En la sede central de la UNESCO en París, organización que es parte del sistema de Naciones Unidas —creada hace setenta años justo después del horror de la segunda guerra mundial—, con el recuerdo aún muy vivo de las decenas de millones de víctimas, hay una estela de piedra en la que gura grabada una referencia explícita al espíritu regeneracionista y de paz que animó a la comunidad internacional a crear la UNESCO: organización educativa que hoy todos consideramos ejemplo de trabajo a favor de la educación, la cooperación y el entendimiento entre hombres y naciones. En dicha estela se dice que, como es en la cabeza de los hombres y las mujeres donde realmente se construye la paz, contribuyamos a ello, todos juntos, por medio de la educación.
Lo que acabamos de describir constituye la mejor referencia posible para justificar el imprescindible protagonismo de la educación, es decir, de cada escuela, de cada maestro y de cada rector, en un esperanzador proceso de paz.
Hoy, por encima de debates técnicos, políticos o ideológicos, es preciso analizar si la escuela colombiana puede desempeñar un papel relevante y e caz de contribución decisiva a ese objetivo y, si es preciso, ayudar para que así sea. Por ello decidimos que el presente número de Ruta Maestra, no obstante otros temas de actualidad, diera espacio a reflexiones a favor del liderazgo escolar y de la cultura de paz: aspectos que consideramos indisociables.
La escuela postcolonial de Colombia, al igual que otras de América Latina, contribuyó a la vertebración de una nueva nación. A partir de in uencias ilustradas y positivistas, perseguía varios objetivos sociopolíticos, entre ellos uno muy destacable: educar a personas de las más diversas procedencias geográficas y culturales, así como a los pueblos originarios, de acuerdo con un proyecto educativo y de nación común. En resumen, una escuela crisol, que en términos actuales, salvando las distancias, podríamos cali car de inclusiva e integradora. Quizás la escuela colombiana aborde en este momento histórico un objetivo distinto, pero de similar magnitud.
Se encomendó a UNESCO construir en la cabeza de todos la paz por medio de la educación; pues bien, hagamos extensivo ese mandato a nuestro sistema educativo para que sus educadores lo desarrollen en todos los niños y niñas de nuestro país: fomentando el respeto cívico al disenso, de modo que el voluntario sometimiento a la Ley vaya siempre acompañado de la solidaridad y la compasión, que la diferencia no se considere un problema sino una riqueza, así como la tolerancia y la comprensión, y que el uso del diálogo sea la práctica habitual para solucionar con ictos y para alcanzar acuerdos y pactos. Convencidos de que con todo ello podremos crecer juntos y ser más y mejores.
Pero, es evidente que para ello nuestra educación debe avanzar más en calidad y en equidad, así como en el liderazgo de sus centros y rectores para que sea más competente en términos educativos, y más inclusiva desde una perspectiva política y social. Por lo ya expuesto, la escuela colombiana necesariamente debe ser un actor importante, papel que desempeñará solo si es relevante.
Hace casi doscientos años, en momentos convulsos y precarios, la escuela crisol trabajó a favor de la integración de propios y ajenos. Hace setenta años, UNESCO asumió un empeño y una responsabilidad casi sin límites. Hoy, la sociedad colombiana, con el esperanzador sueño de la paz en un horizonte posible, espera de sus instituciones educativas un generoso compromiso y dedicación, que solo será posible con un liderazgo escolar e caz que promueva y desarrolle proyectos educativos integradores, que establezca objetivos y rinda cuentas de ellos a la comunidad.