Nada hay más doloroso que el rostro de la desesperanza, y peor, cuando ese dolor está reflejado en los ojos de un niño. Después de haber recorrido medio país en busca de historias acerca del conflicto armado y de su incidencia en la vida de los niños, podría resumir esa experiencia en una sola frase: “Los niños no tienen la culpa de tanta maldad”. ¿O es que son culpables los niños de los errores de sus mayores? ¿Qué tiene que ver un niño con esto? ¿Acaso no son responsabilidad nuestra? como dice la canción “es honra de los hombres proteger lo que crece, evitar que naufrague su corazón de barco”.
El mundo de los niños debe ser de risas, juegos y alegría, jamás de llanto, armas o dolor. Los adultos estamos para hacer felices a los niños, esa es nuestra misión; procurarles no solo la protección y el afecto en esa edad tan frágil, sino también garantizarles que eso se cumpla.
Después de haber recorrido mi país buscando historias de niños en medio de esta guerra absurda, de haber oído sus relatos, de ver sus rostros, de inclusive secar sus lágrimas cuando el peso de la tragedia les quebraba la voz, después de escribir tres novelas acerca de igual número de ejércitos, de comprobar que existen dos países en uno; que ese país rural del que a veces desconocemos tanto es tan nuestro como este urbano, citadino, excluyente e indiferente; después de eso, siento la imperiosa necesidad, como escritor y como ser humano, de hablar de un tema que muchos prefieren ignorar, callar o evadir.
Los acercamientos del Gobierno nacional con la guerrilla de las FARC generan todo tipo de suspicacias, dudas e incertidumbres; han llegado inclusive a polarizar al país, a diferenciarse dos bandos diametralmente opuestos. Todo eso ha ocurrido absurdamente en un mismo país en torno al mismo tema, a la misma catástrofe que nos agobia. Los diálogos con la guerrilla, la lucha por encontrar la paz puede producir en cada uno distintas reacciones, diferentes posiciones, pero lo que no puede generar en ninguno de nosotros es indiferencia. Sería un acto de total irresponsabilidad considerar que lo que pasó en Cuba, de lo que se ha hablado, lo que se ha acordado no me incumbe también a mí como colombiano, como ciudadano, pero por encima de todo como ser humano.
En palabras de Nelson Mandela “lo peor que puede pasar con la guerra es considerar que es cuestión de solo unos cuantos”. El momento histórico que nos ha correspondido vivir, del cual somos protagonistas y testigos de excepción, tiene que servirnos para que novelas como “El mordisco de la media noche” de Francisco Leal, “Mambrú perdió la guerra” de Irene Vasco, “Era como mi sombra” de Pilar Lozano, “La niebla no pudo ocultarlo” de Albeiro Echavarría, “La luna en los almendros”, “Bajo la luna de mayo” o “ El rojo era el color de mamá” de quien escribe estas líneas, sean, con el paso del tiempo, el recuerdo de un pasado imperfecto y no la vivencia de un presente continuo.
Las nuevas generaciones de colombianos tienen en novelas como estas el testimonio de un momento vergonzoso en la historia de su país. Un momento que ya pasa de medio siglo. Y no se trata de un boom editorial o literario por la coincidencia histórica, ni una moda pasajera para escribir del tema del momento, el que quizá más venda, comercialmente hablando, por el apasionamiento del momento. No. Se trata del compromiso, de la responsabilidad que como intelectuales nos corresponde.
Los rostros de la desesperanza de los que hablaba al comienzo, tienen que desaparecer para que este país se transforme, porque el dolor de un niño, muy seguramente será el resentimiento de un adulto.
Durante la época posterior a la caída de los carteles del narcotráfico, nacieron y se expandieron como un fenómeno comercial las llamadas novelas de narcos y sus consecuentes narcotelenovelas que tanto daño le han hecho a la imagen del país. Se quiera o no, es un capítulo de la historia colombiana del que también era necesario hablar. Quizá no de esa forma, tal vez visto y tratado con la profundidad y la altura intelectual de los textos de Alfredo Molano o el Padre Francisco de Roux, por solo citar dos ejemplos. Pero al igual que el de los niños en la guerra y tan vergonzoso como él, es un tema que no podemos evadir ni al cual ser indiferente.
Como escritor de literatura infantil y como maestro de niños, hubo un momento en que mi vida tan cómoda de ciudad en ciudad, de días de ensueño con mis niños en la Escuela Normal de Pitalito, se vio alterada con la imagen de esa pareja de esposos con un niño y un perro de los que siempre hablo en mis conferencias. Y se vio alterada cuando al preguntarles qué hacían ahí en medio de esa calle ajena completamente a ellos, abandonados en esa esquina de Mocoa en medio de un brutal aguacero, el muchacho, de unos 30 años, esposo y padre a la vez, respondió a mi pregunta de “¿de dónde vienen?” con una dolorosa aclaración: “No de dónde venimos, sino de dónde nos sacaron”.
Y el niño, en ese desayuno improvisado en una tienda de esquina me hablaba de la violencia con la que los había echado, de las balas de fusil, de muertos en la carretera, de su escuela convertida en campo de batalla y del recuerdo de su maestra valiente e indefensa tratando de protegerlos cubriéndolos con su cuerpo.
Cómo duelen escenas como esa que se han repetido a diario durante los últimos cincuenta años en ese otro país, en esa Colombia rural, tan ajena en ocasiones a nosotros. Claro que duele este país, claro que es necesario hablar de esto, claro que es urgente incluir los niños de la guerra en la agenda nacional y sobretodo en la agenda educativa.
La literatura tiene múltiples propósitos, pero en el caso nuestro, tiene que ayudarnos a entender, a conmover y a transformar el país que nos tocó vivir, no solo para que descanse en paz la guerra, sino para que no tenga, jamás, la más mínima opción de resurrección.