Aplicaciones de áreaEdición 17

Ciencia e innovación educativa:

un tándem de éxito

Este artículo explora la importancia de la educación para la adquisición de conocimientos científicos básicos y habilidades como el pensamiento crítico, así como en el desarrollo de vocaciones científico–tecnológicas. También reseña el papel clave que juega la investigación científica en el desarrollo de innovaciones educativas.

¿Qué hacer con la literatura en la escuela? ¿Cómo educar en el aprecio y en el disfrute de la lectura y de la escritura literarias en estos inicios del siglo XXI y en el contexto de una educación y de una sociedad sometidas a la fascinación de otras ficciones y de otros relatos que inundan la ventana electrónica del televisor y el diluvio de información de Internet?

1. El rol de la educación en el desarrollo de vocaciones científicas

La cultura científica en Iberoamérica: necesita mejorar

Los datos demuestran que la comprensión pública de la ciencia en España es de las más bajas de Europa (Fundación BBVA, 2012). Pese a esto, las numerosas iniciativas para cambiar esta realidad comienzan a dar sus frutos. De hecho, los conocimientos concretos sobre temas científicos entre las personas con formación superior universitaria y los jóvenes de 15–24 años han aumentado un 20% desde 2006 (FECYT, 2015). Sin embargo, el mismo estudio de “Percepción Social de la Ciencia y la

Tecnología 2014” señala que más de la mitad de la población no sabe cómo se aplica el método científico para probar la eficiencia de los medicamentos. De ahí se deriva que un 25% de la población considera que prácticas como la homeopatía se encuadran dentro de las disciplinas científicas.

Esta realidad es extensible también al resto de Iberoamérica. Carmelo Polino, investigador argentino especializado en indicadores que muestran la relación entre ciencia y sociedad, afirma que los últimos estudios sobre percepción pública de la ciencia en Latinoamérica indican un nivel muy bajo de conocimiento científico entre la población general. Esta realidad no solo implica que muchos ciudadanos iberoamericanos se encuentran pobremente equipados para participar activamente en una sociedad cada vez más vinculada a los avances en ciencia y tecnología, sino también que, en un momento en el que Iberoamérica lucha por mejorar la competitividad de su sistema económico, la población activa será incapaz de cubrir el crecimiento de la demanda de profesionales en ámbitos científico–tecnológicos, que se estima cuadriplicará el resto de ámbitos en 2020 (European Commission, 2012).

De hecho, según datos de la Red de Indicadores de Ciencia y Tecnología Iberoamericana e Interamericana, entre 1990 y 2014 la proporción de estudiantes de niveles universitarios que optaron por cursar estudios universitarios en ámbitos relacionados con la ciencia y la tecnología disminuyó (Eurostat, 2013). Para comenzar a corregir esta tendencia, hay que examinar los motivos subyacentes.

¿Cómo revertir esta tendencia?

Las raíces de esta falta generalizada de cultura y vocaciones científicas se sitúan en los niveles educativos preuniversitarios. La escolarización obligatoria constituye el período mínimo de formación que reciben todos los estudiantes. Existen varios factores que determinan la elección de vocación profesional. Es indudable que el interés y la actitud hacia la ciencia y la tecnología que desarrollen los alumnos en edades tempranas marcará su enfoque profesional y vital. Está demostrado que la actitud de los estudiantes hacia el estudio de materias científico–tecnológicas se encuentra ya definida a la edad de 14 años (Archer et al. 2010). De hecho,

los alumnos ya tienen una opinión concreta sobre si elegir una profesión científico–tecnológica es factible para ellos a los 9 años (Joyce y Farenga, 1999). Por esta razón, las intervenciones que se ejecuten para solucionar esta necesidad deberían centrarse en alumnos menores de 14 años.

La importancia de la educación no formal

Estas intervenciones no solo deberían plantearse en el ámbito de la educación formal, sino que las actividades que tienen lugar fuera de la escuela también son clave en el desarrollo de vocaciones científicas. Existen estudios que indican que las experiencias positivas de educación no formal e informal durante la educación primaria y secundaria contribuyen al fomento de vocaciones. Joyce y Farenga realizaron un estudio con 111 estudiantes de entre 9 y 13 años en el que descubrieron una relación directa y significativa entre el disfrute de experiencias relacionadas con la ciencia y las probabilidades de que los estudiantes continuaran optando por cursar asignaturas científico–tecnológicas (1999). Por su parte, en un estudio con más de 1000 niños irlandeses a los 8 y 11 años, Murphy y Beggs descubrieron que el cambio negativo de actitud hacia la ciencia entre los primeros y últimos años de educación primaria se debe al carácter teórico y conceptual de la asignatura, que elimina el componente del disfrute de sus clases (2003). En ese estudio, los niños declararon que los factores que más les hacían disfrutar de sus clases de ciencias incluían la realización de experimentos.

Sin embargo, no debemos confundir el disfrute con el entretenimiento. De hecho, centrar las experiencias científicas únicamente en el entretenimiento puede resultar contraproducente y no incidir significativamente en el número de vocaciones científico–tecnológicas (Dewitt et al., 2013). Habida cuenta de esto, cualquier intervención propuesta debería combinar el aspecto lúdico con el rigor científico de su contenido y procesos de aplicación e incluir un importante componente práctico y experimental.

El rol de la autoestima

Además del interés por las materias, existen otros factores que influyen en el desarrollo de vocaciones científico–técnicas, entre los que destacan la autoestima del alumno, el disfrute de actividades relacionadas y la influencia de los compañeros y amigos. La autoestima, entendida como la valoración que los estudiantes hacen de sí mismos y de sus capacidades, juega un papel fundamental en la elección de carrera profesional. Los estudiantes optan por carreras profesionales que creen que encajan con su forma de ser (Holland, 1985) de acuerdo a la imagen que tienen de las mismas. Sin embargo, la visión que tienen los estudiantes sobre las profesiones relacionadas con la ciencia y la tecnología y las cualificaciones necesarias para desempeñar esos trabajos es muy limitada y restringe su capacidad de visionarse a sí mismos ejerciendo dichas profesiones (Cleaves, 2005; Dewitt et al., 2013). Por eso, es esencial poner en contacto directo a jóvenes con formación superior científica con los niños, con el fin de establecer una relación de diálogo y confianza que permita a los alumnos identificarse con las carreras científico–tecnológicas.

También en relación con la autoestima, el concepto de autoeficacia –la confianza en la habilidad para superar situaciones específicas con éxito– se sitúa en el eje central del modelo cognitivo social del desarrollo de la carrera académico–profesional (Lent et al., 1994). Según este modelo, ampliamente apoyado por los estudios disponibles en el campo del desarrollo de vocaciones profesionales, los alumnos se interesan por aquellas actividades que consideran pueden realizar de manera competente y con resultados positivos. De acuerdo con esto, la metodología escogida para enseñar ciencia debería tener un carácter eminentemente práctico, permitiendo a los alumnos tomar las riendas de su aprendizaje, facilitando que superen retos e integrando los posibles errores cometidos durante las sesiones como experiencia didáctica, en claro paralelismo con el carácter progresivo y autocorrectivo del método científico. De esta manera, el sistema educativo contribuirá a desarrollar la autoeficacia de los alumnos en el ámbito científico–tecnológico, eliminando prejuicios sobre sus propias aptitudes derivados de la escasez de oportunidades para conocerlas y ponerlas en práctica, como ya se ha demostrado para otras actividades educativas informales (Dorsen et al., 2006).

Aplicando todo lo anteriormente descrito al contexto iberoamericano, un estudio publicado recientemente demuestra que las actividades divulgativas puntuales incrementan significativamente el interés de los alumnos por las carreras científico–tecnológicas (Obra Social “la Caixa” et al., 2015). Estos resultados extienden la validez de los proyectos de innovación educativa que fomentan la cultura científica antes de los 14 años, buscando impactar la elección de itinerario formativo y mejorar la autoestima de los alumnos en ámbitos científicos, logrando mejorar su cultura científica ya como jóvenes ciudadanos y profesionales.

2. El papel de la ciencia en el desarrollo de nuevas metodologías educativas

Como hemos visto en la sección anterior, es indispensable realizar estudios rigurosos para determinar el nivel de cultura científica de las sociedades, así como para señalar las intervenciones que logran mejorar los conocimientos e incrementar las vocaciones investigadoras de los alumnos.

Existen multitud de análisis científicos que apuntan a estrategias y metodologías para mejorar el aprendizaje de manera significativa. Sin embargo, muchas veces los resultados de estos estudios no se comunican de manera efectiva en la esfera educativa, perdiendo una valiosa oportunidad de poner en práctica las conclusiones alcanzadas en el contexto del aula.

El emergente campo de la neuroeducación trata de eliminar esta brecha, aplicando el conocimiento científico contrastado sobre cómo funciona el cerebro durante el desarrollo al mundo de la enseñanza, con el fin último de mejorar el aprendizaje.

¿Qué sabemos sobre cómo aprende el cerebro?

El conocimiento acumulado en este campo es vastísimo, pero me gustaría reseñar unos pocos ejemplos que ejemplifican cómo podemos incorporar el bagaje científico a la práctica docente de manera sencilla.

Por ejemplo, sabemos que las emociones están íntimamente relacionadas con el aprendizaje. Ya reseñamos en la sección anterior que el asociar la ciencia con emociones positivas tiene un efecto demostrado sobre el desarrollo de vocaciones investigadoras. Además, los investigadores Waelti, Dickinson y Schultz descubrieron que la introducción de elementos inesperados tiene como consecuencia un incremento del aprendizaje neuronal (2001). El cerebro está continuamente procesando información y encajándola en patrones, por lo que cualquier suceso que se desvíe de estos patrones se nos queda grabado de manera más profunda y duradera. A efectos prácticos, esto quiere decir que un docente que rompe con la monotonía con regularidad en sus clases maximiza el aprendizaje de sus alumnos. Elementos tan sencillos como la introducción de cambios de tono o la inclusión de movimientos que estimulen a los alumnos ayudarían a mejorar su aprendizaje.

A este respecto, conviene reseñar la importancia de la práctica regular de ejercicio físico para mejorar las funciones cognitivas y ayudar al aprendizaje durante la etapa escolar. Un estudio llevado a cabo por un equipo de científicos estadounidenses demostró que la práctica de ejercicio físico mejora el rendimiento académico de los niños (Hillman et al. 2009). Estos resultados deberían tenerse en cuenta a la hora de programar las clases de educación física (mejor al principio del día que al final), el número de días a la semana que los niños hacen ejercicio o incluso el tipo de instalaciones a los que tienen acceso durante los recreos. A nivel individual, el comenzar una sesión de clase con una actividad física de corta duración mejora también el aprendizaje de los alumnos.

¿Quién no recuerda tener que pedir permiso para que le dejaran ir al baño a beber agua durante una sesión de clase? En este caso, la neurociencia indica que la deshidratación empeora el estado de ánimo y empeora capacidades cognitivas como la memoria a corto plazo (Masento et al. 2014). Estos efectos son incluso mayores en aquellos individuos con más dificultades para regular su nivel de hidratación, como los ancianos y los niños. Por lo tanto, algo tan sencillo como permitir que los niños beban agua cuando sientan sed, incluso aunque esto ocurra durante una sesión clase, mejoraría su rendimiento.

Sabemos que las emociones están íntimamente relacionadas con el aprendizaje

La neuroeducación apunta a cambios educativos a todos los niveles. Algunos requieren modificaciones a nivel institucional, desde el horario y duración de las clases –teniendo en cuenta los ritmos circadianos y ventanas de atención correspondientes a cada edad–, hasta la temperatura, orientación e incluso color de las paredes del aula. Otros están más relacionados con la práctica docente, como el fomentar un contacto con la naturaleza, utilizar las emociones para fomentar el aprendizaje o introducir elementos de novedad en cada clase. En cualquier caso, a medida que conocemos más sobre los factores que afectan el aprendizaje, los organismos que dictan las leyes educativas, los centros de enseñanza y los profesores tanto en ámbitos formales como no formales deberían hacer un esfuerzo por incorporar este conocimiento a la práctica docente.

En resumen, la ciencia y la educación son dos campos que se necesitan mutuamente. A través de una educación científica de calidad en los ámbitos formal e informal conseguimos formar ciudadanos capaces de aplicar el pensamiento crítico a su vida diaria, a la vez que promovemos la creación de vocaciones investigadoras que contribuyan al desarrollo de una sociedad del conocimiento. A la vez, los experimentos que investigan qué factores influyen en el aprendizaje constituyen estudios clave para el desarrollo de enfoques y metodologías innovadoras que aplicar en la escuela. Ciencia y educación se convierten así en un binomio ganador para la sociedad que, cada uno desde nuestra posición, deberíamos tratar de potenciar e integrar en la práctica.

 

 

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