La evolución de los procesos de evaluación motivada por la masificación del consumo de datos y las nuevas tecnologías sigue las fases de nacimiento y desarrollo de un proceso disruptivo, exigiendo a la sociedad emergente el desarrollo de su pensamiento complejo.
La evolución de las relaciones sociales se dinamiza con las transformaciones de los modos de producción. De esta manera, la expansión de las oportunidades de atender la demanda individual fomenta la masificación del consumo de datos para obtener información y generar conocimiento especializado (Damanpour & Aravind, 2009; Volberda, Van Den Bosch, & Mihalache, 2013), y su escalamiento y sistematización se basa en un proceso dinámico autoorganizado que a menudo rompe con el paradigma dominante (Per Bak et al, 1987).
Sin duda, la tasa de aceleración de esta dinámica social es cada vez mayor debido al inefable ritmo de desarrollo de las nuevas tecnologías dedicadas a potenciar este proceso (Bouwman, 2006), lo que hace imposible predecir su evolución y, al mismo tiempo, confronta a la sociedad actual con tres grandes retos:
1. desarrollar el pensamiento complejo como una herramienta instalada en el núcleo de las decisiones,
2. fomentar la comprensión de distintas clases de universalidad dinámica durante la creación de esquemas autoorganizados, y
3. activar diversas habilidades sociales tales como la empatía, la tolerancia, el liderazgo, la comprensión de las emociones, la fraternidad y la creación colectiva.
De este modo, para comprender las regularidades en los cambios y las estructuras subyacentes a la evaluación educativa, es necesario tender puentes entre asociaciones estadísticas y principios explicativos de naturaleza causal (Apostel, 1973; Bunge, 1972). Bajo esta lógica, el ejercicio de la transdisciplina ayuda a explicar de manera simple los dos pilares para evaluar el quehacer pedagógico:
a. apertura consciente para desestimar las barreras disciplinares y conceptuales y
b. privilegiar el pensamiento relacional, articulado, crítico y creativo.
Durante demasiado tiempo, se consideró que el aprendizaje era sinónimo de cambio de conducta (Arriaga et al, 2006), por transitividad, enseñar cada detalle se volvió la práctica dominante en la labor educativa, olvidando que ante cualquier situación, la conducta se modula por la experiencia y la situación emocional (Domjam, 2009). Bajo este enfoque, resultó natural evaluar lo mismo y con métodos exhaustivos. Sin embargo, crear conexiones entre los conceptos y articular conocimientos y habilidades que no prescriban con las situaciones inesperadas de la cotidianidad se ha vuelto apenas una condición necesaria para aprender algo significativo.
Asimismo, si se acepta que la educación es un proceso permanente de diálogo social que fomenta la construcción colectiva de valores, conocimientos y actitudes (Avital, 1994), que esta puede reproducirse técnica, emocionalmente, y en forma sistemática mediante métodos pedagógicos. Entonces la evaluación educativa se convierte en el espacio de comprensión de los procesos educativos, los cuales modulan la sociedad del conocimiento al valorar la maduración sociocultural y cognitiva de los individuos en desarrollo, a través de ‘gafas’ enfocadas en las variables ‘proxy’ del éxito en esa sociedad.
Por supuesto, la afirmación anterior es altamente compatible con la mayoría de los postulados teó- ricos de la educación (UNESCO, 2015) y las definiciones de inteligencia (Gardner, 2006; Meijs et al, 2010), sin embargo, también es sumamente disruptiva respecto al quehacer cotidiano.
Una posible explicación a esta contradicción es que, desde esta definición, no es posible valorar en qué medida se cumplen los derechos a la educación centrados en el acceso sin discriminación ni exclusión universalmente aceptados (UNESCO, 2005), los cuales dicen muy poco sobre lo significativo de ‘ser educado’, pero simplifica enormemente la identificación de hechos derivados de algo de mayor impacto: los derechos en la educación, tales como el derecho de aprender y no solo de ‘tener la oportunidad de’.
Es claro que evaluar desde este enfoque parece más arte que método ya que, por sí misma, la emergencia de tecnologías disruptivas genera también nuevos espacios de aprendizaje. La colaboración, como herramienta de creación, ha ayudado a desarrollar redes de conocimiento virtuales integradas globalmente que dan cuenta de sus bondades (Bonifacio, 2002). En el esquema gráfico se muestra el proceso mediante el cual se adopta una disrupción y sus fases y en las cuales no hay ninguna definitiva, todas son parte de un proceso ad infinitum.
Como puede verse, el ciclo comienza con la sociedad previa a la disrupción. Existen necesidades de evaluación que se satisfacen con instrumentos ad hoc provenientes de la era industrial que han logrado posicionarse hasta nuestros días.
Durante todo este tiempo, los agentes han alineado sus estrategias para satisfacer la demanda a partir de una lógica de mercado: compitiendo, minimizando costos y esfuerzos y volviéndose eficientes para resolver la necesidad motivadora de contar con datos e información ‘objetivos’ mediante una cadena de valor.
Actualmente, existe una oportunidad de mejorar a partir de dos enfoques: complementariedad y sustitución. Para crear valor adicional, se mejora lo estandarizado y se individualiza en la medida de lo posible sin un cambio profundo en el enfoque, la metodología o los constructos. Esta forma de proceder ha creado mecanismos de repartición que condujeron a los nichos y la dominación tecnológica que genera la asimetría en la producción económica: unos saben cómo hacer y otros ni lo imaginan.
A partir de la reflexión, la intuición y otras competencias creativas, se han generado nuevas necesidades y propuestas de mejorar o reemplazar las definiciones tradicionales de competencia (Roegiers, 2000; Scallon, 2004). En algún punto de esta fase, la creatividad sobrepasa al pragmatismo y el catalizador final es una nueva tecnología, lo que da paso a la disrupción. Aunque el planteamiento sea solo para algunos y no sea un sustituto perfecto, ya existe un hilo conductor. Y así es que comenzarán las innovaciones como experimentos que “no afectarán al establishment”.
Más tarde aparecerán los desarrollos de interacción masiva y se incentivarán los sistemas de autoadministración y autopublicación, se desarrollarán nuevos marcos teóricos y más herramientas de bajo nivel de exigencia técnica, con lo que se evaluarán más personas, más componentes y más procesos. Habrá más de todo, pero solo para algunos.
Pasada la ruptura inicial, seguirá la adopción. Los agentes estables reaccionarán con menor agresividad y rechazo. Se comenzará a integrar a los nuevos modelos en los catálogos de posibilidades y se continuarán desarrollando nuevas ideas. El uso de las metodologías tradicionales permanecerá con una paulatina disminución y se tolerará la coexistencia desde ambos ángulos.
De esta manera, cuando los disruptores profesionales comiencen a trabajar con los tradicionales, las tecnologías más antiguas evolucionarán por la necesidad de estabilidad (Sinofsky, 2014). En esta etapa existirá amplia aceptación: los nuevos modelos serán parte de la cultura y las personas decidirán qué usar con mayor información. La situación estará resuelta: lo ‘nuevo’ se queda.
En realidad, hasta este punto no se observan demasiados cambios, solo convivencia de nuevos y viejos métodos para conocer lo mismo. Sin embargo, la sociedad habrá dado pasos enormes y se encontrará más cerca de una profunda transformación de su paradigma: la mayoría de los agentes comprenderá las ventajas de cambiar su forma de hacer, acceder y consumir los modelos novedosos de evaluación y tener plataformas más flexibles.
Aún no conocemos ni se ha desarrollado la tecnología que dará soporte a las evaluaciones del mañana, aún es necesario imaginarlos o reinventarlos, pero es posible afirmar que ya hemos comenzado a crearlas.
El reto es enorme y todo él se centra en cómo hacer para que esta etapa de cambios e innovación que comienza no desbarate nuestra estabilidad, concretamente: en hacer que haya transiciones de fase que permitan adaptar las estrategias de evaluación a individuos a partir de la cooperación y parámetros colectivos y, al mismo tiempo, que estos modelos mantengan altos niveles de satisfacción en una sociedad en la que se aprecia el nivel de desarrollo tecnológico e instrumental alcanzado.
Aunque es cada vez más frecuente, este encadenamiento aún no es completamente claro para los responsables de implementar un sistema nacional de evaluación. Al definir los marcos de evaluación de las ‘nuevas competencias’, hay que considerar que existen cosas que se aprenden y cosas que es necesario aprender y ambas categorías se retroalimentan.
Desde luego, distinguir unas de otras demanda reconocer lo imprescindible de lo importante, y luego establecer acuerdos sobre ello, entre toda la comunidad educativa, para poder hacer de la evaluación una actividad pedagógica que toma en cuenta las conductas, las emociones y las funciones cognitivas como dimensiones humanas inseparables y sobre todo, imprescindibles.
Referencias
Fuente: Harvey Sánchez. Generación de procesos sociales autoorganizados en redes com- plejas. Adaptado de The Four Stages of Disruption de Steven Sinofsky (2014).