Así hacíamos nuestras vidas, con transfondos de quimera. La mía comenzó al salir del monte, por entre el incendio de los fundamentalismos propios y ajenos. Los cuales me obligaron a desbordar las talladuras de la arriería familiar, con la alfabetización recibida todavía en la niñez, de arrieros semianalfabetas a la luz de una vela de sebo, en fondas camineras y lascivas.
Lo que estoy narrando no pudo existir, es tan insólito: lo inventó León de Greiff en el “Romance de Ramón Antigua”, para que yo lo escribiera, simulando ser un campesino, como si no lo fuera. Al imaginario niño inteligente, le agregaban aureolas macheteras heredadas que lo malquistaban a priori. Me tocó crecer, por tanto, en mitad de la violencia de entonces, que nos aplicaban y que aplicábamos. Era un diario caminar por atajos de delirio. Montescos y capuletos, sin saberlo. Y yo, de cinco años, detrás de la quimera del conocimiento, que me enseñó a buscar Misiá Rosario Rivera, a quien le debo mi letra barroca y el encuentro “pata al suelo”, con mi duende: el conocimiento. O con mi ángel de la montaña, es decir, con mi ángel vegetal: Misiá Rosario.