Central nacionalEdición 23

Literacracia

Acabo de confirmar que no lo soñé: en efecto, el jueves 19 de abril de 2018 apareció en varios periódicos de este país, y la verdad es que no hubo escándalos ni reflexiones, el titular “Tres de cada cuatro jóvenes colombianos apoyarían una dictadura”.

Era la noticia terrible de que un reporte latinoamericano llamado ‘Estudio Internacional de Educación Cívica y Ciudadana’ (ICCS), llevado a cabo por la Asociación Internacional para la Evaluación del Logro Educativo (IEA), no solo había revelado “un nivel preocupante de valores antidemocráticos y orientaciones antisociales en gran parte de los jóvenes encuestados” –25.000 adolescentes de 13 y 14 años de 900 escuelas de Colombia, Chile, México, República Dominicana y Perú–, sino que había descubierto que el 73% de los colombianos encuestados aprobarían un estado dictatorial si trajera “orden y seguridad”.

Habrá quien diga esto: “Es que uno a los 13 años ve el mundo como Los juegos del hambre”. Habrá quien relativice aquella estadística escalofriante porque la adolescencia no es la etapa en la que se convive, sino la etapa en la que se sobresale o se muere. Pero no sobra tener en cuenta semejante cifra, 3 de 4 muchachos de acuerdo con las dictaduras, pues de paso revela que –tal vez por culpa de una pobre educación cívica que no se corrige en la familia, ni en el colegio– no han conseguido encontrarle el sentido a palabras como “república”, “democracia”, “partidos políticos”, “justicia”, “ley”, “Estado” o “civilidad”: según el estudio de la IEA, que, repito, es un estudio diciente y no sobra, entre menos conocimientos democráticos tiene un estudiante, mayor es su apoyo a los autoritarismos.

Es claro que la escuela, que tendría que educarnos para que la vida no nos quedara grande y que persigue la convivencia como la democracia, está fallando a la hora de convencer a sus alumnos de que la Historia está llena de ejemplos de que en las tiranías suele irles bien a dos o tres personas nada más: ¿a qué se va al colegio, que está cumpliendo más de un siglo de haber dejado de ser una prisión, si no es a prepararse para convivir con gente libre e igual?, ¿para qué se levantan los niños en la madrugada si la mañana en los salones de clase va a sucederles en vano?, ¿qué sentido tiene pasarse el día con otros jóvenes de otras familias si luego –según revela el ICCS– el 40% de los estudiantes van a estar de acuerdo con la frase “el que me la haga la paga” o el 25% no van a ver con malos ojos que los funcionarios reciban sobornos?

¿Por qué en los tiempos de las redes sociales, que en la teoría han conseguido la democratización tan esperada pero en la práctica poco se parecen a la democracia, se ha vuelto todavía más difícil pactar la coexistencia pacífica?: porque todo parece indicar –lo dijo un reciente estudio del Pew Research Center– que las nuevas generaciones no se sienten identificadas con los partidos, ni con las instituciones, ni con los viejos principios liberales, pero que, estimuladas por las redes y para resolver el anhelo de pertenecer a algo, son propensas a caer en el pensamiento de manada que fue tan útil para los populismos tiránicos que pusieron en jaque al mundo del siglo XX. ¿El Partido Liberal?, ¿el Partido Conservador?, ¿la Iglesia católica?, ¿el presidente de la República?, ¿las tres ramas del poder público?, ¿el periodismo?: las nuevas generaciones no tienen idea de para qué diablos sirve todo eso.

Tampoco, al parecer, entienden lo fundamental: ¿para qué la justicia, que llega pero cojea, si es posible condenar a una persona en las redes en un par de horas?, ¿qué es eso de la presunción de inocencia?, ¿por qué confiar en esos tribunales llenos de magistrados que luego acaban presos?; ¿los congresistas son esos tipos que se gritan todo el tiempo en un canal de televisión?, ¿para qué pagarles esos sueldos si el control político se hace ahora en Twitter?, ¿para qué todos esos congresistas, que no me representan, si hay países que a duras penas tienen senadores y funcional tan mal como este?; ¿y el presidente?: ¿no tiene la culpa de todo lo que está pasando?, ¿no dijo que Colombia iba a ser otra cosa apenas él llegara al poder?, ¿no es un corrupto asqueroso como dicen los adultos en la mesa del comedor?, ¿no sería mejor revocarlo de una vez para que les quede una lección a todos los políticos?

Esas son las preguntas, mitad desencantadas, mitad desinformadas, que se hacen –muy brevemente– las generaciones recientes que al parecer no quieren pertenecer a nada que venga de cualquier pasado, ni a nada que dure demasiado. Hoy es común que la gente haga parte de causas tan cortas e intensas como los linchamientos virtuales de cada semana o los raptos de solidaridad ante una tragedia que acaba de suceder en el otro polo del mundo. Pero es menos probable que se juegue entera por empresas tan arduas –o también: que tomen caminos largos hacia la convivencia– como una nación o una democracia. Y entonces resulta fundamental, si la idea sigue siendo vivir en sociedad de la mejor manera, insistir en una educación para la empatía, para la compasión, para el hallazgo del otro.

Es allí, en la necesidad de sacarnos a todos de nuestros pequeños mundos con nuestras propias leyes, en la urgencia de evitar que las redes y las desidias estatales terminen de convencernos de que la manera más segura de vivir es la de vencer al otro, donde es especialmente efectiva la labor de la literatura. Pues no solo nos llama a ponernos en los zapatos de una fila de personajes que de otra manera difícilmente llegaríamos a considerar prójimos, y no solo encuentra y articula por nosotros la estructura dramática –esto es: el principio, el medio y el fin– que sostiene cada una de las biografías del planeta, sino que lo hace recobrándole a cada palabra su peso, a cada frase su coraje, a cada texto su manera de decirnos que estamos aquí para lograr ser individuos entre los demás.

Si se quiere educar para la empatía, para la convivencia, para la democracia, por supuesto, primero hay que creer en todo ello, hay que desearles a los jóvenes un país en el que la violencia no termine devorándolo todo, pervirtiéndolo todo, desdibujándolo todo, y hay que entregar de mano en mano el arte de hallar las palabras precisas: la literatura. Quien no consigue nombrar lo que tiene en frente ni puede describir el drama que está atravesando, quien tiene atragantado lo que le ha estado pasando o tiene su extrañeza en la punta de la lengua sin remedio, lleva encima y a punto de llover la nube negra de la violencia. Es cierto que hay sociópatas lenguaraces y elocuentes. Es cierto que los populistas y los villanos son especialmente hábiles para expresarse. Es cierto, asimismo, que quien conoce y respeta las palabras tiene ventaja en el empeño de convertir a los remotos en vecinos. Y es a eso a lo que tiene que apuntar la educación

También una lengua se devalúa. También la palabra –me refiero al pacto del lenguaje– va perdiendo su valor. Sucede cuando hay mucha más gente diciendo lo que piensa que gente escuchándolo, cuando crecen sin atenuantes, y sin auditorios, las voces, las frases sueltas, las plegarias, las confesiones y las sentencias. Hoy, en los días en los que se pronuncian millones de frases por minuto en las redes sociales –y podemos experimentar lo que experimentaba Dios cuando se veía obligado a escuchar todas las plegarias al tiempo–, es común que se diga cualquier cosa, cualquier infamia, cualquier barbaridad, porque al final no importa. Es usual que se calumnie, que se injurie, que se difame, que se mienta porque entre tanta palabrería no hay tiempo para que mentir tenga consecuencias.

No sé si quede claro lo que estoy diciendo. Digo que si alguna vez se dudó de la palabra, si alguna vez se careció de la reserva cultural para respaldar las parrafadas que se lanzan a diestra y siniestra, esa vez es esta: hoy. Digo que las redes sociales reclaman día por día los derechos que promete la democracia, “libertad”, “solidaridad” e “igualdad”, pero que al mismo tiempo desprecian sus reglas sin piedad. No estoy hablando de un acabose –cabe aclarar– sino de una crisis, pues es verdad que se pronuncian millones de insensateces por minuto por WhatsApp o por Twitter, pero es cierto también que falta por ver qué consecuencias va a tener esto de estar en permanente contacto con el lenguaje, esto de leer y leer y escribir y escribir así los verbos hayan sido remplazados por los emoticones.

Se vaticinó el Apocalipsis cuando empezaron a usarse palabras como “e-book” o “Internet” entre las palabras de todos los días. Pero, de acuerdo con la Encuesta Nacional de abril de 2018, el promedio de lectura de los colombianos ha crecido de 1,9 a 2,7 libros por año. La Encuesta –hecha por el Dane, el Ministerio de Cultura, el Ministerio de Tecnologías de la Información y Comunicaciones, las secretarías de cultura de Bogotá, Cali, Medellín y Barranquilla acompañado por el Cerlac y por la Biblioteca Nacional– habla también del número de libros leídos por los colombianos que sí leen (5,1) y que viven en ciudades (5,8), y la moraleja de la fábula, aún en las manos de un cínico, tiene que ser que pese a todo la lectura no ha dejado de ser una meta de esta sociedad.

Falta, ahora, que la gente asuma sus palabras desde el colegio. Que desde los salones de clase se entienda que estamos hechos de ellas, que son ellas, las palabras, las que sustituyen los lloriqueos, los aullidos, los gritos de furia y de impotencia. Que son ellas las que nos meten y nos sacan de los líos, las que nos describen el amor y el desamor. Quien sabe usar las palabras, quien responde por todas sus palabras como por sus actos, es mucho más libre.

Falta, luego, que la gente escuche. Que la gente sea capaz de la quietud, la lentitud, la respiración justa que estamos siendo incapaces de conseguir. Quien escucha más de lo que habla sabe un poco más del mundo. Es capaz de reconocer los matices, de partir de la base de las diferentes voces de diferentes acentos que llegan a diferentes conclusiones, de diferenciar un grito de un susurro, de contenerse a sí mismo antes de asumir lo que son y lo que piensan los demás.

Se asoma una vez más, en estas primeras décadas del siglo XXI, el cielo terrible de las tiranías y de las guerras. Estos tiempos de redes, estos tiempos, decía, de pensamiento de manada –de pensamiento de muchedumbre lista a recibir la siguiente orden–, son terrenos fértiles para los populistas capaces de gritar más rápido y más fuerte que todos con tal de tomarse la palabra, con tal de quedarse con la palabra. Allá está el presidente gringo que sabe que puede fabricar la realidad desde su Twitter. Aquí está el caudillo que es capaz de montarles los hechos a sus millones de seguidores de Facebook unas horas antes de que empiece a conocerse –demasiado tarde– la verdad. Allá y acá están los líderes que sueltan calumnias e injurias como si no importara, como si diera igual que al otro día sostuvieran lo contrario.

Y en todas partes, como un monstruo de millones de cabezas, están sus seguidores: celebrando el fin de la democracia, la sustitución de la justicia, la amenaza de muerte que se puede soltar en Internet porque Internet solo es real cuando nos conviene.

Estamos hechos de palabras. Somos nuestras palabras. Cuando carecemos de ellas, cuando no les damos su lugar, ni las entendemos como miembros de nuestras personas, estamos más cerca de la violencia. Desde ese punto de vista, claro, la literatura –que nos desacelera como devolviéndonos el alma al cuerpo– es un antídoto, un entrenamiento en la empatía, en la sospecha de ser responsable de lo que les pasa a los otros. Y si la poesía prepara para estar en estado de alerta a la espera de una frase que sea un hallazgo y una herramienta para seguir viviendo, y si el drama ayuda a vivir con la sensación de que la vida tiene un propósito que entenderemos en la muerte, la novela sirve para hacer las paces con la idea de que nos pasaremos el presente simulando el pasado.

Creo que una educación en la poesía, en el drama, en la novela, es un alivio y una suerte, y es, también, una educación para la democracia, una educación para la libertad y la compasión y la convivencia. Si por fin fuéramos el resultado de la literatura que leemos –diría, en general, que de la ficción que recibimos–, si consiguiéramos una especie de “Literacracia” en la que cada ciudadano está en la capacidad de responder por sus palabras, no sería tan propensa esta sociedad a despreciar las voces ajenas, a confundir ser con prevalecer, a permitir que los embaucadores tengan el camino libre hacia las sillas del poder, a resignarse a que la suma de los individuos dé como resultado un feroz enemigo.

Repito: no estoy describiendo el Apocalipsis, sino comentando una etapa en la que esta especie está redefiniendo su relación con el lenguaje verbal y con el arte de ponerlo al servicio de la extrañísima y bellísima y macabra experiencia humana. Estoy diciendo que ha sido la literatura –el arte, en general, que a mi modo de ver es uno solo– lo que ha mantenido nuestra sanidad mental en tiempos en que las tiranías han enrarecido nuestra convivencia, y que, ahora que las autocracias vuelven a meter el pie en el agua a ver qué tan fría la encuentran, quizás estemos a tiempo de renovar el interés de estas sociedades por la literatura como una forma de frenar el desastre.

Cuando Trump subió al poder, toda una señal de que la mayoría no estaba creyendo en la imperfecta democracia, cientos de miles de lectores recurrieron a la lectura de novelas distópicas como 1984 o Un mundo feliz para soportar y comprender. No crea usted que aquello es poco. No crea que una persona que lee Crimen y castigo o Guerra y paz o El conde de Montecristo no está más cerca que las demás de entender lo que puede pasarnos cuando despreciamos la comunicación, la lengua. No crea que una persona familiarizada con las palabras no está más cerca del humor, de sus giros inesperados y de sus clímax. No olvide que un lector hecho y derecho es un afortunado que tiene claro que la justicia no está en sus manos.

Puede ser que los jóvenes de 13 y de 14 consultados en el ‘Estudio Internacional de Educación Cívica y Ciudadana’ no hayan pasado aún por La Metamorfosis, por La Vorágine, por Bola de sebo, porque solo puede encogerse de hombros ante un estado dictatorial –repito: eso contestó el 73% de los adolescentes colombianos de la encuesta– alguien que no lo haya experimentado ni lo haya leído, alguien que está convencido de que la barbarie de los despotismos solo les suceden a los otros. Es que es justo eso lo que se aprende leyendo poemas, dramas, novelas, películas, pinturas, canciones. Y es para eso que sirve la literatura: para caer en cuenta, en el momento justo, de que lo que hoy le pasa a un personaje mañana va a pasarle a una persona y lo que está pasándole al protagonista de un relato tarde o temprano puede pasarnos a todos.

Quien no cree sino en lo suyo ha dejado creer en las palabras. Quien ha dejado de creer en las palabras ha perdido su libertad y las ansias de su libertad. Y no sabe que “el orden y la seguridad” que trae una dictadura es una farsa, que en una dictadura no hay prójimos sino ojos, que en una dictadura los enemigos somos todos.

Ricardo Silva

Escritor, periodista y crítico de cine. Magíster en cine Universidad Autónoma de Barcelona; literato Pontificia Universidad Javeriana y columnista Periódico El Tiempo.

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