En el presente artículo, el autor nos sorprende con su particular estilo, sencillo, directo y nada pretencioso, con una propuesta inusual que nos muestra los principales aportes que la Pediatría, como conocimiento científico del niño, hace al arte de escribir historias adecuadas para ellos.
Como si viviera en Colombia y hubiese revisado los recientes periódicos de circulación nacional y local (cfr. declaraciones de la ministra de Educación, las referencias a los resultados de la investigación de la Fundación “Compartir”, entre otras), el profesor Portugués, Antonio Nóvoa, en una rápida mirada histórica nos muestra una tendencia que no solo es colombiana —ni tan imprevista como pudiera parecernos—, sino que está haciendo presencia en las políticas educativas internacionales actuales y que podemos vincular, entre otras, con las siguientes preguntas: ¿Quiénes son los maestros que hoy orientan la labor educativa? ¿Cómo llegan a ser maestros? ¿Cómo se van adaptando y respondiendo a los cambios sociales, conceptuales y culturales?
La Literatura infantil es un tema que me apasiona. La mitad de mi jornada laboral la dedico a escribirla, la otra, a la práctica de la Pediatría. Hoy ustedes me preguntan cómo se articulan mis dos mitades. Estoy acostumbrado a esa pregunta pues me la formulan los niños en los colegios que visito y mis pacientes en las tardes de consultorio.
Les digo para empezar que siempre me he sentido afortunado por haber llegado a escribir Literatura infantil por medio de la Pediatría (porque a ser lector había llegado mucho antes, desde que era un niño).
Lo voy a resumir en cuatro temas:
- La pediatría nos enseña que en la infancia nacen las palabras
Recordemos que infante significa: “aquel que aún no habla”. Claro que no habla con palabras pero maneja maravillosamente los otros lenguajes: la sonrisa, la mirada, el llanto. Las palabras llegaron a la vida de ese niño lentamente, todo el primer año se tradujo en cinco vocablos, claro está que contundentes y celebrados. A quienes lo acompañamos nos hicieron llorar de alegría.
Intentemos recrear por un instante ese gran suceso. “Imagínese un bebé en el punto de aprender a hablar. Toda su vida, hasta ese momento, ha sido inarticulada. Si quiere algo, lo único que puede hacer es gritar, llorar, o decir —Uh, uh, uh—. Entonces, de repente, de alguna manera, se le revela el propósito del lenguaje; y en seguida, después de lo que debe ser una lucha tremenda, el poder del discurso. Aunque todos hemos experimentado eso, es difícil imaginar ahora la excitación inmensa del poder que debemos haber sentido la primera vez que hemos dicho “mamá” o “galleta” y hemos visto que aparecía lo que deseábamos. Sin duda, es de esa experiencia que viene el poder de las palabras mágicas y de los conjuros en los cuentos de hadas”. (Alison Lurie, Don’t Tell the Grown-Ups. Subversive Children’s Literature, 1990).
El niño de dos años ya sabe bien que las palabras nos confieren un misterioso poder sobre las personas y las cosas. En ese poder radica gran parte de su encanto. El niño lo percibe así, muy pronto. ¿Acaso cuando llama, con sus balbuceos, a una persona por el nombre, esta no aparece y viene a su encuentro? Y cuando dice el nombre de una cosa, ¿no se la damos de inmediato? Esas palabras mágicas aparentemente surgieron de la nada y rápidamente se convirtieron en juguetes maravillosos, que además producen gozo, como aquellas que musita su madre a su oído, mientras lo alimenta. Amará aún más las palabras si las escucha de los labios de las personas que lo aman.
La totalidad de los primeros años están llenos de esa magia de aprender a nombrar las cosas. Tras esos primeros vocablos poderosos, la maquinita de formar palabras va adquiriendo velocidad, aceleradamente posee veinte, trescientas y, luego, varios miles. Entre el primero y segundo año llega a unas cien palabras. Luego el proceso se hace más rápido hasta llegar a alcanzar entre siete y nueve palabras diarias. En algunas épocas llegará a conquistar cerca de una palabra por hora. Recordemos, que dependiendo de su nivel intelectual y cultural, una persona utiliza apenas entre 3.000 y 10.000, solo muy pocos utilizan más.
Es por ello conveniente aprovechar esa ventana de oportunidad de los primeros años para familiarizar al niño con el libro, como objeto. Ahora disponemos de libros lavables, casi irrompibles, a prueba de agua, que pueden acompañarlo aún en la bañera. Es importante ese contacto temprano. Regalémosle libros que pueda manipular a su antojo, que sienta que son suyos.
La totalidad de los primeros años están llenos de esa magia de aprender a nombrar las cosas. Tras esos primeros vocablos poderosos, la maquinita de formar palabras va adquiriendo velocidad, aceleradamente posee veinte, trescientas y, luego, varios miles.
2. La Pediatría nos enseña cómo todo el proceso de lectura es una cadena
Desde el vientre materno, ese ser humano en gestación, ha ido aprendiendo a leer la vida. Su cuerpo adivina ese otro cuerpo que lo acoge, con su calor, sus emociones, su imparable latido. A partir de la semana veinte, ha comenzado a escuchar lo que ocurre allá afuera, la voz de su madre, el tono más grave de la voz del padre, algunas veces gritos o canciones. Luego, al nacer aprenderá a leer el rostro de su madre, la tibieza oportuna del seno materno, los brazos de su padre. Así aprende a leer el mundo, después las palabras; primero las orales, luego las escritas.
En poco tiempo, descubre que las palabras inventadas no solo expresan el mundo, sino que además dan dominio sobre él. “Nombrar es apresar”, decía Cortázar. Apresar imaginarios y a la vez nuestros temores y conflictos. Un cuento es un sendero que cada uno recorre a su manera. El relato infantil le da un nuevo sentido a la vida del niño cada vez que lo escucha o lo lee. Nos pide que se lo contemos una y otra vez, cada lectura es un nuevo descubrimiento.
3. La Pediatría nos muestra que la Literatura ayuda a estructurar nuestras vidas
A primera vista, la literatura infantil clásica puede parecer “terrible”… quizás ahora ningún editor publicaría un cuento como Caperucita Roja o Hansel y Gretel, pero la ciencia nos dice que continúan vigentes. Bruno Bettelheim, (Psicoanálisis de los cuentos de hadas), nos muestra que los relatos clásicos enseñan cosas importantes, como identificar nuestros conflictos básicos y esperar contra toda desesperanza.
Muestran de manera simbólica situaciones vitales, utilizando personajes emblemáticos de las pasiones humanas. Conocer un poco la naturaleza humana, propia y ajena, les da recursos a los niños para enfrentar y comprender el mundo. Les da la esperanza que necesitan, pues siempre hay un héroe que puede derro- tar a los monstruos, casi siempre mediante la espada de las palabras. Pero no solamente son útiles los autores clásicos. Existen ahora muchos otros escritores contemporáneos llenos de sabiduría de la vida. Recordemos magníficos relatos como Los hijos del vidriero de María Gripe, Estefano de María Teresa Andruetto o Mi amigo el pintor, de Lygia Bojunga, por nombrar solo unos cuantos.
A primera vista, la literatura infantil clásica puede parecer “terrible”… quizás ahora ningún editor publicaría un cuento como Caperucita Roja o Hansel y Gretel, pero la ciencia nos dice que continúan vigentes.
4. La Pediatría nos enseña que los buenos cuentos, de todas las épocas, sanan
La literatura muestra la vida, pero la literatura también cambia la vida. Todos, aun los más afortunados durante la infancia, hemos tenido heridas. La literatura sana porque permite sacar a flote nuestros conflictos. Los cuentos proporcionan lecciones que cada niño puede adaptar a diferentes situaciones de su vida. La literatura tiene para él un papel reparador. Muchos que han soportado situaciones de sufrimiento, ya sea en la familia, la escuela o la comunidad, comienzan a dejar salir su pena después de leer buenos libros y entonces, muchos de ellos son capaces de narrar sus propias historias, lo cual los libera.
Ojalá le dedicáramos al niño que crece un tiempo para leerle cuentos semejante al que utilizamos para hacerle conocer las reglas familiares (como estar limpio, comer juntos, disciplina, etc.). Los niños que leen o a quienes se les leen cuentos, son cognitivamente más avanzados. Y son sociables, porque los cuentos les ayudan a ponerse en el lugar de las otras personas, a pensar en cómo se debe sentir ese otro en su interior. Estas habilidades, con seguridad, los llevan a manejar exitosamente sus vidas.
La literatura para niños debe brindarles experiencias que los estimulen y satisfagan su imaginación, apropiadas para su edad, auténticas. No es conveniente menospreciar las capacidades de los niños, ellos son lectores inteligentes. Las historias de calidad han de ser divertidas, alegres y tristes, que los involucren, dirigidas a ellos y acerca de ellos, que les permitan identificarse. El niño necesita el relato para crecer, para descubrirse y construirse, para darle forma a su experiencia, para enamorarse de la vida y darle sentido.
Los niños que leen o a quienes se les leen cuentos, son cognitivamente más avanzados. Y son sociables, porque los cuentos les ayudan a ponerse en el lugar de las otras personas, a pensar en cómo se debe sentir ese otro en su interior.
La mejor manera de contagiar a los niños del hábito de leer es que nos vean leer, que tengamos libros en casa, llevemos con nosotros un libro para compartir con él, en el consultorio odontológico, o en el del pediatra. Se dice que unos padres y un maestro lector tienen mucha probabilidad de hacer de sus hijos y estudiantes niños lectores. Quiero que algún día cercano se pueda decir otro tanto del pediatra. En mi consultorio tengo libros infantiles disponibles para ellos, no solo juguetes. Y me sorprende cada día el enorme interés que suscitan en los niños y en sus padres. Los que más les gustan son aquellos que les posibilitan identificarse con algún personaje.
Nuestra lectura previa nos permite conocer qué encierran los libros y lo que nosotros vamos a permitir que llegue al niño. Ojalá esa elección no se haga con miras estrechas, la buena literatura ayuda a derribar barreras como racismo, sexismo, discriminación por orientación sexual, etc. La literatura ha de emanar tolerancia, respeto por las diferencias.
Si la infancia es aquella región donde nacen las palabras, donde aprendemos a leer el mundo, todo cuidador de niños debe conocer y amar las palabras. Cuando leemos en voz alta a nuestro hijo, no solo le contamos unos hechos que conforman una historia, le trasmitimos afectos, que son parte importante de nuestra visión de mundo. Todos aquellos que somos guías tutelares de la crianza no debemos olvidar nunca que la infancia es esa región maravillosa donde surgen las palabras y donde ellas siguen conservando un lugar de preeminencia.