Al momento de comenzar a escribir este artículo el mundo completaba el primer año desde la aparición del virus asociado al coronavirus Sars-COV-2 o como comúnmente lo conocemos, COVID-19. Su origen es incierto y sobre él se tejen todo tipo de conjeturas, desde las más simples y sui géneris, como el campesino que se contagió en una plaza de mercado en Wuhan (China) con una sopa de murciélago, hasta las conspiraciones internacionales de guerra bacteriológica que incluyen virus robados de laboratorios. Pero aún más inciertas son las consecuencias y los efectos que traerá la pandemia asociada a este virus.
No tenemos idea de cuánto tiempo demoraremos en volver a las condiciones previas de vida ni cuál será el costo total que el mundo deberá asumir, pero la única certeza que tenemos hoy, después de un año, son los dos millones cien mil muertos y los 96 millones de casos oficialmente diagnosticados. Al igual que la gripa española o la peste negra, los estragos causados por esta enfermedad son equivalentes a la destrucción causada en una guerra mundial.
Ni los más reputados científicos se atreven a pronosticar cuántos años de emergencia nos quedan por superar ni cuántos millones de muertos más tendremos que sumar a las estadísticas. Pero si las consecuencias en vidas humanas son imposibles de dimensionar, lo que ha acontecido en los diversos aspectos de la vida cotidiana es igualmente desconcertante. En el aspecto económico, los empleos que se han perdido suman más de 255 millones y las empresas que han tenido que cerrar sus puertas son innumerables. Empresas con cien años de existencia no fueron capaces de resistir tres meses sin ingresos y tuvieron que cerrar sus puertas. En el ámbito de la política, vimos como una declaración de un líder mundial, hecha a través de sus censuradas redes sociales, desató en minutos la toma, por parte de una horda de desadaptados, de las instalaciones del congreso del país “más seguro del mundo”, que se precia de tener, así mismo, la democracia “más perfecta y estable del mundo”, hecho que generó una crisis institucional sin precedentes. En el aspecto social, la hambruna asociada a la crisis hizo que los indicadores de pobreza y bienestar de los países en vía de desarrollo retrocedieran a valores de hace sesenta años.
Sin embargo y aunque las circunstancias así lo indiquen, no podemos caer en visiones apocalípticas y dejarnos gobernar por el miedo. Como educadores, tenemos la responsabilidad de extraer de cada acontecimiento las experiencias positivas, construyendo sobre lo construido, y guiar a la sociedad hacia un mundo mejor. Por eso, es pertinente mencionar las enseñanzas que nos ha traído la pandemia: hemos reiterado que si no tenemos salud para nada sirven la riqueza y los bienes materiales. Hemos comprobado que esta enfermedad traicionera no respeta
clases sociales, etnias, orientaciones sexuales o creencias religiosas. Hemos vivido la intemporalidad. Hemos redescubierto el placer de respirar el aire puro, de hacer ejercicio físico, de disfrutar del campo, de la naturaleza y de la alimentación saludable. Hemos desvelado la sabiduría que nos trae el envejecer con dignidad y el aprender a perdonar. En palabras simples: amor, espiritualidad, sencillez, equidad, tolerancia, resiliencia, respeto.
La crisis está todavía muy lejos de superarse, pero la única forma de luchar por lograrlo es tener el ejemplo y la guía de unos líderes que ejerzan su función con firmeza, sabiduría y coherencia. Como rectores y directivos, tenemos el deber de guiar a nuestros docentes, ejerciendo el liderazgo que la sociedad nos ha entregado para cumplir la misión transformadora de la educación de manera responsable.
Si no tenemos salud para nada sirven la riqueza y los bienes materiales
En este año de pandemia, los rectores hemos tenido el cometido de mantener la sostenibilidad económica de las instituciones, garantizar la continuidad de la prestación del servicio educativo, liderar los equipos docentes, implementar sobre la marcha estrategias novedosas de aprendizaje y mantener el equilibrio y la salud mental de cada uno de los miembros de nuestras comunidades.
El rector del 2021 debe saber leer la crisis, debe pensar rápido para actuar en situaciones permanentemente cambiantes, debe saber motivar a todos sus equipos ante las adversidades que se presenten, debe mantener la calma para garantizar la ecuanimidad y el aplomo necesarios para no perder la brújula, pero también debe tener la firmeza para tomar decisiones.
Las instituciones educativas se han caracterizado siempre por analizar, a veces demasiado, cada una de las decisiones, planificarlas y poner en marcha, lenta y tímidamente, los cambios. Pero, por desgracia, el momento que vivimos no nos da tiempo para hacer política o para darle gusto a todos los miembros de la comunidad, pues nos obliga a tomar decisiones duras, difíciles y, en ocasiones, impopulares.
Seguramente la situación epidemiológica de cada territorio es diferente, las condiciones de cada comunidad son distintas y cada institución educativa, independientemente de si es pública o privada, tiene sus características propias, pero la pandemia es global y nuestra función de liderazgo, con diferentes matices, debe seguir siendo la misma y mantener los mismos rasgos.
En el año que comienza los desafíos que impone la evolución de la escuela incluyen retos enormes para que pueda funcionar adecuadamente en una realidad diferente, pero con la cual debemos aprender a vivir por largo tiempo. Es claro que ya no estamos en una situación excepcional, sino que, empezamos a adaptarnos a una nueva realidad y, por esta razón, debemos prepararnos para reabrir la totalidad de las instalaciones educativas con las medidas de bioseguridad y autocuidado que permitan la operación al minimizar el riesgo de contagio. El adecuado comportamiento social es fundamental a este respecto y la interiorización de hábitos garantizará la convivencia segura. No podemos ahorrar esfuerzos en la capacitación del personal docente y operativo y en las inversiones para adecuar, de manera biosegura, las plantas físicas que garanticen un entorno saludable. No menos importante es aprender a reaccionar y comportarse en casos de contagio y en situaciones de riesgo.
Empezamos a adaptarnos a una nueva realidad
En el aspecto formativo y en la medida que podamos reabrir de manera gradual, progresiva y segura, debemos afrontar muchos retos, asociados a cada franja de nuestra población estudiantil, y tenemos que asumir roles que antes posiblemente delegábamos.
La educación de los más pequeños, en particular, los que se están escolarizando por primera vez, se basa en la estimulación, en la adopción de habilidades mentales, de motricidad fina y gruesa, de socio afectividad y de construcción del lenguaje. Esta población es la más vulnerable ante el aislamiento y la falta de socialización. El impacto en el desarrollo futuro, debido a todas las actividades que no pudieron desarrollarse en el tiempo de cierre, hace que nos concentremos en garantizar a cualquier costo la educación presencial de la primera infancia. A pesar de que se trata de una enfermedad desconocida y de que existen muchos puntos de vista al respecto, la mayoría de los estudios científicos coinciden en que esta franja de la población es la menos vulnerable y expuesta en lo físico, pero a su vez la que recibe el mayor impacto psicológico, razón de más para acelerar su presencialidad.
Adicionalmente, si consideramos la educación como factor de movilidad social, que es imprescindible para lograr una sociedad más justa y equitativa, en los países mal llamados en vía de desarrollo, la principal causa de la brecha existente entre la población de mayores ingresos y la menos favorecida es precisamente la posibilidad de haber tenido acceso a la educación preescolar. En América Latina se ha avanzado enormemente en este aspecto en los últimos treinta años, pero privar a la franja de la primera infancia, y sobre todo en el grupo poblacional de menores ingresos, de la posibilidad de recibir una educación presencial y de la mejor calidad, inexorablemente, nos llevará a un retroceso en el campo social.
En el último año hemos visto una proliferación de programas de educación a distancia y múltiples plataformas para homeschooling, las cuales, gracias a la habilidad de mercadeo y al bombardeo de las redes sociales, están tentando a los padres de familia a optar por esta modalidad, que está basada en criterios diferentes a los pedagógicos y formativos. No se trata de desconocer los avances y ayudas proporcionados por las nuevas tecnologías y el acceso a un mundo interconectado o enfrentar (como algunos han tratado de hacer) a la educación “tradicional” con la educación “alternativa”, pero recordemos que el hombre es un animal social y, por tanto, en la primera infancia nuestro reto es fortalecer la presencialidad y evitar la deserción.
La innovación no implica tecnología
En las demás franjas poblacionales (educación básica y media), aunque el objetivo debe enfocarse en la adquisición de competencias y no en la acumulación de contenidos, es claro que en el año que concluyó, debido a las modalidades de aprendizaje a las cuales se debió recurrir, se tuvieron que sacrificar materias y contenidos complementarios, que son muy importantes en el desarrollo de los estudiantes. La priorización que debió realizarse en algunas áreas de aprendizaje, así como la falta de espacios y experiencias vivenciales, implica que en el actual año escolar deban incluirse actividades de nivelación y recuperación de contenidos que puedan compensar estas deficiencias.
Aun cuando la mayoría de las legislaciones prevén rígidas estructuras curriculares, dentro de la autonomía institucional con la cual contamos, debemos ejercer nuestro liderazgo como directivos rompiendo dichos esquemas y propendiendo por formar equipos orientados a objetivos más ambiciosos. Podemos integrar disciplinas trabajando proyectos transversales que vayan más allá de los contenidos mínimos requeridos y la programación curricular tradicional, al modificar los conceptos de número de horas anuales, programas institucionales o grados. Podemos integrar ciclos educativos y no sólo años o grados escolares, basándonos en requisitos mínimos de admisión y objetivos generales y particulares de promoción.
La innovación no implica tecnología, se trata de aplicar la experiencia que nos da la tradición para construir algo, de una forma novedosa, sobre las bases sólidas del conocimiento. Leonardo Da Vinci es el mejor ejemplo de esto, 500 años antes de la era digital.
La adquisición de competencias de los saberes sólidos debe complementarse con la adecuada enseñanza de las habilidades blandas o, como coloquialmente las conocemos, habilidades del siglo XXI.
La comunicación asertiva, la lectura crítica, el trabajo en equipo, la capacidad de resolución de problemas, el liderazgo, la motivación y la persuasión son, entre otras, las habilidades de la inteligencia emocional que debemos trabajar con fuerza para contrarrestar las afectaciones que ha dejado la pandemia en la salud mental de nuestros estudiantes y formar individuos resistentes y capaces de enfrentar, con firmeza, la incertidumbre de nuevas realidades, cualesquiera que estas sean.
El uso de tecnologías de la información fue fundamental en la primera fase de la pandemia, para mantener la continuidad del servicio educativo, realizar clases virtuales o simplemente complementar las estrategias de aprendizaje en casa; sin embargo, no podemos caer en el error de considerar que una solución que nos permitió resolver una contingencia puede mantenerse indefinidamente en el tiempo. Los elementos que en un principio son novedosos, con el tiempo, se convierten en dispersivos. Debemos trabajar en la integración de todas las tecnologías disponibles con el fin de generar esquemas de permanente innovación, pero que complementen las buenas prácticas de nuestros modelos tradicionales, que han servido para educar a varias generaciones.
En todo caso, la incertidumbre sobre la evolución de la pandemia y la posibilidad de que existan nuevos periodos de cierre o aislamiento, causados por nuevos brotes o cualquier otra situación, hacen que el uso de tecnologías sea el principal aliado, por lo cual el desarrollo de las competencias digitales, la dotación de infraestructura y la conectividad, para alumnos, profesores e instituciones, son fundamentales.
Nuestro mayor esfuerzo de liderazgo debe concentrarse en la capacitación permanente del personal docente. La búsqueda de estrategias pedagógicas innovadoras y la posibilidad de incorporar, de manera eficaz, el uso de herramientas tecnológicas deben ser el eje de la práctica docente. Esta nueva forma de educar también nos obliga a ser creativos en la manera de evaluar y de retroalimentar el proceso educativo. En los sistemas educativos modernos, el profesor es un mediador y moderador en el ciclo de aprendizaje. Debemos fortalecer el trabajo en equipo
y los integrantes de las comunidades educativas deben interiorizar la filosofía de cada institución para desarrollar de la mejor forma el Proyecto Educativo Institucional.
La transformación educativa sucede en el aula y es el maestro, con su capacidad creativa, el responsable no sólo de favorecer el aprendizaje y la adquisición de competencias, sino de evitar la deserción y motivar la continuación del desarrollo del aprendizaje.
Como rectores, no debemos olvidar que también somos maestros y que, como tales, tenemos una gran responsabilidad con la sociedad. Apoyemos la labor docente y no perdamos de vista la importancia de aplicar nuestra visión humanista a la educación para el devenir de un mundo mejor.
Debemos fortalecer el trabajo en equipo