Sentido de las innovaciones
En las reformas curriculares de largo alcance, el término innovación ha sido el factor clave asociado al diseño y aplicación de nuevos modelos curriculares y a la puesta en marcha de métodos de enseñanza alternativos. La pretendida innovación tiene la intención de atender las demandas que debe afrontar la educación ante una sociedad compleja y crecientemente globalizada.
La incorporación de determinados modelos innovadores (flexibilidad curricular, educación basada en competencias, currículo centrado en el aprendizaje, incorporación de las tecnologías informáticas en la enseñanza, entre otros) procede no solo de la aparente necesidad de cambio y mejora de la calidad educativa, sino que se fundamenta en una serie de tendencias internacionales en materia de reforma educativa, impulsada por políticas emanadas de organismos nacionales e internacionales tanto del sector educativo como del ámbito económico–empresarial, y en franca dependencia de propuestas orientadas a la evaluación de la calidad, a la certificación y a la acreditación o a la evaluación ligada al financiamiento de la educación (Barrón y Valenzuela, 2013)
Se puede reconocer que no existe un significado único en torno a la innovación educativa, así como la falta de un marco teórico suficientemente desarrollado y compartido. También es común considerarla como sinónimo de tecnologías de la información y la comunicación o subordinarla a la mejora continua. No cualquier cambio y mejora significa, necesariamente, una innovación educativa. ¿En qué condiciones o en qué circunstancias debe darse la innovación educativa? Por ejemplo, existen cambios que se desarrollan desde la base, de parte de los involucrados en el sistema educativo y quienes se encuentran preparados para asimilar las propuestas, a diferencia de los cambios que ocurren a través de decisiones emanadas de una política adoptada: una autoridad del Gobierno central, regional o local, decide adoptar una idea nueva y dicta los reglamentos e instrucciones necesarias para llevarlas a efecto. En este sentido, una reforma educativa es “un cambio a gran escala, mientras que la innovación lo sería a nivel más concreto y limitado” (González y Escudero, 1987:24). La innovación también puede ser concebida como un proceso dinámico y abierto, de carácter multidimensional y complejo, inserto en una realidad sociocultural y humana que busca el crecimiento personal, institucional y la mejora social, por lo que requieren estrategias de participación colaborativas. (De la Torre, 1997).
“Una reforma educativa es un cambio a gran escala, mientras que la innovación lo sería a nivel más concreto y limitado”(González y Escudero, 1987: 24)
Por su parte, la Oficina Regional de Educación para América Latina y el Caribe (OREALC) de la Unesco define como modelo innovador “aquel que contiene aportes novedosos que parecen contribuir a una mejor consecución de sus objetivos. Hay que subrayar el carácter relativo de la innovación. Algo es innovador inserto en determinado contexto y momento histórico” OREALC/UNESCO (2006: 25). Las características que definen a un modelo educativo como innovador en un país puede no serlo para otro; para lograr consolidarlo, se requiere la obtención de resultados eficaces en la consecución de sus objetivos, además de gozar de un reconocimiento social, estar legitimado en su campo.
Asimismo, la OREALC identifica cinco características globales de los modelos: a) la existencia de una cultura innovadora; b) la contextualización de la propuesta en su institución de pertenencia, en su historia y en su entorno; c) la íntima relación entre los aportes pedagógicos y los organizativos; d) la existencia de un marco teórico que orienta el diseño y la aplicación y e) un enfoque de abajo hacia arriba. (OREALC/UNESCO, 2006)
No obstante, de que se ha investigado en torno al sentido y comprensión del concepto innovación, seguimos debatiendo las implicaciones que tiene en la educación y en la sociedad. Desde el ámbito universitario, Zabalza (2004:117) señala que “innovar nos es hacer cosas distintas, sino hacer cosas mejores. Innovar no es estar cambiando constantemente (por aquello de identificar innovación con cambio) sino introducir variaciones como resultado de evaluación y ajuste de lo se estaba haciendo”, lo que supondría impactar en una mejora institucional, curricular y en las prácticas de los actores. Por otra parte, Ayestarán advierte acerca de la necesidad de reconocer las connotaciones epistemológicas, políticas y sociales, inherentes al significado de la innovación, desde una visión crítica, para dar lugar a un nuevo enfoque centrado en la “innovación social”; esta última referida “a la generación e implementación de nuevas ideas sobre cómo deberían las personas organizar las actividades interpersonales, o las interacciones sociales, para encontrar uno o más objetivos comunes” (Mumford 2002, p. 253).
La innovación, como novedad axiológica, se socializa en un espacio y un tiempo a través del conocimiento mediante complejos dispositivos, redes o sistemas. Desde las ciencias sociales, es factible recuperar para este fin, la categoría de dispositivo en una óptica foucaultiana; caracterizada por un conjunto heterogéneo de discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales y filantrópicas. (Ayestarán, 2011).
La perspectiva centrada en la innovación social abre nuevas preguntas de investigación con relación a las innovaciones curriculares: ¿han agregado un nuevo valor al campo del currículum?, ¿los discursos en torno a los modelos curriculares y su desarrollo e implantación han traído mejoras para la comunidad y el entorno social?, ¿habrá diferencias en la formación y prácticas de los profesionales egresados de dichos modelos?
Actores y participación
Cuando se realizan cambios curriculares, los procesos se tornan sumamente complejos porque no basta con haber diseñado un plan de estudios, técnicamente bien elaborado por especialistas, con una fundamentación teórica y metodológica congruente con el marco de la sociedad contemporánea. Hay que considerar que la transición a un modelo curricular diferente, más allá de las medidas legales y administrativas que se requieren para su actualización, demanda estimular el nacimiento de una nueva cultura respecto al papel de los profesores y de toda la comunidad educativa en distintos órdenes. (Gimeno Sacristán, 1989).
Las acciones y prácticas de los docentes, y las experiencias y vivencias de los estudiantes en el campo de las innovaciones, se constituyen como objeto de estudio de la investigación curricular, en su calidad de protagonistas e intérpretes principales del currículo, a partir de sus propios referentes, perspectivas, creencias, valores, expectativas e identidades.
Desde los primeros trabajos de Tyler (1971) y Taba (1971), se consideró el papel de los estudiantes y profesores de manera prescriptiva, teniendo como fundamento la teoría técnica del currículum y contemplando a profesores y estudiantes como sujetos ideales. A partir de la década de los ochenta, surge el interés por investigar aspectos de la vida cotidiana en los escenarios escolares específicos y por incursionar en la dimensión subjetiva de los actores, considerando diversas temáticas y problemáticas. Aparecen distintas conceptualizaciones sobre currículum, desde concebirlo como una mediación entre la teoría educativa y la práctica pedagógica (Gimeno Sacristán, 1989), o bien como una práctica cultural o práctica de construcción de significados por todos los que participan en la educación (Tadeo da Silva, 1998). En la actualidad se afirma que hay que acercarse al conocimiento del currículo mediante un enfoque holístico para comprender su complejidad (Covarrubias y Cassarini, 2013).
Los cambios que suelen generarse en el currículo, tanto si se le considera como texto normativo y de regulación de la actividad formativa de la institución, así como si se amplía su sentido a un conjunto de prácticas institucionales que se construyen cotidianamente en las escuelas (en los procesos de enseñar y aprender, en los modos de organizar a los docentes y a los alumnos, en la distribución de tiempos y espacios, etc.), provocan tensiones y conflictos, los que podrán ser interpretados a la luz de la relación que se construya entre prescripciones y prácticas curriculares (Terigi, 1999).
Se reconoce que ningún modelo curricular puede llevarse a cabo si no se consideran algunos aspectos relevantes para su puesta en práctica. La declaración de un modelo educativo y curricular no es una cuestión retórica ni es solo cuestión técnica, “constituye el núcleo de la misión y de la oferta–socioeducativa de la escuela” (Bolívar, 2007: 49). El desarrollo curricular va de la mano con el desarrollo institucional, son dos caras de la misma moneda, articulándose de manera sistémica con los procesos administrativos para su gestión.
A partir del modelo educativo y curricular, se prefigura una cultura escolar y organizativa que genera una serie de prácticas en los diferentes actores, directivos, profesores y alumnos “la escuela, como construcción cultural, adapta —más que adopta— las reformas a sus propios modos de ver y hacer en la medida en que toda reforma conlleva unos valores y visiones, que son más o menos compatibles con las estructuras organizativas y culturas en que trabajan las personas, precisará una reconstrucción adaptación” (Bolívar, 2007: 205).
Las prácticas cotidianas de los docentes y de los alumnos se modifican a la par de los cambios culturales y escolares, al transitar de una cultura institucional estática a una cultura institucional dinámica, permeada por la flexibilidad, por métodos de enseñanza y de aprendizaje innovadores y, por la diversidad de fuentes para el acceso al conocimiento, generando procesos de negociación y resistencia en todos los actores. “Si algo sabemos es que el cambio no puede ser impuesto. Sabemos que podemos estar al día en un programa en particular, pero no es posible que los demás actúen con el conocimiento nuestro. Sabemos que se puede tener mucho éxito en unas situaciones y un rotundo fracaso en otras. No existe (ni existirá nunca) una “bala de plata”. Es imposible llegar a saber lo suficiente como para construir el cambio en la siguiente situación” (Fullan, 2002:13).
Los distintos actores juegan un papel en la definición y puesta en operación del proyecto curricular. De hecho, ya desde hace casi cuatro décadas Schwab (1970) ya había planteado que era indispensable la participación de determinados personajes en la deliberación y toma de decisiones respecto al currículo: los profesores, los especialistas en las materias o disciplinas, los estudiantes, los expertos curriculares y aquellos que representan a la sociedad o comunidad.
Hoy en día se reconoce que los tomadores de decisiones, así como los directivos y responsables de la gestión académico–administrativa a distintos niveles, también juegan un papel relevante en la posibilidad de llevar a buen puerto un proyecto curricular. Se parte del principio estipulado por Schwab (1970), de los llamados referentes comunes del currículo y de la noción de currículo participativo, donde se afirma que, si los actores de la institución educativa quedan rezagados o al margen del proyecto curricular, se producirá un “punto ciego” que terminará por socavar el proyecto, dado que no habrá apropiación del currículo y menos aún compromiso por llevarlo a la realidad del aula y generar procesos de transformación e innovación.
Una nueva propuesta curricular, sobre todo si se orienta a la innovación y a la transformación de prácticas tradicionales y arraigadas, exige una formación distinta de los docentes, con la capacidad no solo de interpretar y gestionar el currículo, sino de recrearlo y construirlo. Más allá del componente de profesionalización docente, desde la perspectiva del sentido social de docencia, el profesor es uno de los actores fundamentales en la promoción de la comprensión y el manejo de la cultura actual y de la problemática social ante las generaciones jóvenes. Por ello, su práctica no puede concebirse exclusivamente como una especialización en didáctica o una práctica funcional en el ámbito educativo, requiere retomar su sentido sociopolítico e incidir en el desarrollo de estrategias que permitan respetar y salvaguardar la vida humana, la diversidad cultural e ideológica, con la esperanza de construir una sociedad más justa y humana.
El cambio curricular debe conceptuarse y analizarse desde la mirada de la micropolítica institucional. El cambio en las estructuras curriculares moviliza imaginarios, espacios de poder, formas de participación y desestabiliza con frecuencia su posición en la institución o deslegitima sus prácticas habituales. Una cuestión más a tomar en cuenta es que no se puede hablar de los actores del currículo desde una mirada unificadora, como si todos ellos asumieran la misma posición ante el proceso de cambio. Las prácticas de los docentes están determinadas por la institución, por el proyecto educativo, por el conocimiento profesional y asociado a sus concepciones conformadas a partir de las creencias, significados, conceptos, así como de los conocimientos, disciplinarios, pedagógicos y didácticos; todo ello influye en la manera de percibir la realidad y en las prácticas que desarrollan.
En la literatura del cambio educativo y las innovaciones curriculares recientes suele darse cuenta de los movimientos de resistencia u oposición de los actores ante los cambios previstos, sobre todo cuando estos son “de arriba–abajo” y “de afuera–adentro”, amenazan su posición en las instituciones, deslegitiman sus prácticas habituales sin ofrecer condiciones para el cambio esperado o cuando el ambiente para el cambio se torna “amenazante” desde la percepción de los actores (Díaz & Barrón,2014).
De manera similar, habrá que reconocer el papel activo de los estudiantes en los proyectos curriculares y en su gestión, no solo como destinatarios de los mismos. En tal dirección apunta la idea que los estudiantes son “sujetos activos, que interpretan su entorno educativo, que buscan un sentido a su quehacer, que valoran y revaloran su escolarización, viven intensamente su trayectoria escolar, escriben y re–escriben su propia historia y construyen día a día su identidad como estudiantes, adolescentes y como jóvenes” (Guzmán y Saucedo, 2003: 12).
Escuchar las voces de los estudiantes es un compromiso y responsabilidad de la comunidad académica y de los tomadores de decisiones; las investigaciones recientes dan cuenta acerca de sus vivencias en el currículo, el significado otorgado a lo aprendido, a las experiencias sociales y afectivas que obtienen en las relaciones de enseñanza con sus maestros y compañeros, incluyendo las influencias directas e indirectas de la familia y amistades con relación a la importancia de la escuela (Covarrubias y Cassarini, 2013).
En este punto es importante mencionar que la expectativa plasmada en los modelos curriculares universitarios, desde la década de los noventa, aboga por el currículo centrado en el aprendizaje, en la formación en torno a la práctica en escenarios reales, la solución de problemas complejos, el análisis de casos relevantes para la profesión, la participación en proyectos situados, el trabajo colaborativo e interdisciplinar, entre otros enfoques, todos ellos muy exigentes para el profesionista en formación. Es así que los estudiantes también experimentan las tensiones inherentes a una experiencia como receptores de contenidos a la exigencia de convertirse en constructores de conocimiento complejo. Es más, desde el inicio de esta centuria, se planteaba ya el cambio en los ambientes de aprendizaje (o nueva ecología del aprendizaje, (Coll, 2013) en la dirección de alumnos que participan tanto en la elección como en el diseño mismo de las actividades, proyectos educativos y enfoques de enseñanza deseables, sobre todo en el contexto universitario.
Finalmente habrá que señalar el rol que juegan los directivos de las instituciones educativas, que más allá de su presencia como autoridad administrativa, requieren ser líderes académicos en la gestión del currículo, desarrollar estrategias pertinentes para apoyar su desarrollo y puesta en marcha en un esquema que involucre a la comunidad. Por otro lado, debe haber sensibilidad en el reconocimiento y aceptación de la diferencia y el disenso en estos procesos, pues únicamente desde esta disposición se podrá incidir no solo en los aspectos académicos, sino también en los organizativos, financieros, laborales y de infraestructura. Todos estos aspectos resultan de suma importancia en la gestión de las innovaciones curriculares.
En el marco de las prácticas institucionales y curriculares actuales, se requiere tomar en cuenta los procesos de participación, de concertación y de decisión generados, con relación a la gestión pedagógica y curricular.
Finalmente, cabe decir que la política orientada a los cambios e innovaciones curriculares puede ser promovida y asumida ya sea como una mera prescripción oficial plasmada en los documentos o como un dispositivo de control o bien como estrategias que posibilitan los procesos de apropiación del currículo. (Terigi, 1999). Es desde esta última perspectiva que se abre un amplio margen para la participación de los diversos actores.