“No era un ser humano. No podía serlo. Era cuatro veces más alto que el hombre más crecido. Era tan grandote que su cabeza quedaba a más altura que las ventanas de los últimos pisos de las casas. Sofía abrió la boca para gritar, pero no le salió ningún sonido”.
Así empieza El Gran Gigante Bonachón (1982), cuyo protagonista se encarga de repartir sueños a los chicos que duermen a pierna suelta. En una de esas noches roba del orfelinato a Sofía —quien vela esperando la hora mágica— y juntos se la agarran a trompadas contra los otros gigantes. Claro, los otros gigantes son terriblemente malvados y coincidentemente se parecen mucho a casi todos los adultos. Ahí está la clave de este autor singular: conspirar con los niños contra las iniquidades del mundo adulto.
Como si no bastara, su obra tiene otras virtudes. Culto a la naturaleza, inventiva prodigiosa y un sentido del humor que saca roncha. Lo veo en una fotografía, frente a mi mesa de trabajo, recostado sonriente sobre un carromato de feria. Imagino que así contempló la vida: desinhibido, larguirucho y travieso como el gran cronopio de Cortázar. Yo no, ¿pero usted conoce en el mundo actual un escritor para niños más renovador y punzante que Roald Dahl?
Sepan que hasta su propia hija —sumándose a las acusaciones de papás y profesores— declaró que “los libros de mi padre llevan un volcán rugiendo en las entrañas. Arrojan cientos de ideas provocativas y excitantes fogonazos”. Entonces frente a este dinamitero de conciencias, que tuvo como única arma un lápiz con borrador y a casi veinte años de su muerte, bien conviene recordarlo y hacer una revisión de su escritura explosiva.
Conocí la existencia de este conspirador a fines de noviembre del 90 cuando, paradójicamente, leí por azar un cable que informaba de su muerte. “Ha fallecido Roald Dahl, el más importante escritor para niños del siglo XX”. ¿Quién es ese señor?, me pregunté. Andaba ya preocupado por una literatura para chicos que fuera insubordinada, provocadora y que armara una revuelta contra muchas de las convenciones sociales. Hay tantas impías: la prepotencia, la vanidad, el pragmatismo. Entonces memoricé el nombre y busqué inútilmente en las librerías limeñas, hasta que un buen día de 1991 encontré Los Cretinos (1980) en un remate de libros. Pagué apresurado y me lo llevé sin envolver, como siempre, y hojeándolo por el camino. Gracias a las asquerosidades y a las bromas malvadas de esos viejos cascarrabias, se produjo en mí un amor a primera vista y desde entonces se me hizo una costumbre buscar a Dahl en la sección de literatura infantil.
Años más tarde y leyendo su primer libro de memorias, Boy. Relatos de la infancia (1984), supe que nació en Gales y que quedó huérfano de padre —junto con cinco hermanos— y que su madre cargó con la cruz del hogar. Como buena dama noruega, envió a los niños a internados ingleses. En varios de ellos, el pequeño Roald conoció en carne propia los sistemas inflexibles de enseñanza y la crueldad de los maestros: a los ocho años fue azotado por el director luego de poner un ratón muerto en un envase de dulces; nada casual, por lo tanto, que los protagonistas de sus primeros relatos sean chicos huérfanos y maltratados por adultos. Es verdad que no fue un estudiante modelo, pero destacó en deportes y cultivó la fotografía y la afición por las chocolatinas.
Finalizados sus estudios escolares, ingresó a trabajar en la multinacional Shell Oil Company y poco después se estableció en Tanzania. Algunos episodios fascinantes en la jungla con leones y serpientes venenosas son narrados en Volando solo (1986) —su segundo libro de memorias—, así como su enrolamiento a la Royal Air Force al estallar la Segunda Guerra Mundial. En un vuelo de combate, piloteando su avión de caza, Dalh sufrió un accidente que lo dejó tendido en línea enemiga, a un palmo de su Gladiator en llamas, enceguecido y con el cráneo fracturado. Esta desgracia fue providencial para su futuro: a solicitud de una revista escribió un relato, el primero que publicó, donde describía el accidente con una vivacidad escalofriante.
Tras unas semanas de convalecencia, volvió al combate y soportó nuevas catástrofes físicas y emocionales hasta el final de la pesadilla bélica. De vuelta a casa de su madre, empezó a probar suerte como narrador escribiendo relatos perversos para adultos —obtiene el Gran Prix de l’ Humeur Noir— y más tarde incursiona en el ámbito infantil, sin renunciar a su espíritu corrosivo. También escribe guiones cinematográficos y colabora con Alfred Hitchcock en su serie televisiva.
Llegó a escribir siete libros para grandes, una veintena de novelas para chicos, tres libros de memorias y unos libritos en verso; Cuentos en verso para niños perversos (1983), el más valioso, es una revisita sarcástica a los clásicos cuentos de hadas. Sus primeras novelas fueron James y el melocotón gigante (1961), Charlie y la fábrica de chocolates (1964) y El dedo mágico (1966) y las últimas Agu Trot (1989), Los Minpins (1991) y El Vicario que hablaba al revés (1991). En todas ellas el autor cumple cabalmente con su propósito de incomodar a los padres y profesores: “Lo que intento es criticar a una mayoría de padres que no tienen un solo libro en casa y se pasan el día viendo la televisión.” Así de rotundo es también contra el consumismo, la violencia o el egoísmo de los adultos.
En Matilda (1988), una de sus mejores novelas, la niña protagonista es una superdotada que debe soportar en casa a unos padres groseros, inútiles e insensibles —no sólo le tienen prohibido leer, sino que le obligan a ver televisión— y en la escuela a una directora tirana y descomunal. Sin duda unas líneas de Dahl pueden dar muestra de su tóxico estilístico, cuando después de describir a la encantadora señorita Honey, la profesora de aula, el narrador pasa a referirse a la “señorita Trunchull, la directora, (que) era totalmente diferente. Se trataba de un gigantesco ser terrorífico, un feroz monstruo tiránico que atemorizaba la vida de los alumnos y también de los profesores. Despedía un aire amenazador, aun a distancia, y cuando se acercaba a uno, casi podía notarse el peligroso calor que irradiaba, como si fuera una barra metálica al rojo vivo. Cuando marchaba por el pasillo —la señorita Trunchull nunca caminaba, siempre marchaba como una tropa de asalto, con largas zancadas y exagerando el balanceo de brazos—, se oían sus resoplidos al acercarse y, si por casualidad se encontraba un grupo de niños en su camino, se abría paso entre ellos como una tanque….”
El oficio de escritor es un tema abordado por Dahl en varios de sus libros. No sólo aparecen manías, lecturas y una larga lista de objetos fetiches que rodearon su trabajo. Sino también su vocación por las narraciones orales: cuentos graciosos o truculentos contados con naturalidad a sus hijos —como lo hace el papá en Danny, el campeón del mundo (1975) o la abuela en Las brujas (1983)— y su necesidad de encerrarse en una casa apartada, para conseguir ese estado de gracia malsana que exigía su escritura. Reclutado en su Gipsy House no sólo confabuló con la mejor literatura infantil del siglo, sino que ejerció implacable su fama de ermitaño.
“La vida de un escritor es un verdadero infierno — reflexiona Dalh en sus Relatos de infancia— comparada con la de un empleado. El escritor tiene que obligarse a trabajar. Ha de establecer sus propios horarios y si no acude a sentarse a su mesa de trabajo no hay nadie que lo amoneste. Si es autor de obras de ficción, vive en un mundo de temores. Cada nuevo día exige ideas nuevas y jamás puede estar seguro de que se le vayan a ocurrir. Dos horas de trabajo dejan al autor de ficción absolutamente exhausto. Durante esas dos horas ha estado a leguas de distancia, ha sido otra persona, en un lugar distinto, con gente totalmente distinta y el esfuerzo de volver al entorno habitual es muy grande. Es casi una conmoción. El escritor sale de su cuarto de trabajo como aturdido. Le apetece un trago. Lo necesita. Bebe para darse fe, esperanza y ánimo. Es un insensato el que se empeña en ser escritor. Su única compensación es la libertad absoluta.”
Para Roald Dahl, según sus libros más íntimos, el arte de escribir para niños está basado en el carácter subversivo de una historia. Se evidencia en la poderosa capacidad de crear situaciones en cadena, peripecias siempre nuevas y engañosamente naturales que terminan por dejarnos subyugados. Pero no se crea que en el fondo de la fábula sólo destella el talento de un ingenio cáustico, sino que hay siempre un magisterio real y una firme corriente emancipadora que subraya el valor y la inteligencia de sus protagonistas. Todo está, además, envuelto en un intenso aire de ternura. En un texto de 1988, Dahl sugiere unas pautas para quienes pretenden escribir no para los críticos ni autoridades escolares, sino para los despiadados lectores infantiles:
1 Debe tener una imaginación viva.
2 Debe ser capaz de escribir bien. Con eso quiero decir que debe ser capaz de hacer que una escena cobre vida en la mente del lector. No todo el mundo posee esta habilidad. Es un don que sencillamente se tiene o no se tiene.
3 Debe tener resistencia. Dicho de otro modo, debe ser capaz de seguir con lo que hace sin darse jamás por vencido hora tras hora, día tras día, semana tras semana y mes tras mes.
4 Tiene que ser un perfeccionista. Eso quiere decir que nunca debe darse por satisfecho con lo que ha escrito hasta que lo haya reescrito una y otra vez, haciéndolo tan bien como le sea posible.
5 Debe poseer una gran autodisciplina. Trabaja usted a solas. Nadie le tiene empleado. Nadie le pondrá de patitas en la calle si no acude al trabajo y nadie le reñirá si hace usted el vago.
6 Es una gran ayuda el tener un gran sentido del humor. El escritor que piense que su obra es maravillosa, lo pasará mal.
El espíritu creativo de Roald Dahl puede llevarnos a pensar que tuvo una vida apacible, consagrado al ocio literario y que era además un pan de dios con las personas que lo rodeaban. Pues no. Algunos testimonios ponen las cosas en su sitio. En una entrevista deja en claro que no aguanta pulgas y se arrebata frente a la insensibilidad. Dice cosas como que escribe para “dejar en ridículo a los adultos, que es algo inofensivo pero a los niños les gusta… todos los escritores crean adultos encantadores, padres y madres perfectos” y sonríe. Se refiere a los niños y dice gustarle los que se arriesgan mucho más que los que nunca lo hacen. Se refiere a su parecido con el Gran Gigante Bonachón, aunque aclara: “ligerísimo. Sus sueños son bonitos y en cambio no todos los míos lo son” y manifiesta su admiración por Quentin Blake, el magnífico ilustrador de la mayoría de sus libros.
Su mirada sobre la educación se revela en una entrevista a la BBC de Londres, en 1988: “Cuando uno nace, o a los dos o tres años, es una criatura incivilizada. Y a partir de esa edad, y hasta los doce o quince, si uno va a convertirse en un miembro civilizado de la comunidad, debe ser disciplinado. Severamente. Basta de comer con los dedos y de escupir en el suelo y de maldecir y de lo que se le ocurra. ¿Y quién se encarga de disciplinar? Dos personas. Los padres… Aunque el niño ame a su madre y a su padre, ellos son subconscientemente el enemigo. Existe una delgada línea, creo, entre amar profundamente a tus padres y sentir por ellos un profundo resentimiento.”
Existen dos testimonios que son textos escritos por su hija Tessa. Un artículo y una carta de mediados de los noventa, ambos muy estremecedores, que nos permiten ingresar al mundo íntimo del escritor. La evocación que hace es conmovedora: un padre huraño, poco afectuoso físicamente, que tendía sus dos metros a fumar en la cama y en silencio. Ella explica el drama de este hombre que tuvo que atender a su esposa de una hemorragia cerebral que la deja paralítica y a su único hijo varón que es atropellado por un auto y queda minusválido; además de sufrir la muerte de una hija pequeña.
Dahl se divorcia y vuelve a casarse a los sesenta años. Continúa viviendo en su misma Gipsy House —que lo cobijó durante cuarenta años— donde redacta esas páginas sabias y deliciosas tituladas Mi año (1993). Libro testamentario, escrito a manera de notas sobre las costumbres de las mariposas y las ranas, sobre el color y el canto de los pájaros, sobre las diferentes plantas que florecían a lo largo del año en la campiña que lo acompañó hasta el último día de su vida, el 23 de noviembre de 1990. Desde entonces, descansa en paz.