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Aprender descubriendo, la clase como exploración


Descarga aquí la versión impresa de este artículo de Ruta Maestra Edición 25 “Metodologías activas

El futuro es de los curiosos. Y el presente, añadiría yo. Todo es para los curiosos: aprender, descubrir, equivocarse, ganar, perder… Curiosidad es sinónimo de vida.

¿Qué hacemos en la escuela para mimar esta curiosidad? Bueno, el refrán lo dice todo: La curiosidad mató al gato. Ten cuidado, si metes la nariz donde no debes: saldrás escaldado. No toques. Céntrate, no divagues. Esto se hace así, no hace falta que investigues por tu cuenta, tienes que acabar la práctica hoy.

Así que pasamos el curso, la vida, como el conejito blanco de Alicia en el País de las Maravillas: No llego, no llego, deprisa, corre. A la mayoría le recorre una descarga de alivio cuando puede decir “¡uff!, he acabado el temario”. No importa el grado de absorción de los contenidos por los alumnos, ni que los posibles brotes de interés de los alumnos se podaran con un “¡tema siguiente!”.

En aras de la profesionalidad puedes correr y correr como el conejito blanco (la carrera será igual de absurda) o tirar el reloj a la basura.

¿Por qué se lo “explicamos” todo a los alumnos? Porque dejar que ellos lo exploren y averigüen lleva mucho más tiempo.

¿Han visto esa cara de “perro de caza” que se les pone a los alumnos algunas veces? Cuando se lanzan a la búsqueda de algo que realmente les interesa, cuando es la curiosidad la que manda y pierden conciencia del tiempo, del timbre… Es lo que en inglés llaman el flow. ¿Cómo provocarlo?

Desde luego, no explicando a los alumnos “cómo se hace” (aunque hay un tipo de alumnado que lo demanda, simplemente por pereza o costumbre) sino preparando un camino guiado para que salgan de exploración.

Ese camino guiado lo podemos articular en torno a diversas metodologías que ponen el foco en el alumno, activas en mayor o menor grado: Aprendizaje por proyecto, Aprendizaje servicio, Aprendizaje colaborativo, Gamificación o simplemente, Aprender haciendo. La clave puede ser no enseñar sino dejar que los alumnos aprendan, fomentando un clima en el que el error no se penalice sino que se considere una fase del proceso de aprendizaje.

En busca de Sócrates es el nombre de una asignatura que diseñó e impartió Don Finkel y que ilustra el método del seminario de alumnos en su imprescindible libro Dar clase con la boca cerrada (Editorial Universidad de Valencia). La idea es que los estudiantes aprendan discutiendo un tema entre ellos, sin necesidad de que un experto se lo explique.

¿Puede un grupo de alumnos ignorantes (cita textual) aprender algo discutiendo un libro que ninguno de ellos comprende por sí solo? ¿No se trata de ciegos guiando a ciegos? Sócrates llama a esto “la paradoja del polemista”. Si soy ignorante, ¿de qué forma debo buscar el conocimiento que necesito? Pues hay dos opciones: la indagación propia y el recurso al experto, el preguntar a alguien que sepa. Pero ¿cómo aprendió el experto? Indagando.

¿Qué se puede esperar de alumnos acostumbrados a alimentarse de lo que investiga y razona otro, una autoridad? Adultos dependientes, sin criterio ni recursos propios. Desde luego no es el sustrato para que florezca la innovación y el juicio crítico. Es necesario que los alumnos investiguen por sí mismos, que lleguen a sus propias conclusiones. Y en medio de ese proceso, debe pasarse, sin duda, por el error como parte del proceso.

Quizá conozcas el Marshmallow Challenge, una dinámica de “team building” que ilustra a la perfección algo tan difícil de transmitir como la necesidad de admitir el error como parte necesaria en el proceso de aprendizaje, sin connotaciones negativas. Fue ideada por Tom Wucej y consiste en un ejercicio de diseño que permite a los equipos experimentar entorno a la colaboración, la innovación y la creatividad.

En dieciocho minutos los equipos deben construir la estructura más alta posible con veinte espaguetis, un metro de cinta adhesiva, un metro de hilo, y una nube de gominola. Esta última tiene que estar en la cima.

Los alumnos de Educación Infantil suelen construir torres más altas que los universitarios. La clave está en prototipar: mientras los más pequeños ensayan la sostenibilidad de la torre a medida que avanzan (están locos por poner la nube encima desde el principio, sin importarles que se les caiga la estructura), los universitarios tienden a probar la resistencia de la torre colocando la nube de gominola solo al final (asumen erróneamente que la nube pesa muy poco y no vencerá la torre), con lo cual cometen un solo error, pero sin solución, al final del tiempo dado. Una buena metáfora.

En la dinámica Marshmallow también se analiza la forma de colaborar entre los miembros de un equipo. El trabajo en equipo es una de las soft skills más demandadas en el mercado laboral. Así que, más allá de parecernos una estrategia útil para el aula, debemos entender que es preparar a los alumnos para trabajar de esta forma. Como cualquier otra tarea compleja, planificar tareas o proyectos colaborativos para el aula, solo se domina atreviéndose a lanzarse a la piscina y empeñándose en ir haciéndolo cada vez mejor. Con espíritu científico, eso sí, no por el simple “ensayo y error” si no por el proceso de prototipado, el refinado sucesivo de las experiencias en el aula. Artesanía I+D.

El trabajo colaborativo es precisamente una de las bases del Aprendizaje Basado en Proyectos (ABP). ¿Está claro lo que significa este término? A pesar de la multitud de cursos, artículos y libros sobre el tema, muchos docentes siguen “haciendo proyectos” en lugar de “trabajar por proyectos”. La diferencia es enorme. Por ello, antes de lanzarse a la aventura de poner en marcha un proyecto que potencie el aprendizaje de nuestros estudiantes, quizá sea necesario releer a “los clásicos”.

El artículo The Main Course, Not Dessert de John Larmer y John R. Mergendoller, del Buck Institute for Education (2010), describe el proyecto en ABP como un plato principal rico en contenidos curriculares y en competencias clave para la sociedad del siglo XXI, no como un postre en el que aplicar los contenidos vistos en clases anteriores.

El proyecto como plato principal del aprendizaje:

  • Pretende enseñar contenido significativo. Los objetivos de aprendizaje planteados en un proyecto derivan de los estándares de aprendizaje y competencias clave de la materia.
  • Requiere pensamiento crítico, resolución de problemas, colaboración y diversas formas de comunicación. Para responder la pregunta-guía que lanza el proyecto y crear trabajo de calidad, los alumnos necesitan hacer mucho más que memorizar información. Necesitan utilizar capacidades intelectuales de orden superior y además aprender a trabajar en equipo. Deben escuchar a otros y también ser capaces de exponer con claridad sus ideas. Ser capaces de leer diferentes tipos de materiales y también de expresarse en diferentes formatos. Estas son las llamadas capacidades clave para el siglo XXI.
  • La investigación es parte imprescindible del proceso de aprendizaje, así como la necesidad de crear algo nuevo. Los alumnos deben formular(se) preguntas, buscar respuestas y llegar a conclusiones que les lleven a construir algo nuevo: una idea, una interpretación o un producto.
  • Está organizado alrededor de una pregunta-guía (driving question en inglés) abierta. La pregunta-guía centra el trabajo de los estudiantes, enfocándoles en asuntos importantes, debates, retos o problemas.
  • Crea la necesidad de aprender contenidos esenciales y de alcanzar competencias clave. El trabajo por proyectos le da la vuelta a la forma en la que tradicionalmente se presentan la información y los conceptos básicos. El proyecto como postre empieza con la presentación a los alumnos de la materia y de los conceptos que, una vez adquiridos, los alumnos aplican en el proyecto. En cambio, en el verdadero trabajo por proyectos se empieza por una visión del producto final que se espera construir. Esto crea un contexto y una razón para aprender y entender los conceptos clave mientras se trabaja en el proyecto.
  • Permite algún grado de decisión a los alumnos. Aprenden a trabajar independientemente y aceptan la responsabilidad cuando se les pide tomar decisiones acerca de su trabajo y de lo que crean. La oportunidad de elegir y de expresar lo aprendido a su manera también contribuye a aumentar la implicación del alumno con su proceso de aprendizaje.
  • Incluye un proceso de evaluación y reflexión. Los alumnos aprenden a evaluar y ser evaluados para mejorar la calidad de los productos en los que trabajan; se les pide reflexionar sobre lo que aprenden y cómo lo aprenden.
  • Implica una audiencia. Los alumnos presentan su proyecto a otras personas fuera del aula (presencial o virtualmente). Esto aumenta la motivación del alumno al ser consciente de que tiene un público y además le da autenticidad al proyecto.

Todo buen proyecto debe cumplir dos criterios fundamentales: debe tener sentido para los alumnos, deben percibirlo como algo que personalmente quieren hacer bien porque les importa. Y además debe tener un propósito educativo, debe ser significativo, acorde a los estándares de aprendizaje del tema o materia que trata.

¿Y cómo diseñar un proyecto que les importe a los alumnos? Aquí entra en juego la motivación intrínseca.

Cuando hablamos de aprender de forma lúdica, de fomentar la motivación intrínseca de los alumnos, en seguida pensamos en gamificación o ludificación, otra de las estrategias de moda en educación.

¿Por qué tantas personas le dedican tanto tiempo a un determinado videojuego? ¿Por qué acceden a pasar fases del juego aburridas e incluso tediosas? ¿Por qué no se aburren a lo largo de meses y años jugando a lo mismo? ¿Por qué se enfrentan a retos complicados en los que pueden fracasar una y otra vez sin desanimarse hasta que al fin consiguen superarlos?

Como docentes quizá nos hagamos una pregunta más, colofón de las anteriores: ¿Por qué los alumnos no se enfrentan a los estudios de la misma manera? La gamificación trata de dar respuesta a esa pregunta.

El término gamificación fue acuñado por Nick Pelling en el año 2002, quien la definió como la aplicación de metáforas de juego para tareas de la vida real que influyen en el comportamiento y mejoran la motivación y el compromiso de las personas. Algunos prefieren utilizar “ludificación”, para evitar el anglicismo, aunque puede haber matices de significado diferentes.

A menudo se simplifica y desvirtúa el término gamificación hasta dejarlo sin sentido. La gamificación no trata solo de puntos y medallas, sino de contar buenas historias (storytelling) que tienen impacto en quienes las viven porque apelan a emociones universales: la necesidad de reconocimiento, el interés por descubrir y explorar, el placer de colaborar y competir y la satisfacción de superar metas.

Un entorno gamificado ofrece una narrativa atractiva que nos sumerge en una atmósfera paralela a la del curso. Los retos propuestos, las misiones a superar, se convierten en posibilidades de colaboración, competición, resiliencia, superación personal y reconocimiento público, generando un marco motivador alrededor del proceso de aprendizaje.

La gamificación como metodología educativa requiere una planificación seria y detallada:

  • Planteamiento de unos objetivos claros (metas) que den sentido al ‘juego’ desde el comienzo.
  • Reglas que estructuren la participación. Funcionarán como limitaciones que fomentarán la creatividad, la estrategia, la competitividad…
  • Un sistema de feedback potente es fundamental. Debe informar de forma clara y continua al participante sobre su progreso.
  • Por último, un entorno social, que le involucre en un mundo nuevo que facilite la interacción y también el reconocimiento público de los logros.

Es importante saber ordenar de forma motivadora y progresiva las actividades a lo largo del curso, para que su superación no resulte ni demasiado fácil ni frustrante. Alcanzar el término medio requiere conjugar bien diferentes mecánicas y conectarlas con los llamados “conductores motivacionales” de Stephen Reiss, esto es, las emociones intrínsecas que revitalizan la conducta y la participación de los jugadores. Nos referimos al estatus, la aceptación, la curiosidad… que apelan, entre otros, al orgullo, la confianza en uno mismo o la libertad.

Si con ello el alumno, además de aprender, disfruta experimentando y desafiando sus propias habilidades y capacidades, lograremos que no solo alcance los objetivos planteados sino también que tome conciencia de su propio progreso, algo fundamental en el proceso de aprendizaje.

En una ocasión le dediqué un recreo entero a hablar con los alumnos sobre este tema (me regalaron ese tiempo generosamente, en calidad de asesores sobre gamming). A la pregunta de “¿Qué es lo mejor de los videojuegos?” me dieron unas contestaciones de libro: la libertad. Para explorar el entorno, para elegir entre varias opciones, para interaccionar. En el videojuego debe haber zonas seguras y solo cuando te sales de ellas, por propia elección para conseguir algo más, aceptas correr riesgos. Han descrito a la perfección el modelo de jugadores arquetípico de Bartle, actualizado por Amy Kim.

Como docentes, el reto está en convertir el temario de la asignatura, el sistema de notas, las dinámicas de clase, en algo parecido a este entorno de aprendizaje en donde se disfruta de autonomía para explorar, se acepta la responsabilidad de tomar decisiones y se toma el error como parte necesaria del proceso. RM

Ángeles Araguz

ATD en la Subdirección de Orientación y Aprendizaje a lo largo de la vida en el Ministerio de Educación de Madrid España. Especialista en tecnologías educativas y gestión de proyectos e-learning para la formación del profesorado.

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