Chile ha llevado adelante un importante proceso de transformación de su currículum desde mediados de los años noventa en adelante. Tras un largo período de dictadura militar (1973–1990), se emprendió un proceso de reforma del currículo escolar que ha dado paso a veinte años de una política basada en la figura de Currículum Nacional.
Las razones de este cambio son más largas de explicar, pero sí podemos decir que ello implicó transitar de un currículum único para todas las escuelas, propio de un Estado Docente construido desde fines del siglo XIX; a uno que fija un mínimo común denominador de aprendizajes y contenidos. Ello en el contexto de transformaciones neoliberales que fragmentaron el sistema de educación pública y abrió paso a un mercado educativo de ofertas diversas y que requerían para ello, un modelo de descentralización curricular.
La figura es la siguiente: cada escuela o conglomerado de ellas podrían elaborar una propuesta de contenidos y metodologías específicas, en acuerdo con su proyecto educativo, a través de un instrumento denominado “Programa de Estudio”. Estos programas se podrían elaborar para una o más de las asignaturas previstas en el Currículum Nacional.
El requisito fundamental de esta flexibilización curricular era que se incluya ese mínimo común en la propuesta específica. Es decir, el principio constitutivo de la política curricular fue la descentralización a partir aprendizajes fundamentales y contenidos mínimos comunes, que podrían ser complementados por las escuelas.
Sin embargo, esta orientación a la descentralización en Chile tuvo una corta trayectoria. Solo en el período 1996–2002 podríamos decir que hubo una preocupación —relativa— por incentivar la elaboración de Programas de Estudios por parte de las escuelas; y en verdad, los apoyos técnicos y pedagógicos para su elaboración fueron muy débiles, al tal punto que ellos tendieron a desaparecer. Finalmente terminó por predominar la práctica de adoptar los Programas de estudio elaborados por el Ministerio de Educación (pensados inicialmente como recursos disponibles para quienes optaran por no hacer programas propios); así, la gran mayoría de las escuelas adoptó esos programas como “oficiales”. En síntesis, la descentralización curricular no fue tal.
Las premisas que operaron en esta situación tienen que ver con los debates más clásicos de la teoría y la política curricular en diversos países (Amadio; Opertti y Tedesco, 2015). Un proceso de descentralización, en un país con tradición centralizada de la administración estatal, es visto como un riesgo desde el punto de vista de acentuar las desigualdades. Como bien lo señaló Gysling hace unos años para el caso chileno, “al definir un núcleo exiguo se reduce la acción del Estado en materias curriculares, y aumenta la heterogeneidad con altas probabilidades de empobrecimiento de la experiencia formativa de las mayorías, (….) por el contrario al establecer un marco extenso, se reduce el espacio de acción descentralizada y las posibilidades de otorgar pertinencia local a tal experiencia formativa”. (Gysling, 2003: 234). Se trata por lo tanto de una tensión que no permite encontrar una solución mecánica, colocándose de un lado u otro del posicionamiento político frente al dilema. Pero sí es importante analizar con detención las consecuencias y modos de operación de una política cuando se orienta en uno u otro sentido. Quizás por ahí podamos encontrar pistas sobre lo que podría ser deseable en el escenario curricular contemporáneo.
En este sentido, una tendencia de la investigación y evaluación de las reformas curriculares toma como punto de referencia el rol de los diversos niveles organizacionales en la toma de decisiones; ya sean las instituciones escolares o las administraciones intermedias que las administran (centralizadas o descentralizadas; públicas o privadas). Por otra parte, diversos estudios que, si bien no enfrentan exclusivamente el tema curricular, sí se preocupan de los procesos más generales de reforma, advierten de lo central que resulta el profesorado en los procesos de desarrollo de las políticas educacionales. Lo que sí es claro es que a escala internacional la reforma del currículum revela que, en distintos países, las actuales modalidades de diseño y desarrollo del currículum está provocando múltiples desafíos a la política pública en educación, con especial énfasis en la concreción de tales políticas en las prácticas escolares cotidianas (Stabback, 2016; Fenwick, 2011; Coll y Martín, 2006).
El asunto cobra una mayor complejidad en el caso chileno, pues si algo hemos de aprender sobre su reforma al currículo, es que la ausencia de un sistema público fuerte de educación, la expansión desregulada de la educación subvencionada privada y la presencia fáctica de fragmentos débiles de articulación a nivel municipal (a donde se arrinconó a la educación pública), no han sido condiciones propicias para un mejoramiento sustantivo de los procesos de enriquecimiento en el desarrollo del Currículum Nacional. Lamentablemente, a mi juicio, ello ha confluido con la reducción de la idea de calidad a la obtención de mejora en los resultados académicos de algunos aprendizajes, lo que no hace sino reducir el horizonte de expectativas del conjunto de escuelas con financiamiento público a unas pocas asignaturas y diluyendo la dimensión formativa del proceso educativo.
En nuestro parecer, como lo sostienen Au (2011), antes que compulsión al cumplimento de estándares como manera predominante de producir mejora, se debería atender a una dinámica más abierta y colaborativa tanto entre centros educativos como entre profesores, favoreciendo el trazado de rutas de diversificación curricular consistentes y bien contextualizadas.
Sin embargo pareciera que no hemos aprendido mucho acerca de cómo llevar adelante una reforma al currículo que dialogue proactivamente con el profesorado y los centros educativos y que, en términos más estructurales, descentralice el desarrollo curricular manteniendo altas expectativas de calidad de los logros del sistema educativo.
Más bien se ha levantado una hipótesis de mejora de la calidad sustentada en la desconfianza de las capacidades de los actores para emprender procesos ricos en deliberación e innovación. Lo que se ha hecho, por el contrario, es construir un complejo entramado de sistemas evaluativos y estándares que deberían orientar y conducir a los actores al desarrollo de buenas prácticas. Es así como se ha trabajado intensamente sobre el supuesto de que esos instrumentos lograrán por fin modificar las prácticas de los actores, obteniendo buenos resultados desde el punto vista general del sistema. La consecuencia de esto, desde el punto de vista curricular, es un recorte sucesivo del espacio de decisiones y la dependencia cada vez mayor de lo que señala un Programa de estudios, un texto escolar o un paquete instruccional “alineado” con el currículum. Esto, me parece, se vincula con lo que Fullan (2002) denominó la necesidad de comprensión de cómo se gestiona el cambio. Al contrario de lo que muchas políticas educativas consideran, Fullan sostiene que toda práctica se sustenta y se sedimenta en el ejercicio cotidiano de la enseñanza y el aprendizaje. En este mismo sentido, Hargreaves (1997) ha sostenido que “la mayoría de los profesores considera que la clave del cambio está en cuestionarse su carácter práctico (…) en la ética de la practicidad de los profesores existe un poderoso sentido de lo que sirve y de lo que no sirve; de los cambios viables y de los que no lo son –no en abstracto, ni siquiera como regla general, sino para este profesor en contexto. Este sencillo aunque influyente sentido de lo práctico destila de las complejas y poderosas combinaciones entre el fin pretendido, la persona, la política y las limitaciones del lugar de trabajo” (p. 40).
Muy en línea con lo anterior, este mismo autor ha llamado la atención sobre los componentes intelectuales y emocionales implicados en los procesos de cambio entre los profesores. Profundizando sobre la perspectiva que adoptan los profesores en las reformas educacionales, señala que los docentes durante estos procesos de cambio muchas veces deben hacer grandes esfuerzos por encontrar sentido a lo que deberían hacer, por tanto, la comprensión intelectual de lo que se les demanda es ya un esfuerzo en sí mismo, luego, el compromiso es fundamental: “toda reforma educativa implica también un trabajo emocional que se desarrolla dentro de un entramado de relaciones humanas significativas que conforman la labor de las escuelas. Los intentos de transformar la enseñanza afectan las relaciones de los docentes con sus alumnos, con los padres de estos, y entre ellos mismos. Los profesores realizan fuertes inversiones emocionales en estas interacciones. Su satisfacción profesional y sentimiento de éxito dependen de ellas” (Hargreaves y otros, 2001, p. 147).
Dicho esto, es preocupante como las políticas educacionales tienden a invisibilizar estos aspectos de la puesta en práctica de una idea. Esto resulta particularmente sensible para las políticas sobre el currículum, pues a través de ellas es que quizás más fuertemente se condicionan el resto de los esfuerzos de un país por mejorar la formación de niños, niñas y jóvenes.
Evidentemente, una política educativa y curricular que intenta salir de un modelo centralizado (que solo supone homogeneidad y desatiende la diversidad de contextos) e intenta transitar a una modalidad de descentralización regulada mediante estándares y evaluaciones, tiende a omitir estos aspectos propios del contexto y la subjetividad; y produce un efecto paradójico de centralización. Esto pues lo propio de esas estrategias de descentralización es la expectativa de convergencia de prácticas y logros por parte de los actores del sistema, sin importante dónde, cómo o porqué el conjunto de las contingencias de la vida cotidiana hacen efecto en los procesos y resultados del aprendizaje.
Lo anterior por cierto no es algo inédito, los orígenes mismos de los sistemas educativos cargan con la idea de sincronicidad en un horizonte moderno, racionalista y con claros visos de una representación mecanicista de los procesos educativos; subyace a ello la idea que es posible “normalizar” la experiencia humana. Pero también sabemos que esa representación ha sido cuestionada innumerables veces desde el pensamiento pedagógico “progresista” que cada tanto pone el acento en las subjetividades y el carácter situado de la actuación pedagógica; desde aquí, se argumenta que la educación es un proceso esencialmente emergente antes que planificable. Pues bien, frente a un dilema que antepone centralismo racionalista y descentralización regulada a través de mecanismos de evaluación y estandarización del mismo cuño, habrá que pensar si es posible sostener alternativas.
Si miramos los esfuerzos realizados en el contexto de la reforma curricular chilena, podríamos decir que la descentralización regulada por estándares se ha concentrado más bien en los procesos de difusión del currículum y bastante poco en el apoyo a los procesos de apropiación y desarrollo práctico del currículum en los términos de lo que Hargreaves argumentaba líneas más arriba. Esto es importante pues, desde una perspectiva liberal de los asuntos educativos, la difusión de una política es suficiente para que los actores autónomamente tomen decisiones. Buena y oportuna información sobre un Currículum Nacional y claridad del estándar esperado a nivel de resultados esperados como consecuencia de esa libertad entregada, sería suficiente para que el mercado de ofertas curriculares opere. Sin embargo, como es previsible deducir, esto tiene sus dificultades.
La idea de difusión no es nueva en el campo curricular, hace ya más de un par de décadas esto fue descrito (Snyder, Bolin y Zumwalt, 1992). Pero partamos por preguntarnos ¿qué implica el concepto de difusión en las políticas educativas? La difusión es esencialmente una acción tendiente a la comunicación de un mensaje, el que por lo general es entendido como un modelo o conjunto de normas que habrán de ser entendidas por los actores que las reciben. Configuradas y asumidas como un constructo ideal que ha de ser extendido o propagado a los receptores para que ciñan sus prácticas en acuerdo con la inspiración original. Esto supone ausencia de conflicto tanto en el emisor, como en el canal de comunicación y en el receptor o receptores, es decir, no se conciben, necesariamente, posibles distorsiones o reelaboraciones del mensaje en la interacción entre los actores que se están comunicando. Cabe señalar que la noción de difusión es aplicada tanto para fluidos (en el sentido físico del término) como para ideas o noticias; donde el fenómeno implícito es el de extensión o propagación. Sin embargo, visto así, su utilidad y eficacia heurística y política resulta bastante discutible dadas las concepciones más contemporáneas respecto de la innovación como un proceso de resignificación. Hablar de difusión, por tanto, resalta más bien los procesos “publicitarios” de una idea o procedimiento y no visualiza los complejos procesos de recepción. Por tanto, me parece que descentralización curricular no equivale a la mera disposición de reglas del juego claras, con un documento normativo de referencia que por cierto debe estar diseñado para su desarrollo contextualizado. Veamos entonces una noción alternativa quizás más útil que integre con mayor claridad el carácter complejo de la relación entre un Currículum Nacional y los contextos específicos del desarrollo curricular.
El concepto de diseminación ha sido propuesto desde hace bastante tiempo como más adecuado para los procesos de desarrollo curricular, este comprende “todas aquellas acciones (diseño de materiales, formación del profesorado, asesoramiento) que median entre el diseño y la puesta en práctica” (Bolívar, 1999: 170). Esto se asienta en una perspectiva cultural donde “el lenguaje en el que están expresados los proyectos innovadores necesita ser trasladado al lenguaje de los “prácticos” para que la innovación sea comprendida y procesada convenientemente, como paso previo a su desarrollo práctico” (ibíd., p. 172). De esta forma, la diseminación es un proceso complejo de interacciones en que los actores van tomando posición frente a, en este caso, un Currículum Nacional, mediante mecanismos múltiples de reflexión y comprensión sucesiva.
Convengamos entonces que cualquier proceso de mediación entre un Currículum Nacional y actores que lo deben poner en acto conlleva adecuaciones, traducciones y entendimientos diversos; los que por cierto no se construyen solo a partir de la particular trayectoria cultural de una administración local o una institución educativa, o por la sola biografía de los profesores; más bien se trata de procesos activos de deliberación de las comunidades escolares, es decir, es un proceso complejo y por cierto necesario. Así, una genuina apropiación lidia muchas veces con prejuicios propios, pero también con experiencias cotidianas que se asientan en un oficio pedagógico colectivo, que teniendo en consideración las expectativas de un país, las atiende generando una propuesta consistente y muy bien elaborada de cara a las necesidades de los estudiantes. Lo que emerge es más bien un diálogo entre proyecto educativo, propuesta nacional y situación específica de los estudiantes y padres en una comunidad y un territorio; y de esto trata en verdad un proceso de descentralización.
Esto que puede parecer bastante sensato, sin embargo muchas veces lleva a alarma. El discurso del “aseguramiento de la calidad de los resultados de aprendizaje” se considera en riesgo si es que no tenemos estándares que “ordenen” ese posible caos de interpretaciones que puede transitar rápidamente al barranco de la desigualdad. Y ello es plausible en verdad, un débil proceso de diseminación curricular puede ir asociado a un peor proceso de apropiación, colapsando cualquier intento de mejora de los procesos formativos. No es fácil entonces dirimir la bondad de un modelo descentralizado de política curricular. El asunto es que, como se ha argumentado insistentemente en múltiples análisis, las estrategias de descentralización combinados con mecanismos de estandarización de procesos y resultados terminan siendo contradictorios, asfixiantes y sepultadores de auténticos y sostenibles procesos de mejora de la formación de las personas, las comunidades y la sociedad.
Vistas así las cosas, me parece que necesitamos reelaborar detenidamente nuestras comprensiones sobre la relación entre Currículum Nacional y actores del sistema educativo. Y esto requiere nos respondamos frente a algunas preguntas esenciales: ¿confiamos en que el profesorado y sus equipos directivos (del centro escolar y las administraciones intermedias) tienen las competencias necesarias para deliberar pedagógicamente sobre las expectativas que pone la sociedad sobre su trabajo?; ¿pueden ellos arribar a propuestas sólidas y sostenibles de mejora de los procesos formativos de los estudiantes sin esquemas de incentivos y castigos?; ¿estamos dispuestos para apreciar la complejidad y profundidad de los procesos formativos que emprende una escuela en el tiempo?
Si nuestras respuestas, gruesamente son afirmativas y las cláusulas de condicionalidad a ellas no son demasiadas (sí, pero…); deberíamos entonces ser capaces de repensar las estrategias que diseñamos para que esa relación entre Currículum Nacional y actores del sistema educativo se plasmen en procesos virtuosos. Digámoslo brevemente, estamos desafiados a construir nuevas hipótesis de cómo se mejoran los logros que la sociedad se impone como expectativas frente al sistema escolar. Para ello en verdad tampoco se requiere a cuestiones tan inéditas.
La descentralización basada en el apoyo, la confianza en los actores implica contar con dispositivos de desarrollo curricular que en vez de centrarse en rendición de cuentas por resultados, actúen en una lógica de aprendizaje deliberativo, que restituya al saber pedagógico de los docentes su carácter de conocimiento situado y distribuido, y que este es esencial para diseñar innovaciones relevantes y coherentes para que los y las estudiantes arriben a un ejercicio activo de apropiación de las herramientas culturales que la escuela les puede proporcionar, logrando de este modo ciudadanos activos, inquisitivos con el mundo que les heredamos.
En síntesis, convengamos que los dilemas a los que nos vemos enfrentados provienen de una reforma al Estado en los años ochenta del siglo pasado, y que puso sobre la mesa, sin pensarlo así probablemente, la importancia de los actores a nivel local e institucional. Si un currículum centralista resultaba estrecho y poco consecuente con el tipo de sociedad neoliberal que se venía configurando en plena dictadura militar, un Currículum Nacional como mínimo común denominador parecía ser una buena solución para facilitar la construcción de un mercado educativo con diferenciación de ofertas curriculares. Como hemos visto, esto no tuvo finalmente un mayor desarrollo desde el punto de vista curricular. El problema es que la idea de un Currículum Nacional llegó para quedarse, y su intento de freno en su vertiente liberal derivó en estandarización y evaluación externa, omitiendo o desdibujando todo esfuerzo centrado en el apoyo sostenidos a las escuelas para que emprendieran procesos de apropiación curricular sustantivos. El resultado: una creciente insatisfacción de todos los actores respecto de tal estrategia. De un lado quejas porque los resultados en pruebas nacionales e internacionales no mejoran sustantivamente y de otro, una sensación de utilización, castigo y desprecio por parte de los profesionales de la pedagogía. Es hora al parecer de rediseñar estrategias tendientes a poner el foco en las comunidades escolares, en sus profesionales y en los contextos de aprendizaje y formación. Todo lo que se pueda hacer desde la política educacional de un país, sin la participación y compromiso de sus profesores con un sentido en común, democrático de lo que una sociedad espera, resulta finalmente en un baile de máscaras o derechamente en desafección por la tarea colectiva de educar a las nuevas generaciones. Y esto no es poesía, es el relato de los docentes desde su quehacer cotidiano, se necesita más orientación a fines de la actividad pedagógica y menos ingeniería de procesos.
“toda reforma educativa implica también un trabajo emocional que se desarrolla dentro de un entramado de relaciones humanas significativas que conforman la labor de las escuelas. Los intentos de transformar la enseñanza afectan las relaciones de los docentes con sus alumnos, con los padres de estos, y entre ellos mismos. Los profesores realizan fuertes inversiones emocionales en estas interacciones. Su satisfacción profesional y sentimiento de éxito dependen de ellas”.
(Hargreaves y otros, 2001, p. 147)