Divagación en torno al arte+educación
Andrea nunca demostró una capacidad para memorizar, construir un pensamiento lógico-matemático, o adquirir las destrezas académicas requeridas por el sistema. Relegada a “las del montón que no dan problemas, pero no lucen”, desarrolló sus intereses y aficiones al margen de “lo educativo”. Dentro del colegio fue una especie de ente domesticado a través del uniforme, los castigos puntuales y notas mediocres que jamás se vieron recompensadas. Cuando pasó del colegio privado al instituto público, encontró otras maneras de cultivarse y aprender. Estas, aunque conectadas con el centro educativo, tampoco se ubicaban en el aula. Fue delegada de clase y de curso, organizó fiestas y excursiones. “Tripitió” y pasó de ser mediocre a ser un fracaso. La experiencia educativa vivida la llevó a pensar que era de esas que “no sirven para estudiar”. Pensó en dejarlo y trabajar de cualquier cosa. Lo que le interesaba estaba fuera de lo que era lo educativo o lo laboral. Trabajaría para poder vivir. Pero en una familia de clase media de los años 90 era un drama que alguno de sus hijos no fuera a la universidad. Comenzó Ciencias Políticas y de ahí pasó a Pedagogía, en la Universidad del país Vasco. Una vez terminada la carrera, trabajó de azafata de congresos, como secretaria de una agencia de publicidad y monitora de tiempo libre. Dos años después, cansada de esto, decidió mudarse a Madrid interesada en el doctorado en Educación Artística de la Universidad Complutense de Madrid (UCM), tras el cual hizo un máster en Art Education en la Universidad de Nueva York (NYU), gracias a una beca Fulbright. La universidad, aún lejos de ser un ideal educativo, sí que le mostró que había otras maneras de entender la educación, el aprendizaje y la construcción de conocimiento. Hasta entonces era una rebelde sin causa y su papel en la sociedad estaba predestinado a no ser “nadie” en el mundo laboral y a hacer “lo que le apeteciera” en su vida privada.
David fue un empollón. Respondió perfectamente a lo que el sistema educativo esperaba de él. Capaz de reproducir los contenidos literalmente en los exámenes, recibía las mejores calificaciones, generando unas expectativas de futuro, tanto en su contexto familiar como educativo. Nunca se preocupó por cuestionarse cuáles eran sus intereses reales, por lo que al llegar a la universidad, eligió una carrera que correspondía a alguien con su expediente: Ingeniería Aeronáutica. Al cabo de un tiempo, empezó a ser consciente de que “no valía”. Estaba en una carrera en la que podía llevar los apuntes a los exámenes porque lo que le pedían era que pensara por sí mismo. No había desarrollado esa capacidad en ningún momento. No había inquietud ni curiosidad ni creatividad. Entró en colapso y tuvo que enfrentarse a la realidad: el sistema que hasta entonces le había premiado, ahora le invalidaba. Lo dejó y se puso a trabajar de teleoperador. Siete años más tarde, había hecho una licenciatura en Humanidades y estaba en el programa de doctorado en Educación Artística de la UCM. Hasta entonces, David no fue consciente de que en su vida había repetido las estructuras sociales dominantes que tan interiorizadas tenía; incluso las transgresiones que podía hacer a ese sistema estaban dentro de lo previsto por este: sus formas de entender y vivir cuestiones de clase, género, raza o su propia orientación afectivo-sexual.
Nuestras historias muestran recorridos distintos por el sistema educativo formal, pero en ambos casos muestran experiencias que dejaron bastante que desear. No hubo pasión por aprender, acumulamos sensaciones de fracaso, vagamos sin rumbo claro… Visto en la distancia podemos decir que el sistema que se suponía debía encauzarnos, en realidad nos hizo perder bastante tiempo hasta que nos encontramos en el doctorado en Educación Artística de la Facultad de Bellas Artes de la UCM (doctorado que ninguna de las dos hemos terminado porque siempre encontrábamos otras cosas más interesantes que hacer) y, concretamente, en el curso Didáctica de la sospecha que impartía María Acaso en 2008. Este supuso un punto de inflexión para nosotras y el resto de compañeras que acabamos formando Pedagogías Invisibles. Saltó una chispa y se produjo una conexión entre nosotras, una pasión por aprender más allá de los formatos estrictamente académicos, que desbordó lo que se espera de un curso de doctorado. Reflexionamos sobre qué era necesario abordar en el campo de la educación artística a principios del siglo XXI y se nos abrió una puerta que conectaba la educación con la cultura visual. Hablamos de un mundo hipervisual, en el que la realidad ha sido sustituida por su representación mediática, y de cómo las imágenes que consumimos nos construyen. Tomamos consciencia de la inexistencia de una alfabetización visual en los currículos escolares y de cómo carecer de esta herramienta convierte a los individuos en sujetos pasivos y vulnerables ante el hiperconsumo y el capitalismo. Todo esto nos posicionó políticamente en la necesidad de “otra educación”, una educación que problematizara la aproximación a la realidad en lugar de simplificarla, que contemplara la diversidad y fuera un espacio donde poder construir nuestro propio conocimiento, que explorara el pensamiento complejo en lugar de sucedáneos de consumo rápido y fácil pero sin ningún potencial emancipador.
En realidad, con la perspectiva que da el tiempo, resulta claro que Pedagogías Invisibles (PI) siempre ha pensado y actuado desde el concepto “Educación Expandida” y ha vinculado “educación” con “producción de conocimiento”. Desde ahí, se ha preocupado e incidido en la pregunta “¿quiénes producen conocimiento?” y las subyacentes cuestiones respecto a los procesos de legitimación y situaciones de opresión-privilegio.
En nuestra sociedad, la creatividad es tratada como si perteneciera a un campo individual en el que rigen las ideas de autoría, competitividad y el excepcionalismo. Esta comprensión establece una distinción entre unos individuos que son creativos y los que no, y la creatividad pasa a considerarse un bien, una posesión, que debe administrarse como si fuera una cosa. En una sociedad unificada por el consumo, y un bienestar que pasa por la acumulación, no tenemos conciencia de ser unidades que forman parte de una entidad mayor, que necesita ser alimentada constantemente mediante la contribución de acciones, y no consumiciones, para que nuestras existencias se enmarquen dentro del bien común. Aquí es donde entran en juego y se contraponen el capitalismo y el socialismo de la creatividad tal y como nos dice Luis: “Lo que podemos llamar un capitalismo de la creatividad nos define como un ser consumible que se refina con la presencia de otras entidades consumibles. Por lo tanto la dinámica colectiva capitalista es la de consumir creaciones de unos pocos especializados, en lugar de generar activamente una creación colectiva. El socialismo de la creatividad, en cambio, consiste en la integración de la creatividad de manera tal que todos hacen todo. Todos toman la iniciativa en articular todas las actividades que la comprenden. Nuestra idea de socialismo de la creatividad está basada en el hecho de que la creatividad es una parte natural del ser humano, que las formas de articulación utilizadas en el arte deberían estar integradas en todos los procesos educativos, y que la creatividad no debe ser filtrada a través de criterios mercantiles”. (Camnitzer, 2018).
Nosotras, Pedagogías Invisibles (PI), hemos asumido en primera persona del plural que el arte es nuestra forma de hacer y el socialismo creativo nuestra meta. Estas dos cuestiones conforman los espacios de sociabilidad personal y profesional en los que nos movemos y basamos esta sociabilidad en el estar más que en el ser. Quizás por eso hemos acabado formando parte de un colectivo y quizás por eso las personas con las que trabajamos son también nuestras compañeras de vida que nos acompañan tanto en las luchas personales como las profesionales (si es que existe una separación entre ambas esferas para nosotras). Pensamos que cualquier transformación en nuestros contextos más cercanos debe partir de los lugares y tiempos de la cotidianidad, que son donde nacen los miedos y las alegrías, las posibilidades y las dificultades de transgredir. Es el compromiso que nos hemos autoimpuesto y que estamos aprendiendo a gestionar.
No queremos ni podemos vivir solas o para nosotras, esto nos lleva a juntarnos con otras y cambiar afirmaciones personales por decisiones colectivas. Este gran cambio supone relegar lo individual a una apuesta por lo común. Para personas como Andrea con una tendencia a querer convencer al resto de lo que ella piensa ha sido un camino complicado y lleno de autoevaluación. En el caso de David, que teme el conflicto, lo ha vivido como la búsqueda de su propia voz y el aprendizaje de que disentir no conlleva rechazo. Estos cambios personales han pasado por modificar nuestras formas de pensar y por lo tanto de hacer en colectividad. Es el paso también de la identidad a las identificaciones; de buscar el yo a buscar un nosotras, reconocernos en las otras y buscar caminos conjuntos. Esto ha modificado por completo nuestra forma de trabajar y de construirnos socialmente.
Sentimos que el nombre “Pedagogías Invisibles” nos define bien. Por un lado es femenino plural, como es nuestro grupo; por otro, recoge lo que intentamos abordar y cómo lo hacemos: visibilizar otras prácticas, modos de hacer, contenidos… Nuestra forma de gestionarnos como grupo es desde una pedagogía feminista, ya que estamos en la búsqueda de un proyecto de sociedad diferente, sin opresión ni subordinación de género, sin ningún tipo de discriminación, y con mayor justicia y libertad (Maceiro, 2007) y políticas de cuidados, desnaturalizando los cuidados como algo femenino propio del ámbito privado y politizándolos en la escena pública y en las prácticas educativas y culturales como antídoto frente al capitalismo y neoliberalismo (Tronto, 2005). Hemos evolucionado de una manera orgánica y lenta, y hemos creado nuestra propia forma de entendernos. Tenemos diferentes intereses profesionales, niveles de implicación y responsabilidades en el colectivo. Cada una decide en qué proyectos quiere participar y de qué manera. A veces nos sirven unas estrategias que al cabo de un tiempo tenemos que modificar; podríamos decir que vivimos en el constante conflicto regenerativo. Pero quizás lo más importante es que sabemos que no haríamos lo que hacemos si no nos hubiéramos encontrado como grupo. Hemos crecido personal y profesionalmente juntas, desarrollamos proyectos en los que creemos, construimos entre todas y fracasamos juntas. Nadie manda sobre nadie y todas nos respetamos y admiramos.
PI es por tanto un ejemplo de una forma de hacer alternativa en el mundo ¿laboral? Es una forma de hacer basada en un pensamiento artístico ya que ha supuesto el construir una opción diferente a las que se nos ofrecían como únicas posibles; porque es una construcción colectiva, y porque nos hace vivir y estar de maneras que antes no hubiéramos ni imaginado. Es el lugar donde nuestras inquietudes, motivaciones y conciencias se encuentran.
Las formas de crecimiento profesional, y por tanto personal, que nos ofrecía el mercado laboral no correspondían en absoluto con nuestras inquietudes, ni en teoría ni en la práctica. Crecer significaba ascender, cobrar más, tener más poder, más responsabilidad individual; lo contrario a nuestras concepciones de vivir y desarrollarnos.
En una sociedad de bienestar hoy en día demostrada como falsa, el Estado y el mercado están separados de la sociedad potenciando el proceso de individualización y separando a la gente de su propio hacer, del control de su propia vida. El mercado laboral reproduce estas mismas dinámicas: trabajos que ocupan (con suerte) 8 horas al día de tu tiempo, 11 meses al año. No queríamos pasar de la cárcel del sistema educativo, a la cárcel del mercado laboral. No queríamos que nuestra acción en el mundo se centrara en lo individual, ni en el empoderamiento personal, sino en la autogestión colectiva. La autogestión sustituye el deseo de “acumular poder” por la voluntad de “poder hacer”, lo que implica saberes, habilidades y deseos. Además, la dimensión colectiva del trabajo parte del flujo social, del hacer de otras y con otras en un microcosmos de socialismo creativo.
Desde PI, generamos espacios de aprendizaje que permiten introducir durante su desarrollo nuevas variables en sus contenidos y metodologías; rechazamos la obsesión por alcanzar unos objetivos concretos determinados previamente y preferimos encontrarnos con resultados inesperados. Apostamos por un habitar creativo y cambiante donde no haya una sola realidad sino múltiples facetas de esta que se yuxtaponen, donde se incorpora lo incongruente, lo insólito e impensable como aprendizajes válidos. Porque la incertidumbre es maravillosa si la habitamos sin miedo, como una acción dinámica y no algo estático. Nosotras hemos decidido habitarla no solo en las acciones que desarrollamos sino también en la forma de gestionarnos como colectivo. Sabemos que quizás dejemos de existir en algún momento; que las decisiones que tomamos hoy no sirvan mañana, y lo asumimos a través de unos cuerpos que viven en crisis permanente en aspectos que van desde lo económico hasta lo emocional o moral. Caemos en contradicciones, abrazamos la paradoja como un mal menor, dudamos más de nosotras mismas que de las otras. Es frustración pero también satisfacción y liberación porque vivimos el placer de tener el control en el descontrol. Es abrazar el conflicto y vivir en él. RM