El oficio de la docencia en creación literaria
Uno no termina con la nariz rota por escribir mal; al contrario, escribimos porque nos hemos roto la nariz y no tenemos ningún lugar al que ir”.
Consejos para escribir. Anton Chejov
A lo largo de veinte años tuve la oportunidad de ser docente de todos los niveles de educación, estuve en varios colegios y universidades dictando lecciones de lectoescritura y me sentía muy orgullosa de mis estudiantes cuando alguno de ellos se decidía a mostrarme sus creaciones personales. Desde el principio de mi carrera docente, tenía en mente dedicarme al oficio de la escritura de textos narrativos. Era consciente de que la escritura de textos literarios no sería garantía de una vida económicamente estable, así que decidí dedicar mis esfuerzos a la docencia, oficio que realicé amorosamente, sin perder de vista la meta original de mi vida: ser escritora. Así que, cuando alguno de mis estudiantes manifestaba su deseo de escribir poesía o narrativa, allí estaba yo, presta a leer las semillas de su mente creativa.
Inicié mi carrera docente dictando clases de español y literatura a niñas de nueve años de edad. Recuerdo que en aquel primer año de docencia cometí una serie de improperios pedagógicos, entre ellos, solicitar a mis estudiantes de tercer grado la escritura de un soneto cuyo tema fuera “mis juguetes favoritos”. Una de las mamás del curso que me fue confiado en aquella ocasión, con gran respeto y sutileza, me escribió un correo en el que expresaba, con total sabiduría, que la tarea le parecía muy compleja para la capacidad creativa de su hija.
Yo, en la sapiencia que me daba mi recién obtenido título universitario, en el momento de escribir en el tablero aquella tarea, creí razonable mi exigencia, pero, al leer las líneas escritas por aquella madre de familia, fui cayendo en un estado de angustia existencial: los argumentos que leí me convencieron que había errado por completo.
El fin de semana transcurrió. El lunes entré a mi salón de clase, dispuesta a quitar el yugo de aquella tarea a las niñas. Cuando comencé a hablarles y a tratar de disculparme con ellas por haberles pedido una tarea tan difícil, la mayoría me dijo que esta tarea les había parecido muy divertida y abrieron los cuadernos para que yo la revisara. Para mi asombro, la mayoría de las niñas había escrito, con la ayuda de sus padres o abuelos, el soneto a los juguetes favoritos. Incluso la hija de la señora del correo, trajo a la clase un poema muy bien construido sobre las muñecas de trapo. Era evidente que las familias de las niñas les habían ayudado con la construcción de sus poemas, lo cual no fue un problema, sino un acierto: sin proponérmelo, había logrado que las familias se involucraran en el proceso formativo de las niñas. Fue tal la emoción con la que recibieron estos retos los padres de familia de este grupo que comenzamos a implementar la estrategia del Cuaderno Viajero, un cuaderno que era llevado a cada uno de los hogares para que, padres e hijas escribieran en él cualquier tipo de texto que se les ocurriera. Al finalizar el año, teníamos tres cuadernos viajeros que fueron entregados a la Biblioteca Principal del colegio y que aún constituye material de lectura para estudiantes y docentes.
Aquella fue mi primera experiencia en la “enseñanza” de la escritura creativa y lo escribo entre comillas porque considero que, como dijo Jorge Luis Borges, alguna vez para un medio periodístico, un profesor de literatura no enseña literatura, sino la pasión por las letras, por la lectura y la escritura.
Bajo esa premisa inicié un camino pedagógico en el cual, el centro de la actividad docente fue siempre formar niños y niñas escritores. Cuando elegía las obras del Plan Lector, un menú de lecturas que debía contener alrededor de ocho obras por año, pensaba qué tipo de textos íbamos a leer y qué posibilidades de escritura nos daban. Así fue como leímos la obra de Roald Dahl, Gianni Rodari, Conan Doyle, Jordi Sierra I Fabra, Julio Verne, Antoine de Saint-Exupéry, Antonio Muñoz Molina, Bram Stoker y otros autores, con el objetivo de generar a los niños muchas posibilidades de creación.
Los ejercicios de lectura suponían siempre, como cierre de la lectura de cada obra literaria, la producción de un texto literario o de una producción pictórica, alusiva al mundo creativo que generaba dicha obra.
En otro colegio, tuve la oportunidad de dictar clases a jóvenes entre los doce y los catorce años. En este nuevo trabajo, aprendí acerca de la importancia de involucrar el cuerpo en los procesos de aprendizaje: leímos sobre el método Reggio Emilia, sobre la propuesta de Robert Marzano y sus Dimensiones del Aprendizaje, así como textos que se relacionaban con la teoría del Aprendizaje Activo.
Mis clases, no solamente se remitían a la lectura del texto, a valorar en evaluaciones los contenidos de lengua, sino que comencé a diseñar actividades que involucraran experiencias kinésicas. De aquellos años surgió una actividad denominada “Un baile para escribir”. Consiste en seleccionar piezas de baile, con ritmos que no tengan relación con la música que escucha los estudiantes. Así, los chicos de mi clase debían bailar, por media hora, polkas rusas, pasodobles, cumbias, jotas aragonesas y, posteriormente, escribir sobre su experiencia física y emocional durante el baile. Algunos estudiantes, sobre todo, los niños, se mostraban reacios a bailar. Consideraban que el baile era una actividad netamente femenina, pero, a medida que los bailes se hicieron frecuentes, la resistencia fue siendo menor. Finalmente, se escribieron crónicas, poemas, narraciones y reflexiones relacionadas con el movimiento, el tipo de relación que se establece en una danza y los miedos que genera el baile en los y las adolescentes.
En otra experimentación, leyendo la obra “Jim y el Melocotón Gigante”, obra de Roald Dahl, se les solicitó a los estudiantes que seleccionaran una escena significativa del libro. Posteriormente, reunidos en grupos de cinco estudiantes, se les pidió traer dulces de muchas especies. La actividad propuesta fue la elaboración de una maqueta de dulces que mostrara la escena seleccionada. Cada integrante del grupo iba a ser interrogado por miembros de otros grupos, quienes previamente habían diseñado preguntas acerca del libro. Si alguno de los estudiantes no daba una respuesta completa, sometía a su grupo a la pérdida de su maqueta a manos de otro grupo. El resultado de esta actividad fue la lectura comprensiva de todos los estudiantes del curso. Los niños y niñas que se habían mostrado reacios a la lectura, participaron de manera activa y disfrutaron mucho su acercamiento al libro propuesto. Al tener cada uno un rol dentro de su grupo de trabajo, ninguno se sintió excluido o desmotivado.
Al final del proceso de lectura y análisis de la obra, se les pidió que escribieran cómo se habían sentido, a lo que respondieron con textos muy sentidos, en los cuales, sobre todo los niños no lectores, manifestaron que era la primera vez que la lectura y la escritura había cobrado sentido para ellos. Al asociar la lectura del libro con una actividad amigable, iniciaron su proceso lector y, a lo largo del año, con cada nuevo proyecto lúdico-artístico, se mostraron motivados y entusiastas, participativos.
En cierta ocasión, con un grupo de sexto grado, leímos una novela de detectives de Jordi Sierra I Fabra, “El misterio del Goya Robado”. La novela devino en una adaptación a teatro y su montaje. En aquellos cursos, había tres niños que presentaban problemas de lectoescritura: a uno de ellos, por razones fisiológicas, se le dificultaba escribir, lo cual había hecho que su rendimiento en la clase fuera muy bajo. Al asociar la lectura con la escritura, su motivación era casi nula. Como proyecto final de lectura, les propuse a los chicos hacer el montaje de una obra de teatro, basada en la novela. Cada uno de ellos tuvo un rol asignado. Quienes no querían actuar, se dedicaron a la elaboración de la escenografía, a los efectos especiales o a conseguir el vestuario para los actores. Se hicieron tres días de audiciones, muchos querían ganarse un lugar en el escenario. Esto llamó la atención de los demás estudiantes de la escuela. El comité de publicidad de la obra llenó de carteles de promoción las paredes del colegio.
Pronto vino la premier: durante la celebración del Día del Idioma, niños y niñas, que no habían sido muy exitosos en la clase de literatura, por años enteros, pudieron mostrar sus fortalezas comunicativas mediante la actuación, el diseño de escenarios o la selección de vestuario. La obra fue un éxito pedagógico porque logró que varios estudiantes, cuyo rendimiento académico era muy precario, se motivaran hacia la lectura y sobresalieran por sus dotes histriónicas.
Estas experiencias fueron muy valiosas, ya que, gracias al impulso de este grupo de jóvenes, se consolidó una materia electiva: “el periódico escolar”, en la cual participaron muchos de los alumnos del grado sexto de ese año escolar. Los participantes de la electiva conformaron comités de redacción de noticias, muchas de ellas, íntimamente ligadas con la creación literaria. Fue así como algunos de ellos escribieron crónicas policiales, basadas en las novelas de Conan Doyle leídas en clase; recetas para el mal de amores, textos sobre el fin del mundo y relatos de viajes realizados por los estudiantes, alrededor del mundo. El periódico escolar llegó a tener más de treinta estudiantes por semestre y duró dos años en funcionamiento. La comunidad entera se mantenía a la expectativa de la salida de un nuevo ejemplar. El periódico promocionó sencillos musicales producidos por estudiantes de las electivas de música, resaltó las biografías del personal de Servicios Generales, contó las vidas de los docentes más populares de la institución y entretuvo a muchos de los niños y niñas del preescolar con sus sopas de letras y acertijos.
La vida del colegio pasó, pero la idea de generar una escuela de escritura creativa continuaba viva.
Vino el tiempo de retomar las riendas propias de la escritura: en el año 2010, una novela infantil propia ganaba el Premio de Literatura Infantil y Juvenil Barco de Vapor, lo cual ratificó que el camino de las letras era el correcto. La novela ganadora, “James no está en Casa”, había sido un proyecto de escritura dejado siete años dentro de un cajón, del cajón fue a varias puertas, buscó ilustradores, editores, pero sin suerte. Hasta que en el 2009 llegó a manos de una editora independiente, quien aconsejó enviar la obra al concurso, con excelentes resultados. El premio fue un impulso para continuar insistiendo en la escritura creativa.
En el 2012, luego de pasar años enteros lejos de la academia, el hijo que inspirara la escritura de la novela, dio vía libre a la retoma de los estudios universitarios. Fue así como ingresé a la Universidad Central, a estudiar la Especialización en Creación Narrativa. En aquella experiencia universitaria, fueron escritos varios cuentos que, posteriormente, fueron ganadores de menciones honoríficas en concursos internacionales. Estos nuevos reconocimientos fueron un aliciente importante para lo que venía: la consolidación de un taller para nóveles escritores, personas que tuvieran el anhelo de ser escritores, pero cuyas vidas no les hubieran dado la oportunidad de serlo.
En 2013 dimos nacimiento al Taller de Creación Narrativa de la Librería Casa Tomada. A la Casa llegaron seis estudiantes, de los cuales, varios de ellos fueron reconocidos en certámenes internacionales como escritores pioneros, revelaciones de la literatura infantil.
La primera preocupación que tuve fue la de no contaminar a mis estudiantes con mi forma de narrar. Por ellos, el método que nació en aquel ático de la Casa, ha sido desde entonces, dar los elementos básicos de la narrativa a los estudiantes, a la par con la libertad de expresión. Los ejercicios de creación propuestos parten de la idea de sacar de la zona de confort a los participantes, generando premisas de creación no convencionales, misiones por cumplir cada semana, en las cuales, cada uno de ellos se enfrenta al papel en blanco, con una pregunta de desajuste (¿Cómo se enamoran las tablas de mi cama?, por ejemplo). Arraigada en el método está la necesidad de involucrar acciones corporales a los ejercicios, entrando en relación con ambientes detonantes, música significativa o comida estimulante para realizar las misiones narrativas.
Cuando el participante usa como formato otro distinto a la narrativa, se permite esta insurrección del género, ya que se parte de la idea de que la forma se manifiesta en el ser del escritor dependiendo de su necesidad expresiva y que no siempre la planeación racional de la misma funciona para llegar a la creación.
Vino la Maestría en Creación Literaria y con ella, el someterme a la escritura de una novela, en corto tiempo: seis meses de creación. Durante este proceso de formación, ratifiqué que la escritura creativa es el resultado de una conexión profunda entre el ser emocional del escritor y su obra. Mi novela fue creada desde la necesidad de sanar un duelo: la muerte de mi abuela materna. Descubrí que escribir sobre la pérdida de la abuela era liberador y le daba sentido a la escritura como un acto vital.
Con este mismo principio inicié mi labor como Artista Formadora del Programa CLAN: esta vez, los protagonistas del proceso eran niños y niñas de las escuelas del Distrito Capital. Con ellos puse a prueba la propuesta que había ido construyendo durante mis años docentes, en el tiempo del taller de escritores y en la Maestría.
Hoy en día, las sesiones de taller transcurren de manera orgánica: la creación es el centro de dicha labor. Los participantes de mis talleres, sean adultos o niños, parten de su sentir, por medio de ejercicios de meditación y reflexión sobre el propio ser, se genera la escritura creativa. Se involucran el cuerpo y sus vivencias, las experiencias de la cotidianidad, las influencias musicales, cinematográficas, personales y televisivas de los escritores en ciernes y, especialmente, el compartir de los textos, siempre enmarcando este proceso de lectura compartida en términos de respeto y reconocimiento de la valía del otro.
La escritura se convierte en vehículo de emociones auténticas, ejercicio en el cual se privilegia la espontaneidad, se trabaja el lenguaje, no desde fórmulas aprendidas, sino desde la precisión en la selección de las palabras, el evitar los lugares comunes y darle vía libre a la exploración en cuanto a géneros y formatos discursivos.
Se considera la escritura un lugar seguro para la expresión del ser, el sitio sagrado en el que se conjura la fantasía con el fin de construir nuevas realidades, de sanar lo que está roto por dentro y afianzarse en la vida, en el existir.
Gracias por la reflexión. Si bien el ambiente escolar es un lugar complejo para la creación, aquí se demuestra que en lugares de tan agudas contradicciones es más que posible y necesaria la creación artistica, en este caso, desde la literaruta.