limitan a reproducir a su manera la cultura en la cual están inmersas. Es claro que la historia nos muestra que las sociedades se transforman. Es claro también que hay un paso evidente de modelos de convivencia basados en el autoritarismo a modelos basados en la democracia. Se pueden apreciar cambios significativos en el valor que se asigna a la vida, a la libertad o a la igualdad de género. Pero también resulta evidente que ninguna de estas transformaciones ha sido el resultado de un cambio curricular o de una legislación dirigida exclusivamente al universo de las instituciones educativas. Ellas, desde luego, han sido instrumento muy importante de las transformaciones sociales, pero no han sido los ejes de esas transformaciones.
El punto crucial de toda esta discusión es si las transformaciones profundas de una sociedad pueden hacerse a través de las instituciones educativas o, por el contrario, ellas se limitan a reproducir a su manera la cultura en la cual están inmersas.
Se han requerido largos procesos de cambio en la estructura política de los pueblos, en las concepciones sobre los más diversos aspectos de la vida humana o sobre la relación de las personas con su entorno físico. En ocasiones estos cambios han sido el producto de acontecimientos cruciales que han puesto en entredicho la vigencia de un régimen o de un modo de vida, como en el caso devastador de la primera y la segunda guerra mundial, con el corolario ignominioso del tercer Reich. En otros casos las transformaciones se han ido desarrollando por efecto del desarrollo científico y tecnológico, el crecimiento demográfico o el agotamiento de los modelos de vida vigentes.
Esos cambios han marcado rupturas profundas en los comportamientos individuales y colectivos, en las formas de construir la propia identidad, en el horizonte de las aspiraciones y deseos y, desde luego, en la manera de construir las relaciones sociales y las instituciones.
En este contexto es indispensable preguntarse si las instituciones educativas que tenemos corresponden al tipo de sociedad que queremos construir o si esas institucionalidades corresponden a otro modelo de sociedad que ya tendría que haber quedado en el pasado. Es indispensable preguntarse si las instituciones en las cuales los niños y jóvenes adquieren sus aprendizajes de vida en comunidad responden a la cultura y valores del mundo contemporáneo, si esos valores deben ser asimilados o puestos en cuestión, si son suficientemente incluyentes, democráticas, facilitadoras de la construcción ética, receptivas frente a la diversidad, eficaces en la modelación de actitudes y comportamientos cívicos.
Todo esto obliga a volver la mirada hacia la institucionalidad, entendida como organización social basada en propósitos comunes y en normas. Este ha sido el objetivo que me he propuesto con la publicación del libro “Fortalecimiento institucional y liderazgo educativo”, que espero resulte de utilidad para quienes dirigen colegios e instituciones educativas.