La educación ha jugado siempre un papel político a través de la historia. La escuela, una mediación que fue apareciendo con el tiempo y que en la baja Edad Media ya era considerada como el espacio educativo por excelencia, ha sido la delegataria en los estados modernos de la socialización de los niños y los jóvenes junto con la responsabilidad de transmitir las tradiciones y preludiar la nueva sociedad que se pretende construir. Todo esto hace que tenga un profundo impacto político que no podemos desdeñar y, por el contrario, debemos tener claro en las intencionalidades, los enfoques y los énfasis. Nunca como hoy, es fundamental la clarividencia sobre la sociedad que queremos ayudar a construir. “El conocimiento es poder” enseñaba Francis Bacon pero, de la misma manera, todo el proceso educativo tiene una dimensión política impresionante. La educación católica, por tanto, debe ser siempre planteada como una respuesta a problemas políticos que provienen de las demandas sociales y los anhelos de los pueblos sin que, por supuesto, lo político agote lo educativo que llega a las otras dimensiones humanas que también deben ser forjadas y enriquecidas por la educación.
Frecuentemente ha sido planteada la dimensión política de la educación. En los convulsionados pero enriquecedores años sesenta y setenta del siglo pasado fueron variadas las propuestas sobre el tema. La escuela y más la universidad fueron consideradas fundamentales en la construcción de la nueva sociedad. La educación y la escuela no son las únicas responsables de la transformación de los sistemas sociales o del afianzamiento de los modelos políticos, fantasía que recoge no pocos adeptos; pero tampoco la educación como producto del sistema social tiene solo una función conservadora. La educación es factor de cambio y progreso, motor de transformaciones y apoyo del proceso de desarrollo integral; y, por tanto, la escuela católica es un espacio privilegiado para formar los valores, fortalecer la vivencia de la ética que fundamenta la acción social y la praxis política y reproducir a escala el proyecto de sociedad logrado en el diálogo pluralista de los grupos, los partidos y las instituciones.
La confesionalidad de la Escuela Católica no puede pensarse como entorpecedora del pluralismo al que de hecho debe fortalecer. Ser leal a la identidad que la apellida le permite asumir una óptica crítica para juzgar la realidad, presentar su propuesta ética e implementarla con el concurso de todos, teniendo siempre de presente que la diversidad de las personas ha de reproducirse en el diario transcurrir del proceso educativo. De hecho, nuestra escuela no puede presentarse como “neutra”, porque la neutralidad en cuestiones sociales y políticas, sencillamente, es imposible. Más aún, la confesionalidad se fundamenta en la libertad religiosa, asunto que no puede desconocerse hoy, cuando la humanidad tuvo que pasar por una cruenta lucha de intolerancias religiosas que produjo, contrariando la esencia misma de las religiones, conflictos, guerras, crímenes y toda suerte de vejámenes contra la dignidad del hombre.
…la escuela católica es un espacio privilegiado para formar los valores, fortalecer la vivencia de la ética que fundamenta la acción social y la praxis política y reproducir a escala el proyecto de sociedad logrado en el diálogo pluralista de los grupos, los partidos y las instituciones.
Una de las grandes conquistas de la humanidad es precisamente el sistema democrático. Muchos siglos de ensayos que van desde las sociedades tribales y esclavistas, pasando por los absolutismos imperiales y monárquicos, las dictaduras de todos los matices, hasta los regímenes de partido único, nos permiten pensar que el modelo político más civilizado es la democracia. Imperfecto y perfectible, con vacíos y cuestionamientos, es, sin duda, la mejor manera que ha encontrado la humanidad para preservar la libertad, buscar la justicia y administrar la vida social. Quizás, como decía Churchill, “la democracia es la peor forma de gobierno, excepto todas las otras formas que se han probado de tiempo en tiempo”.
Si bien es cierto que el advenimiento de la democracia en nuestra América Latina después de los nefastos regímenes militares del siglo pasado no representó el anhelado desarrollo y la impostergable equidad, el asunto no es negar el potencial de la democracia sino comprometernos en su fortalecimiento. Hemos aprendido lecciones dolorosas al respecto y esto también es un cuestionamiento serio a nuestros procesos educativos. La participación.
Frecuentemente ha sido planteada la dimensión política de la educación. En los convulsionados pero enriquecedores años sesenta y setenta del siglo pasado fueron variadas las propuestas sobre el tema. La escuela y más la universidad fueron consideradas fundamentales en la construcción de la nueva sociedad. La educación y la escuela no son las únicas responsables de la transformación de los sistemas sociales o del afianzamiento de los modelos políticos, fantasía que recoge no pocos adeptos; pero tampoco la educación como producto del sistema social tiene solo una función conservadora. La educación es factor de cambio y progreso, motor de transformaciones y apoyo del proceso de desarrollo integral; y, por tanto, la escuela católica es un espacio privilegiado para formar los valores, fortalecer la vivencia de la ética que fundamenta la acción social y la praxis política y reproducir a escala el proyecto de sociedad logrado en el diálogo pluralista de los grupos, los partidos y las instituciones.
La confesionalidad de la Escuela Católica no puede pensarse como entorpecedora del pluralismo al que de hecho debe fortalecer. Ser leal a la identidad que la apellida le permite asumir una óptica crítica para juzgar la realidad, presentar su propuesta ética e implementarla con el concurso de todos, teniendo siempre de presente que la diversidad de las personas ha de reproducirse en el diario transcurrir del proceso educativo. De hecho, nuestra escuela no puede presentarse como “neutra”, porque la neutralidad en cuestiones sociales y políticas, sencillamente, es imposible. Más aún, la confesionalidad se fundamenta en la libertad religiosa, asunto que no puede desconocerse hoy, cuando la humanidad tuvo que pasar por una cruenta lucha de intolerancias religiosas que produjo, contrariando la esencia misma de las religiones, conflictos, guerras, crímenes y toda suerte de vejámenes contra la dignidad del hombre.
Una de las grandes conquistas de la humanidad es precisamente el sistema democrático. Muchos siglos de ensayos que van desde las sociedades tribales y esclavistas, pasando por los absolutismos imperiales y monárquicos, las dictaduras de todos los matices, hasta los regímenes de partido único, nos permiten pensar que el modelo político más civilizado es la democracia. Imperfecto y perfectible, con vacíos y cuestionamientos, es, sin duda, la mejor manera que ha encontrado la humanidad para preservar la libertad, buscar la justicia y administrar la vida social. Quizás, como decía Churchill, “la democracia es la peor forma de gobierno, excepto todas las otras formas que se han probado de tiempo en tiempo”.
Si bien es cierto que el advenimiento de la democracia en nuestra América Latina después de los nefastos regímenes militares del siglo pasado no representó el anhelado desarrollo y la impostergable equidad, el asunto no es negar el potencial de la democracia sino comprometernos en su fortalecimiento. Hemos aprendido lecciones dolorosas al respecto y esto también es un cuestionamiento serio a nuestros procesos educativos. La participación y el control político —connaturales a la democracia— han sido esquivos en nuestra formación y acción, nos contentamos con el voto electivo pero nos despreocupamos del seguimiento y la petición de cuentas a los elegidos. La fragilidad de las organizaciones sociales y la pobre formación de ciudadanos conscientes de sus responsabilidades políticas han coadyuvado a que crezca la corrupción que parece incontrolable, la existencia de ciudadanos indiferentes a los problemas políticos, y al surgimiento de “mesías” dictatoriales y el regreso al tan fatídico caudillismo del pasado no muy lejano, problemáticas todas que llevan en su seno la destrucción de las instituciones y el marchitamiento de la democracia. Los caudillos vuelven a proliferar en algunos de nuestros países como también el advenimiento de lo que S. Fabrinni (2009) ha llamado “el ascenso del príncipe democrático” (Carlos Gómez, 2012).
La formación socio-política, entendida como “la capacidad del ser humano para vivir entre y con otros…”
La realidad de América y más aún, la de nuestro país, exige que la educación integral que tanto pregonan nuestros proyectos educativos católicos no olviden la formación socio-política, entendida como “ la capacidad del ser humano para vivir entre y con otros, de tal manera que pueda transformarse y transformar el entorno sociocultural en el que está inmerso” (ACODESI, 2002). Así, esta dimensión abre la posibilidad de fomentar, construir y participar de una convivencia conjunta que garantice los bienes sociales primarios, la libertad, el reconocimiento de la diferencia, la equidad y la responsabilidad social.
Es por ello que quiero retomar los aspectos fundamentales que ACODESI (2002) propone plantear en la formación de esta dimensión: en primer lugar, la formación de un sujeto político que pueda dar cuenta de lo que ocurre a su alrededor, y además, promueva la formación de un pensamiento (juicio) y de una acción política que contribuya a generar sociedades más justas. En segundo lugar, dicho sujeto político debe promover la conformación de una idea de justicia que incluya tanto lo individual como lo social, para construir un proyecto social y político que garantice la convivencia. Y en tercer lugar, independientemente de las condiciones actuales de cada una de las sociedades, la elaboración de una idea de responsabilidad social acorde con los cambios y que no desconozca la contingencia y fragilidad humanas.
Si bien es cierto que la Escuela Católica ha contribuido en la formación de ciudadanos, los diálogos de paz de nuestro país son el espacio privilegiado para que nuestra escuela revitalice su identidad y misión acorde con los signos de los tiempos. En otras palabras, hoy tenemos un aparato institucional que debiera volver a constituirnos en una organización que piensa, reflexiona, propone y crea modelos educativos consecuentes con la realidad y sus desafíos.