Tal vez la que más recuerdo es a mi madre, Ana Julia Murillo de Patarroyo, maestra de profesión (había adelantado sus estudios de magisterio en la escuela Normal de Ibagué) quien sembró en sus hijos el gusto por las matemáticas.
La recuerdo en ese pequeño almacén localizado en el parque principal de nuestro pueblito del sur del Tolima, Ataco, en donde junto con su marido el sargento de la policía Manuel Patarroyo Leyva habían organizado su hogar. Por las noches, en el mostrador de la tienda y en una forma muy divertida con palitos y bolitas nos enseñaba los números, la suma, la resta, la multiplicación, la división y jugábamos y jugábamos a sumar, restar, multiplicar y dividir de memoria sin utilizar ningún instrumento, papel o lápiz. Tal vez por esa forma lúdica y divertida de aprender es que me fue siempre tan bien en matemáticas, aun sin instrumentos, ya que todavía muchas de las operaciones matemáticas continúo haciéndolas de memoria.
Mi tía Lola Patarroyo (prima hermana de mi padre), maestra también de profesión, corazón y oficio con dos perritos imantados y otros juegos como animalitos desarmables, esqueletos de plástico y un sinnúmero de historietas fue quien me introdujo en el mundo de las ciencias. Fue ella quien me regaló los primeros fascículos de la serie Billiken (Bill y Kent) quienes en términos y lenguajes sencillos explicaban para los niños los secretos y el poder de las ciencias.
La esposa de mi tío Luis Ángel Murillo, Alicia Ospina, también maestra de escuela graduada en la Normal de Ibagué, me enseñó las letras y el placer de la lectura de pequeñas cosas que luego mi padre Manuel se encargó de nutrir alimentando mi curiosidad con innumerables cuentos, cómics o revistas sobre las vidas de Luis Pasteur, Armauer Hansen, Robert Koch, Ronald Ross que después se convirtieron en mis ídolos y luego, al proporcionarme series de libros y libros y libros sobre ciencias biológicas que yo ansiosamente solicitaba, marcaron para siempre el derrotero de mi vida.
Mi madre siempre nos ponía de paradigma y ejemplo a su hermano, el tío Alfonso, quien recién cumplidos los 21 años de edad se había graduado de médico en la Universidad Nacional de Colombia, cuando la medicina eran 7 años de estudio. Había ingresado justo al cumplir los 15 años. Era un paradigma para emular.
Así pues crecí en un ambiente familiar de maestras que forjaron mis sueños, metas, ilusiones y un núcleo familiar con principios, valores y actitudes que luego me permitieron ser lo que mis sueños, objetivos y propósitos me dictaran. Nos inculcaron la disciplina para el estudio, el trabajo y el pensamiento y cada uno de nosotros tenía su pupitre propio donde guardaba sus útiles escolares y hacía sus tareas (Ver fotografía p. 38). Siempre con un ansia de saber, conocer, descubrir para poder ayudar más y mejor a nuestros semejantes.
En el Ataco, éramos un pequeño grupo de párvulos, de aproximadamente la misma edad, que asistíamos a la Escuela pública “Martin Pomala”. Muchas veces faltábamos a clase y como no había carros en el pueblo (salvo el bus de línea que salía para Girardot e Ibagué a las 5:00 a.m. y regresaba a las 7:00 p.m. y uno o dos camiones), todo el pueblo era para nosotros, para trepar a los árboles y bajar mangos, guayabas, icacos, guamas, nadar en las quebradas, jugar al trompo, la rueda, las canicas, enlazar caballos o burros y todos trepados en el pobre animal, hacerlo correr o trotar por todos los potreros del pueblo hasta lograr nuestro cansancio. Yo era un potro salvaje, libre como el viento.
Allí aprendí lo que es la libertad y su precio. Todo ese sueño terminó a mis 10 años en un tenebroso diciembre cuando por esa estúpida guerra fratricida llamada “la Violencia” quisieron atentar contra la vida de mi padre y de un momento, en menos de dos días, terminamos como desplazados en Girardot.
Girardot ya era una ciudad de más de 50.000 habitantes, muchos carros, trajín, turistas y mucha gente. Una metrópoli para lo que mi pequeño mundo conocía e imaginaba. Tomó un poco de tiempo pero los girardoteños nos acogieron con una generosidad y un cariño que nunca podremos compensar ni parar de agradecer.
Fui matriculado en 3.o de primaria en el famosísimo Colegio Santander, de Don Pedro Páramo, forjador de generaciones y de ciudadanos de bien, en donde mi primer maestro, don Neftali Lozano, se encargó de ponerme al día en el conocimiento de la biología, las matemáticas, el castellano, etc. La verdad es que iba puntualmente a clase porque me fascinaba su hija Rosalba quien también asistía al colegio en el mismo curso. Don Heli Santacoloma Camacho me hizo fascinarme por la geografía describiéndonos mundos que nunca había visto pero que de memoria conocía. Don Augusto Lerma nos enseñó la historia de los griegos, las guerras púnicas y muchas batallas que libraron guerreros reales, invencibles, que inflamaban nuestras mentes juveniles.
Fui desde el principio el mejor estudiante del colegio Santander y por eso quise batirme en conocimientos con el mejor estudiante del recién inaugurado colegio oficial Atanasio Girardot y para ello solicité mi traslado a escondidas de mis padres. Era un duelo que esperaba toda la ciudad pues los colegios competían intensamente en justas académicas y deportivas. Los primeros meses fueron un martirio pues en el primero (febrero) quedé en el puesto 21 de 30, pero a partir de mayo la contienda se puso igual siempre alternándonos el primer puesto. Es una lástima pero Germán Rodríguez el mejor estudiante de mi curso y del colegio Atanasio Girardot tuvo que, por razones económicas, retirarse en septiembre de ese año. Se competía leal y agradablemente, sin violencias, ni agresiones. ¡Cuánto ha cambiado el mundo!
En este colegio mis maestros fueron: el negro Nicolás de Tolentino Mosquera, quien me retaba con los trabajos de trigonometría y cálculo, pero yo ya traía las ventajas matemáticas que me había enseñado mi madre. Agapito Alfaro fue quien orientó a mi padre para que me comprara los libros de química que luego me permitieron sentar las bases de lo que luego convertí en mi proyecto de vida: el de las vacunas químicamente producidas.
Pero tal vez a quien más debo en ciencias biológicas (anatomía, biología, bioquímica, etc.) fue a don Víctor Romero Rincón. Malinterpreté sus exigencias y retos académicos que siempre me imponía (por sugerencia de mi padre) y con un grupo de compañeros del último año adelantamos una de las primeras huelgas estudiantiles de un colegio de provincia (Girardot, mayo de 1964) solicitando su retiro inmediato como rector. Esa huelga, que obviamente perdimos, hizo que casi todo 6.o de bachillerato de ese plantel tuviéramos que salir a buscar en otras ciudades (Neiva, Ibagué, Fusagasugá, etc.) donde terminar nuestro estudios pues era junio y había que graduarse de bachiller. Don Víctor en un acto de grandeza que no olvidaré jamás me acompañó junto con mi padre a buscar colegio en Bogotá. Luego de peregrinar por largo rato y rogar en los mejores colegios (¿lo sabrían luego?), Don José Max León fue el único, que a pesar de mi historial, decidió aceptarme en su colegio. Por eso cuando en 1965 en plano auge revolucionario camilista ingresé a la Universidad Nacional de Colombia a estudiar medicina, ya sabía lo que eran las huelgas y su precio. Me dediqué de lleno a lo que siempre había querido hacer: ciencia.
Pero para mí mis grandes maestros fueron mis padres. ¡Qué principios!, ¡qué valores!, ¡qué coraje!, ¡qué templanza!, ¡qué actitudes! De sus 11 hijos, 10 somos profesionales y 8 de nosotros cursamos estudios de especialización o post-grado. Nos inculcaron el amor a la verdad y el placer que proporciona el conocimiento para poder servir a los demás, porque como siempre nos decían “si nadie conoce los designios de la Divina Providencia y nadie sabe para dónde va la Evolución entonces ayudémonos los unos a los otros que alguno se salvará”. A todos ellos les debo lo que soy y lo que he hecho y quiero públicamente reconocerlo y dar las gracias ¡Gracias maestros!
A TODOS ELLOS LES DEBO LO QUE SOY Y LO QUE HE HECHO Y QUIERO PÚBLICAMENTE RECONOCERLO Y DAR LAS GRACIAS ¡GRACIAS MAESTROS!”