Edición 20Opinión

El alma adolescente de los libros

La literatura y las experiencias vividas por un adolescente, son mundos comparables e igualmente ricos para Alejandra Jaramillo, autora de este texto de opinión. Quien plantea la adolescencia como un estado creativo en donde el alma humana entra en conexión. Encontrar el sentido de la vida y su suerte son respuestas que tanto la literatura como la adolescencia desean buscar en medio de la complejidad de la existencia. Comprender el mundo propio y sus dinámicas es un camino que comparten el arte de escribir, con el proceso natural del crecimiento que Alejandra denomina “la primera gran soledad”. La autora explicará por medio de tres caminos por qué los libros tienen un alma adolescente, dando a conocer la importancia de elaborar textos para adolescentes que no necesitan una guía de supervivencia, si no un diálogo con la literatura que piense las subjetividades de la “primera gran soledad”.

 

Los libros, quizá mejor decir los buenos libros, tienen alma adolescente. Quisiera convencerlos de la afirmación anterior, no solo porque me permite hacer una disquisición, qué haré en este texto, sobre lo que creo que es el sentido de la literatura, sino también porque quiero proponerles que la adolescencia es un estado creativo y es en ese momento de la vida donde el alma humana entra en vibración con la creatividad. Partamos de la idea de que hay un momento en la vida en que los seres humanos entramos en lo que me gusta llamar la primera gran soledad. Y digo la primera porque ese estado se repetirá muchas veces en la vida. Descubrimos que cierto universo grandilocuente de la infancia se va disminuyendo a las proporciones más humanas; los seres que antes considerábamos casi divinos adquieren su verdadera condición humana, falible, contingente y darse cuenta de ello nos impone el descubrimiento más abrumador. Nosotros mismos somos seres falibles, contingentes y debemos descubrir si hay o no un sentido de estar en este planeta. Sumado a todo esto entendemos que nuestro propio lugar en el mundo se desvanece. Sentimos que la cabeza se llena de dudas, el cuerpo de deseos insospechados, el alma de emociones que nos abruman y debemos hacernos muchas preguntas que antes ni existían para establecer quiénes somos, qué camino queremos hacer, cuál es nuestro sentido. En esa primera soledad nos acompaña también una emoción extraña de atemporalidad, porque a la vez que descubrimos el tiempo y nuestra finitud en su curso, nos sentimos absolutos. Ese absoluto del que hablaba el escritor Ernesto Sábato que solo se vive en la juventud, porque la implacable marcha del tiempo nos va haciendo cada vez con más contundencia seres sin un gran futuro. Pero en la juventud, en esa primera gran soledad de la adolescencia somos a la vez segundo y eternidad, partícula y universo. Y claro, todas las dudas, las búsquedas de ese momento en que quedamos encerrados en nuestro ser, con esa única herramienta para solucionar nuestros problemas de identidad y soledad que es nuestra propia conciencia, son resueltas en ese vaivén fantástico de sabernos a la vez contingencia y absoluto.

Se estarán preguntando ya cómo construir un andamiaje conceptual basado en esta definición que hago de la adolescencia si estoy a cada paso presentando contradicciones. Y es que solo ahí creo que pueden habitar la adolescencia y la literatura. Porque las preguntas que se hace el ser adolescente, el ser que quiere entender el mundo desde la duda, son las mismas que la literatura se hace. Porque la literatura es un territorio de la soledad, del encierro del mundo en una narración que busca crear dudas, preguntas, nuevas visiones. Porque la literatura también busca responder la pregunta por el sentido de la vida y por suerte su tarea ha sido siempre mostrarnos los intentos, las luchas y no las respuestas definitivas. De la misma manera que la adolescencia, que hemos vivido cada uno de nosotros es única e irrepetible, así mismo la literatura se hace preguntas que todos hemos hecho, pero que tienen múltiples respuestas, múltiples maneras de ser vividas y narradas. La imagen de esta diversidad podemos verla en los escritos de Jorge Luis Borges cuando nos dijo que el sentido de la vida de los seres humanos depende de unas pocas metáforas repetidas y organizadas de formas infinitas en cada ser, un gran caleidoscopio que se mueve creando figuras innumerables que somos cada uno de nosotros.

Entonces mi afirmación inicial: “los libros tienen alma adolescente” me debe llevar por tres caminos diferentes. El primer camino sería la pregunta por si existe o no la literatura para adolescentes y por qué debe o no existir. El segundo camino es qué hace a un texto literario adolescente y el tercer camino, que es el más importante, cómo la adolescencia le aporta a la lectura y a la escritura, como los adolescentes son seres plenamente permeables a la literatura y merecen ser pensados como sujetos a quienes habla la escritura.

El primer camino: ¿Existe la literatura para adolescentes?

Yo soy partidaria de que sí puede y debe haber una literatura para adolescentes, así como debe haber una literatura para niños y niñas y otra que habla a los adultos. Ya en el siglo pasado decía Aidan Chambers, un editor y escritor de literatura adolescente “nunca he experimentado dificultad alguna ante la idea de una literatura para adolescentes. Por el contrario, en toda mi vida profesional, primero como maestro, luego como editor y autor, dicha literatura no solo me ha parecido necesaria sino posible, y no solo posible, sino que ahí está” (127). Y ahí está porque las personas que escriben han abordado el tema de la adolescencia desde hace mucho tiempo, el crecimiento de los seres humanos, el cambio del ser que se da en ese paso de la infancia a la juventud. Creo que un escritor o escritora tiene un alma y unas compresiones del mundo constituidas a través de su ser niño o niña, adolescente, joven, adulto, y si llega hasta allá, anciano. Esta es una suerte de maleta de visiones del mundo que uno a lo largo de la vida va acumulando. También acumulamos visiones por ser hombres o mujeres, o por haber crecido en cierto paisaje o en cierta cultura. Un escritor o una escritora es un ser diverso con múltiples maneras de ver el mundo y esa riqueza le da la posibilidad de escribir desde lo que es, lo que sueña, lo que imagina, lo que reinventa. No quiero ser esencialista con mi argumento, pero es real, cuando me siento a escribir una novela hay en mí una niña que me observa y me juzga, una adolescente que me hace preguntas y una adulta que se sabe parte de todas esas mujeres. Insisto, también hay en mí seres muy diversos desde los que la literatura que escribo es posible, porque no solo de mí quiero ni puedo escribir.

La niña, la adolescente y la adulta, que todavía no es anciana, esperan de mí literaturas diferentes, esperan que las tenga en cuenta y piense sobre cada una de ellas, que mire con sus ojos el mismo mundo de todos los días, y que sepa rehacer las preguntas diarias teniendo en cuenta lo que cada una de ellas es y necesita para seguir viviendo. Ahora bien, cuando era solo niña, siendo ya un sujeto completo y en estado de absoluto aprendizaje y vitalidad como es un ser humano en toda su existencia, veía el mundo desde ahí, desde ser niña. Cuando pasé por la primera gran soledad, aprendí nuevas cosas de mí misma y del mundo y entonces tuve dos miradas que se acumularon, ya mi niña y mi adolescente podían conversar y entender el mundo de formas diferentes o continuas. Después vinieron las otras soledades, las otras preguntas y respuestas y seguí haciéndome mujer, también madre, también escritora, maestra y así acumulé en mi maleta de vida, muchos seres que pueden en mi escritura contar el mundo.

Cuando escribo para niños y niñas saco de mi maleta a la niña y a todas las demás mujeres que soy y las dejo vivir un rato más de infancia y desde ahí construyo las historias que cuento. Si escribo para adolescentes es porque mi adolescente se ha despertado y quiere contar y luego si escribo para grandes es porque la adulta encuentra temas e historias por contar y conversa con las otras y escribe. Entonces, cuando ya uno es adulto, sabe que todas esas voces existen, son verdaderas, y definitivamente uno como escritor o escritora puede conversar con esas voces. Esta evidencia hace que la discusión sobre si se debe o no hacer literatura para niños y niñas o para adolescentes que se diferencie de “la literatura” me parezca inoficiosa y por momentos aburrida. Sí, claro que hay literatura para niños y niñas y para adolescentes porque encontramos que hay voces que solo están allá, compresiones del mundo que conversan con los niños y las niñas, porque claro que los adolescentes van a encontrar respuestas a su primera soledad en textos que hablen desde esa subjetividad, y los adultos desde la de los adultos. Y es obvio que un adulto que tiene adentro todas los momentos humanos podrá crear literatura tanto para niños y niñas, adolescentes o adultos que hable de todas esas épocas. Puede haber libros que no leeríamos a un niño o una niña por su dureza o porque lo aburrirían, que hable sobre ellos. Creo que lo importante radica en aceptar que en esas etapas de la vida hay una subjetividad que espera encontrar un diálogo con la literatura y no todos los libros podrán servir para cada momento. Y por eso se escriben libros pensando en cada una de esas subjetividades. Los libros que escribimos para niños y niñas pueden hablar de todos los temas y las edades, además no tienen que ser moralistas, ni educar, si son literatura simplemente crearán un diálogo con el mundo desde la visión de los niños y para los niños y las niñas. Entonces yo estoy convencida de que sí hay libros para adolescentes y que debe haber cada vez más libros para adolescentes, con esto propongo que debe haber muchos libros que cuenten la vida desde esa subjetividad y para esa subjetividad que surge en los seres humanos cuando dejamos de ser niños y empezamos el camino a la adultez. Chambers dice que de adolescente, como nos pasó a muchos de nosotros en ese momento, encontraba un placer grande en leer libros que hablaban de seres que estaban en su misma situación, libros que hayan o no sido escritos para adolescentes, pero que conversan con esa subjetividad y nos dan tablas de salvación, comprensiones que nos ayudan a atravesar por la primera gran soledad:

…admiraba especialmente a Huckleberry Finn, de Twain, y había leído una gran cantidad de material que ahora no puedo recordar como lecturas individuales, sino solo como una especia de sedimento emocional: relatos sobre la vida en el mar (estaba desesperado por seguir los pasos mercantiles de mi bisabuelo), la vida en Africa… No creo que ninguno de estos sean libros para adolescentes, desde luego. Pero me gustaron porque hablaban de mí, o eso creía. Y tomo nota de los placeres adicionales que obtenía de la profunda atención que le imponía a los libros que en ese entonces se conectaban directamente con mi estado y circunstancias (130).

El segundo camino: ¿Qué hace a un libro adolescente?

Libros que hablen de adolescentes hay muchos, ya lo hemos dicho, y que hablen desde la subjetividad de la adolescencia también. Existen y son importantes los muchos libros que le sirvan a un adolescente para comprender su soledad y sus preguntas, no como libros de autoayuda que dan consejos y visiones parcializadas y maniqueas del mundo sino universos literarios donde la vida se expresa en sus contradicciones y nombran el estado en que vive ese ser. Ahora lo que quiero es proponerles una suerte de teoría literaria que une a la creación con la adolescencia. Siguiendo con mi argumento de que cada escritor o escritora lleva su maleta de épocas vitales, creo que cuando nos disponemos a contar una historia el ser que primero sale a escena para provocar las dudas, las preguntas esenciales que le hacemos a la historia que vamos a narrar es nuestro adolescente. Escribir requiere de un estado de aislamiento, de un descreimiento del mundo y de una actitud de descubrir en lo que se narra algo siempre nuevo que la subjetividad adolescente produce.

La creación, en su estado más puro, sucede a través de instantes de verdad: observamos el mundo y los seres que en él habitan, incluidos nosotros mismos, y llegamos a un momento en que descubrimos la pregunta que debemos hacer. Vislumbramos algo de nuestra ápoca, del pensamiento, de las emociones, de la vida de las personas, vemos esa pregunta y escribimos, no para responder la pregunta, sino para ver en ella las contradicciones, ver lo que se esconde en el universo que nos rodea y que la creación es capaz de mostrar. Sin el adolescente que fuimos sería difícil emprender esta tarea: sin volver a sentirnos solos y perdidos en el mundo un libro no lograría crecer con la fuerza necesaria. Sin la ambivalencia entre ser segundo y eternidad o partícula y universo, un libro no existe. Yo escribo con mi niña y mis mujeres adultas, pero mi adolescente no pude faltar, ella es el motor de la duda, es el motor del deseo y del miedo que me permiten crear.

He escrito varios textos sobre adolescentes y para adolescentes y es una experiencia magnífica. La verdad es que se volvió más sorprendente cuando fui capaz de hacerlo a conciencia, es decir, cuando dije voy a escribir un libro para adolescentes y sucedió. Quería contar la historia de Martina, una chica de once años que vive un extrañamiento con su vida cuando su madre la envía a pasar vacaciones a Nueva York con el padre con quien no había estado por cinco años. Imagínense qué semilla de historia tan fructífera, cuántas soledades tenía que acumular mi Martina. Y ahí llegó el momento de saber qué era eso de escribir un libro para adolescentes. Me senté frente al computador y no pasaba nada, no sabía cómo contar. Mi adulta que escribe se fue quedando callada hasta que la adolescente tomó la pluma, mejor dicho usó mis manos y empezamos a escribir. No paré de llorar mientras escribía ese libro, pues, aunque no es la historia de mi vida sí es la historia de la primera soledad de una niña que puedo ser yo. Mi adolescente me mostró una forma de ver la vida que yo ya no tenía tan presente y aprendí de ella muchas cosas. Y le agradezco porque ahora que tengo un hijo y una hija en la adolescencia, la escritura de esa novela me dejó palpar mis propios miedos y soledades de la adolescencia y ahora me siento más capaz de acompañar a Matías y Libertad, mis hijos, en ese camino.

Y en ese momento entendí también que esa adolescente que se apoderó de mis manos y mi mente para escribir esa novela había estado siempre en todo lo que yo escribía. Porque sin esa chica yo no soy nadie, ella es las preguntas, ella es la que se burla de mi cada que me pongo sentimental o solemne, la que me cuestiona cuando doy sentencias o creo que he encontrado verdades equivocadas. Ella es la que le da a mi escritura la volatilidad y la sorpresa y la que estalla lo que hago para que nunca me vuelva un ser que cree que ya es una adulta imperturbable. No, ella me dice que la vida, y la escritura sucede en lo que cambia, en lo que crece y que nunca piense que llegué a ningún lugar: siempre estamos viajando querida Alejandra, me dice mi chica y yo sigo escribiendo convencida de que ella es la que manda.

El tercer camino: Los adolescentes merecen una literatura que hable desde y para ellos.

No es fácil para un adulto tratar de regresar a su adolescencia. Escribir desde esa subjetividad, y lo digo por experiencia propia es difícil. Igual que es doloroso y a veces inalcanzable escribir desde la subjetivad de la infancia. Por momentos me parece que a los que escribimos nos gusta más, ¿o nos tranquiliza más?, escribir sobre nuestro presente o sobre tiempos históricos lejanos o mundo fantásticos y no regresar a nuestra infancia y adolescencia. Porque el camino de regreso a la infancia puede ser devastador. No porque la infancia haya sido siempre triste o dolorosa, no, más bien porque allá guardamos claves de lo que somos que por momentos preferimos olvidar. Yo creo que quien escribe literatura y hace ese viaje de regreso gana en creatividad. Aunque ese viaje no es nunca un regreso porque el verdadero viaje al pasado de nuestras épocas vitales sucede cuando descubrimos que la niña y la adolescente y la joven y las muchas mujeres coexisten, que ese retorno es como prender una radio e ir subiendo el volumen hasta diferenciar en una sinfonía cada uno de los instrumentos. Sí, en ese viaje descubrimos que somos todas ellas y que así somos capaces de conversar literariamente con cada una de esas subjetividades y entonces, como por arte de magia, uno empieza a escribir libros a todas ellas.

 

Y como a mí, esa primera soledad me resulta tan intrigante y poderosa para aprender de la vida, creo que los adolescentes merecen que escribamos para ellos y desde ellos, que nos tomemos el tiempo de hacer más y más preguntas a la vida desde esa subjetividad. Estoy convencida de que allá en ese cuarto en que nuestros chicos y chicas se encierran, entre dudas y miedos, como nos hemos encerrados nosotros mismos, hay una fuente de historias por contar. Un sinnúmero de seres que han descubierto el sentido, por más agónico que sea, de la vida. Con ellos y ellas y para ellos y ellas debemos seguir escribiendo. Chambers cuenta que como editor recibía miles de cartas de adolescentes que leían la colección Topliners que él dirigía, y que lo que unía a esas cartas era una necesidad de los lectores y lectoras de que los llevaran más lejos. “La idea de que las personas quieren más de lo mismo todo el tiempo en realidad no es cierta, creo. Al menos, no en este contexto. Lo que están pidiendo, he aprendido, no es solo una repetición del mismo placer sino una profundización y expansión del mismo” (133).

Esa es pues nuestra tarea como escritores, aumentar y profundizar en las preguntas de nuestros adolescentes, sus coordenadas vitales, las condiciones materiales y sociales de nuestra cultura y crear historias que se conecten con la subjetividad de las chicas y chicos de nuestra época y los lleve, como seguro esperan, a formularse cada vez más preguntas sobre la vida y el mundo en que habitan. Creo que lo más importante que quiero que quede de mi argumentación en este texto es que estoy convencida de que debemos ver a los adolescentes como seres en plena vitalidad y creatividad que pueden ser lectores voraces de la literatura. Verlos también como destinatarios de nuestra escritura porque son seres que le aportan críticamente a nuestra cultura.

 

Alejandra Jaramillo Morales

Escritora y profesora de la Universidad Nacional de Colombia.

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