Lo que era llamado como la ‘nueva normalidad’, es ya paisaje. Hace meses este concepto dejó de ser una novedad para instalarse como nuestro más fiel compañero, afectando todas las rutinas diarias, modificando nuestros hábitos de consumo e imprimiendo dinámicas inesperadas en el día a día. Ninguno de nosotros proyectó su vida para enfrentar una serie de condiciones como las que hemos tenido que encarar con la llegada del COVID-19. Uno de los mayores desafíos, sin lugar a dudas, ha sido la convivencia permanente.
Es el momento en que hemos sido invitados a vivir 24/7 con nuestras parejas, nuestros hijos, nuestras mascotas y hasta con nuestras soledades. Un escenario para el que nadie nos había preparado y en el cual estamos apenas aprendiendo a navegar. Nunca creímos que sería así, porque nunca hemos operado bajo condiciones tan desafiantes, en donde el mayor reto es realizar todas las actividades, día tras día, en el mismo espacio físico.
Pequeños apartamentos, se convirtieron en las aulas de clase
De la noche a la mañana nuestras casas, que, en la mayoría de los casos, son pequeños apartamentos, se convirtieron en las aulas de clase, los puestos de trabajo, el área de deporte, el lugar para algo de ocio y por supuesto, nuestro lugar de descanso. Fue entonces cuando, al menos en mi caso, empezamos a entender realmente el espacio en el que vivíamos y buscamos como familia, la forma de sacar el mejor provecho de él.
Visto en retrospectiva, el proceso de adaptación más complejo ha sido encontrarnos todos en un mismo lugar, a pocos metros, tratando de hacer lo que habitualmente hacíamos en el día a día, sin que nadie de nuestro núcleo familiar nos viera haciéndolo. Así que en un abrir y cerrar de ojos se juntaron, en los pasillos de los cuartos, los efusivos saludos de niñas adolescentes, con las reuniones ejecutivas para presentar balances y resultados. Se sumaban también, los juegos infantiles y las clases de gimnasia, con las sesiones de yoga y las conferencias magistrales para altos ejecutivos de una multinacional, mientras la mascota pedía a ladridos un paseo matutino. Cada uno creyendo que lo suyo era lo más importante y que los demás debían, no solamente entenderlo así, sino respetarlo y darle prioridad.
La frustración de todos era alta. No había respuestas para las preguntas básicas de ¿puedo verme con mis amigos? ¿quisiera invitar a mi mejor amiga a que venga a la casa? ¿puedo ver a mis abuelos? Esas eran las preguntas del mundo tradicional pero ahora en medio de una gran incertidumbre, no había respuestas. Lo habitual había cambiado. Fue entonces cuando empezamos a entender que debíamos vivir en el aquí y en el ahora. La vida en familia pasó de un tremendo caos, donde los ruidos nos molestaban y distraían de “nuestras cosas importantes”, a poco a poco ir entendiendo algo que debería ser obvio: cada uno, de acuerdo con su edad y momento en la vida, tiene prioridades diferentes y ninguna debía opacar a la otra.
Rescatados ciertos espacios y tomando una nueva dinámica familiar, un día llegó a la mesa una pregunta que muy rara vez se escucha, y que para cualquier papá es una sorpresa: ¿Cuándo regresamos al colegio?
Más allá de la respuesta obvia de “no sabemos”, la fuerza de lo que implicaba la pregunta nos puso a pensar como padres, en el gran reto educativo que teníamos entre manos. Era claro que la forma de interactuar con las clases y las asignaturas era totalmente diferente, no diría si mala o buena, pero sí absolutamente distinta, lo que implicaba la necesidad de contar con ciertas habilidades y herramientas que nuestras hijas, no tenían. Su interacción con un computador o una tableta había sido buena para sus edades, pero siempre restringida a pocas horas, con absoluta supervisión y con la intención de verlos más como elementos lúdicos que como herramientas de trabajo.
Pero eso no fue lo más impactante, lo que realmente me llamó la atención es que yo, que creía que tenía alto acceso a la tecnología, me empecé a encontrar con muchos tropiezos para poder ayudarles a mis hijas a entrar a sus clases, emplear las herramientas y cumplir con sus deberes. El aprendizaje era entonces en doble vía. Fue evidente también que la mayoría de los educadores tampoco tenían las habilidades para enfrentar la virtualidad. La pandemia hizo que esas brechas, tanto sociales como tecnológicas, necesarias ambas para sobrevivir una situación tan especial como la que teníamos que enfrentar, se vieran magnificadas. Era un llamado para correr a cerrarlas rápidamente.
Recapitulando sobre esos días, creo que el esfuerzo fue gigante, pero queda el mal sabor en la boca de que esos afortunados que pudimos superar el abismo, y tender rápidamente los puentes para que la educación de nuestras hijas continuara, somos pocos y hacemos parte de esas pequeñas burbujas de personas privilegiadas. El reto para la mayoría continúa siendo el poder encontrar una buena conectividad. Esto es algo que resulta irrisorio en las grandes ciudades y es la realidad de nuestras sociedades, cuando vemos el mundo más allá de esas inmensas urbes.
Superada la conectividad, viene el siguiente dolor de cabeza, que es poder tener los dispositivos adecuados para soportar las herramientas requeridas. En nuestro caso esto también fue un reto, porque no cualquier equipo funcionaba y no todo nos servía para lo mismo. Evaluamos, cotizamos y compramos. Parece sencillo, pero nuevamente no puedo dejar de pensar que esto es así para pocos, muy pocos. La mayoría tienen que hacer de tripas corazón y enfrentarse con lo que tienen a la mano.
Pasamos también el escollo tecnológico y semana a semana empezamos a ver que eso, que al principio parecía la más grande barrera, era una nimiedad. Ahora nos enfrentábamos a otras consideraciones que, si todos como sociedad hubiéramos tenido tiempo de planear, seguramente habríamos previsto y preparado. Llegaron los reclamos de nuestras estudiantes en casa sobre los fuertes horarios, la carga de trabajo, el manejo de tiempos y claro, la disposición de sus profesores. Era evidente, pero no lo vimos venir, se necesitan interlocutores capacitados para hacer que, sobre esa tecnología, se transmitan las ideas de forma potente, capaces de inspirar y movilizar.
Somos pocos y hacemos parte de esas pequeñas burbujas de personas privilegiadas
Previsible era todo, pero no estábamos listos. ¿Cuántos de nuestros hijos estaban acostumbrados a pasar horas y horas frente a una computadora? ¿Cuántos de ellos habían tenido reuniones virtuales o asistido a prolongadas llamadas? Eso era del mundo de los adultos y la verdad, de muy pocos adultos, no todos hacíamos eso con regularidad, precisamente porque nos parecía una pesadilla y nos sentíamos agobiados de tener que pasar tiempo frente a una pantalla hablando con personas que podríamos ver personalmente.
Empezó otro proceso que además implicó un aprendizaje personal inmenso. Todas estas exigencias de mis hijas sobre la tecnología, luego sobre el contenido y ahora sobre la interlocución, fueron mensajes que me hicieron pensar en la forma como nosotros interactuamos con terceros. Trabajando en comunicaciones y asesorando empresarios y compañías, siempre les digo que lo primero que uno debe tener es actitud para comunicar. Esa actitud está marcada por una intención de querer escuchar, fomentar un diálogo y de estar abierto a recibir retroalimentación para enriquecer un proceso que lo que busca es construir confianza. Sentí que, era responsabilidad desde nuestra casa, el fomentar en nuestras hijas la buena disposición y una sensible intención de comunicar.
Con esto en mente trabajamos para que fueran ellas conscientes del inmenso esfuerzo que había detrás de una clase. Las grandes acciones y la multiplicidad de detalles que se habían engrandado para que ellas se pudieran conectar con sus profesores. En ese momento empezamos a invitarlas para que continuamente valoraran y respetaran cada uno de esos pasos. Debían entender el esfuerzo que tanto nosotros como grupo familiar, como el colegio y su cuerpo académico, estábamos haciendo para sobrellevar esta dura situación. Logramos en poco tiempo un cambio de actitud, encontramos respaldo de su parte y empezaron a ver el valor de poder sentarse enfrente de una pantalla, tener conectividad, contar con todos los elementos para desarrollar sus tareas, además de asistir a una clase con un profesor que estaba dispuesto a enseñar.
Fueron ellas mismas testigos de la importancia del respeto, ya que como era de esperarse, los alumnos superaron rápidamente a los maestros. En pocas semanas los estudiantes podían sacar de la clase a un profesor, dejar en silencio a todos los aprendices, dividirlos en grupos o enviarlos a salas de conferencia diferentes. El proceso de autocontrol aquí era clave, si cada estudiante empezaba a ver que esto no le sumaba al grupo, la corrección llegaría y en efecto llegó, no tan rápido como todos hubiéramos querido, pero los ajustes se fueron dando y hoy las conversaciones y los retos son otros.
Ese fue un punto de quiebre, ya que el autocontrol es lo que más se exigía a la sociedad como un llamado general para combatir el virus que nos mantenía aislados. Sentíamos que había coherencia entre lo interno y lo externo, y que nuestra familia se estaba enriqueciendo. De hecho, el autocontrol y el autocuidado siguen siendo los mayores clamores de todos los gobernantes y cuerpos médicos en el mundo entero.
Han sido largos meses de incertidumbre y aprendizajes. Estamos viviendo discusiones constantes sobre cómo regresaremos a lo que conocimos como nuestra realidad y en qué condiciones podremos hacerlo. Lo cierto es que seremos familias nuevas, profesionales, alumnos, maestros y seres humanos distintos. En lo personal he encontrado tres grandes ideas en las que he pensado mucho durante esta situación, invitaciones que la vida nos ha extendido para ver si somos capaces de apreciarlas y hacer algo valioso con ellas:
La primera es que nadie nos había preparado, ni siquiera remotamente se nos había enunciado, para vivir relaciones tan estrechas, tanto en tiempo como en espacio. Tenemos hoy dos elementos que para muchos son nuevos, constancia y permanencia. Es sin duda una linda oferta, pero inmensamente retadora. Curiosamente es lo que más demandan nuestros hijos y lo que muchos, en menor o mayor medida, les quitamos por estar ocupados “afuera”, haciendo “cosas significativas” y reuniéndonos con “gente importante”. Una oportunidad para valorar este tiempo y hacerlo valer.
Han sido largos meses de incertidumbre y aprendizajes
La segunda es que todo esto es una invitación para ponernos en perspectiva y bajar el ritmo. Sin desconocer ni minimizar los grandes impactos que ha tenido toda esta situación en los negocios y la economía, creo que es importante ver el valor profundo que ha tenido esta llamada a hacer un alto en el camino. Nuestros hijos nos necesitan presentes y ellos lo agradecen. Si no lo creen, cierren sus ojos y piensen qué tanto agradecen a sus padres o qué tanto les reclaman, eso que ustedes sienten ahora, algún día lo sentirán sus hijos.
En esta segunda invitación, hay algo que no podemos dejar pasar por alto y es que los niños y los adolescentes en especial, creo que se quitaron una gran presión de encima con este distanciamiento. Entrar a la adolescencia siempre ha sido desafiante y es un proceso que todos surtimos, pero hoy existe una gran presión social que se fortalece con un afán desaforado por querer aparentar, tener, crecer y ser ‘mayor’. El distanciarse un poco, el bajar la guardia y reconectarse con lo esencial es una linda oportunidad para darle a cada etapa de la vida su espacio y, como dicen por ahí, no tratar de “madurar biche”.
La tercera y última idea, pero no por ella menos importante, es que fuimos llamados a retomar lo que sabemos y podemos hacer de forma natural. Ha sido el momento para construir desde lo íntimo y esto es muy poderoso para nuestras hijas, que pueden dedicarle tiempo a eso que les gusta hacer, ocupándose en actividades que van más allá de prender una pantalla.
Todo esto es una invitación para ponernos en perspectiva y bajar el ritmo
Sabemos los retos que tenemos como sociedad y esta pandemia ha dejado claro que todos vamos en el mismo barco, pero no estamos en las mismas condiciones. Una gran forma de nivelar las cargas es fortaleciendo la educación en general. Es evidente que la formación que imparten los maestros es importante pero igualmente relevante es la que damos en casa. Parece ser que todo esto es una llamada para que prestemos más atención a lo que sucede al interior de nuestros hogares, porque la sociedad que construyamos en el futuro será una extensión de lo que nuestros hijos pequeños y adolescentes, están viviendo hoy en su casa.
Prestemos más atención a lo que sucede al interior de nuestros hogares