Inequidad, injusticia, violencia, corrupción, mentiras, deshonestidad, mediocridad, irresponsabilidad, son realidades que afrontamos cotidianamente en nuestro país, cuestionándonos: ¿y los valores, dónde están? La respuesta es siempre la misma: en crisis, perdidos, trastocados o necesitados de resignificación.
Muchas de las instituciones y sus líderes que habían gozado de credibilidad y prestigio, para no decir de autoridad moral, hoy producen decepción y desencanto. Sus más preciados principios y valores se han dejado de lado en las personas que dirigen las instituciones. La corrupción, por ejemplo, ha permeado todas sus estructuras y las ha debilitado. El dinero fácil que seduce al instalado comodón que tiene por lema la ley del menor esfuerzo, corroe los cimientos más firmes. De manera que eso que estamos viviendo no es gratuito. Es consecuencia, en buena medida, un cambio de época que trajo consigo el relativismo y la incredulidad frente a todos los discursos omnicomprensivos, dado que muchos de ellos desilusionaron y solo produjeron frustración. La modernidad exacerbó la razón y la posmodernidad lo está haciendo en la apoteosis de lo estético de la vida.
Por eso, las miradas esperanzadas se vuelcan sobre la educación, como si esta pudiese salvarnos del irreversible caos. Es sobre los colegios en particular, más que en la universidad, en quienes suele encomendarse esta tarea, olvidando que hay una responsabilidad compartida de manera tripartita entre la familia, la escuela y la sociedad misma.
Hay una responsabilidad compartida de manera tripartita entre la familia, la escuela y la sociedad misma.
Educar, lo sabemos, no es tarea solo de profesionales de la educación. Educa la familia, educan ciertamente los colegios y la universidad, educa la sociedad toda. Cada uno tiene su particular responsabilidad, más no hay que olvidar que la primera y principal educadora es la familia. Son los padres y las madres de familia quienes tienen la obligación de garantizar pautas de crianza en los primeros años de existencia de sus hijos y ofrecerles una propuesta de vida coherente y llena de sentido. Sin embargo, esto se queda en la utopía y el deber ser, porque muchos padres de familia no saben cómo educar a sus hijos, delegan en terceros estas tareas, o sencillamente están ausentes del hogar, ya por el trabajo, ya por la separación de pareja, dejando a niños y jóvenes a la deriva, a merced de un contexto que educa a su modo, pues tiene sus pautas y propios paradigmas.
De ahí que una educación centrada en valores sea apetecida por algunos padres de familia que saben que este es un “plus” que no tienen todos los colegios y que no se consigue con una excelente academia de buen bilingüismo y que esté al día en los últimos gritos de las nuevas tecnologías. Asuntos tan importantes como estos dos se consiguen fácilmente en el enorme abanico de ofertas educativas, pero una sólida formación en valores no. Aquellos atienden las urgencias y la inmediatez que agobian a una sociedad que exige estar en actitud competitiva y consumista, en tanto que buscar una educación integral y para la vida, solo pocos la trabajan a fondo pues resulta demasiado exigente y nada cortoplacista.
Me consta que muchos colegios, año tras año, período académico tras período académico, han asumido la tarea nada fácil de educar en valores trabajando por activa y por pasiva en este asunto. En ese afán se corre muchas veces a buscar programas, cartillas, colecciones, series, autores famosos, conferencistas especializados, como si estos tuviesen la respuesta acertada. Creo que mucho ayudan a nutrir el propósito pero no bastan, pues la educación en valores no se agota en las cátedras de ética y valores, educación religiosa, humanidades y ciencias sociales, como tampoco en la promoción mensual de unos valores que se proponen a través de actos cívicos, carteleras que los exaltan y cantaletas adultas cargadas de moralina, para que se vivan…
La verdadera educación en valores reposa ni más ni menos que en el testimonio de vida que los adultos podamos ofrecer a las jóvenes generaciones. Que nunca olvidemos que “perse” somos referentes para ellos: diariamente nos observan al detalle y miden la distancia que hay entre nuestros discursos y nuestra manera de obrar. Es verdad que nuestras peroratas los conmueven, pero más cierto aún es que se rinden ante el testimonio y el ejemplo.
En estos días leía la historia del león que aconsejaba a su joven hijo: “mira por dónde caminas y qué pasos das” y el león hijo le respondió: “mira papá, más bien, qué pasos das y por dónde pisas porque soy yo el que te sigo”. Así las cosas, es por “ósmosis” como se aprenden, internalizan y apropian los valores: viéndonos coherentes y consistentes, dando ejemplo con el testimonio de vida, esto es, encarnándolos.
Kant afirmaba que “ solo por la educación la persona puede llegar a serlo, es lo que la educación le hace ser”, es decir, le da a este trabajo, ni más ni menos, la noble pero nada fácil responsabilidad de formar personas. Por eso, quienes educamos llevamos sobre nuestros hombros tamaña tarea y no podemos buscar excusas para eludirla siendo tímidos y temerosos, restringidos, por no decir encarcelados, en el transmitir meras informaciones académicas.
Nuestro empeño consiste en formar la persona toda, íntegra e integral, esto es, en todas sus dimensiones: ética, espiritual, afectiva, cognitiva, corporal, estética, comunicativa y sociopolítica. Nótese que la cognitiva es una de las ocho mencionadas. Es muy importante, pero no es la única. Y hago esta afirmación con plena conciencia porque, ¿de qué sirve educar para obtener buenos resultados en una prueba de Estado, si quien se ha educado posee carencias o vacíos grandes en los otros aspectos de su vida?
Todas las dimensiones de la formación integral hay que trabajarlas de manera armoniosa y procesualmente durante el acto educativo. La persona, finalmente, es como ha sido educada y lo que observamos en nuestra sociedad es que las hay muy competentes académicamente, cargadas de títulos, “profesionales exitosos en sociedades fracasadas”, como diría Kolvenbach, anterior superior general de los jesuitas. ¿Dónde está presente en ellos su formación ética, espiritual, afectiva, comunicativa, sociopolítica…? Han sido “educados” no para ver en los otros seres humanos sino potenciales competidores y enemigos, objetos manipulables de intereses mezquinos que sirven en la medida que les ayudan para su confort y su placer egoísta.
Adela Cortina, maestra en estos temas, habla de acabar con la esquizofrenia moral entre los dichos y los hechos. Los dichos nos hablan de la importancia de la educación en valores, pero los hechos nos muestran que se ama al amigo y se rechaza al que no lo es, potencial enemigo a quien hay que someter e incluso desaparecer. Ese es el paradigma actual de muchos.
“Los niños aprenden lo que viven”, leíamos en un cartel y sucede así por su tendencia natural a imitar lo que hacemos los adultos. Algo similar ocurre en los adolescentes con sus pares, quienes ejercen un influjo más fuerte que el de sus mismos padres. En ambos casos es la imitación lo que cuenta de manera decisiva. Ahora bien, si nos quedásemos allí desembocaríamos en una encrucijada porque todo dependerá del entorno: si es bueno, serán personas buenas, si es malo, estaremos condenados al colapso social.
Nuestro empeño consiste en formar la persona toda, íntegra e integral, esto es, en todas sus dimensiones: ética, espiritual, afectiva, cognitiva, corporal, estética, comunicativa y sociopolítica”.
Por eso hablamos de la necesidad de una formación integral de la persona en la educación, porque las dimensiones, implicadas unas con otras de modo complementario, ayudan en ese propósito de educar en valores. Lo racional no basta, ya lo decíamos, pero tampoco cualquiera de las otras dimensiones tratada de modo aislado. Si como dijimos en el párrafo anterior el asunto fuera de afectos, empatías e imitaciones, nos quedaríamos cortos. No se pueden minimizar situaciones que merecen reflexión: el acoso o bullying de un compañero, mentir para ocultar una falla, seguir equivocadamente un falso líder que invita a actuar mal, juntarse solo con los exitosos y rechazar a los que no lo son… allí es cuando el desarrollo moral aparece en escena para procesualmente ir construyendo esa persona, no indoctrinando, ni apelando a argumentos de autoridad, sino confrontando esas situaciones, argumentando a favor o en contra, planteando dilemas morales, poniendo a pensar críticamente y construyendo escalas de valores jerarquizadas.
Se educa, pues, de manera sistemática y juiciosa, sin endosos mutuos, en un trabajo mancomunado de la familia, la escuela y la sociedad, para asumir existencialmente principios y valores y no solo para predicarlos o manejarlos conceptualmente. Se trata de que esos valores se internalicen, asuman y vivan consecuentemente, esto es, coherentemente, por las personas que educamos. Y que no se olvide que estamos hablando no de valores económicos que suben y bajan en las bolsas de las grandes ciudades, sino de valores que conservan esencialmente lo que son, porque son valores para la vida, para la convivencia humana y para la felicidad de las personas y de la sociedad toda. Esa es, ni más ni menos, nuestra responsabilidad.