El sistema escolar propio del paradigma de la sociedad industrial y postindustrial ha educado durante décadas para un mundo que parecía una realidad básicamente cierta. Quizás esta visión de estabilidad no era tan real y ahora la estemos idealizando ante el vértigo que nos producen la velocidad y la complejidad de los continuos y profundos cambios a los que estamos sometidos en este nuevo modelo de Sociedad del Conocimiento y de Internet. Hemos vis-to cómo nuestros hábitos para obtener información, nuestra manera de entretenernos, nuestra forma de comunicarnos, nuestros modos de consumir y de comprar, y, en definitiva, nuestras maneras de ser, de estar, de pensar y de relacionarnos han cambiado en un giro copernicano que, cuanto menos, tenemos que calificar de revolucionario. No se ha tratado de modificaciones de progreso, las habituales entre generaciones: hemos asistido y estamos inmersos en cambios de una entidad tal que no podemos por menos que pensar en una nueva economía, en una nueva política, en una nueva sociedad y en una nueva cultura. Y, por supuesto, en una nueva educación. El paradigma al que nuestros sistemas educativos han respondido puntual y obedientemente, sencillamente ya no existe por lo que la reflexión sobre qué educación queremos y qué educación nos pide la nueva sociedad digital es inaplazable. Si seguimos ofertan-do la misma educación, no estaremos sentando las bases de ciudadanos felices consigo mismos, realiza-dos a nivel personal, integrados satisfactoriamente en la sociedad y en el mundo laboral del siglo XXI. Estaremos poniendo fuera de las aulas a personas no capacitadas para vivir y disfrutar de sus tiempos.
La escuela no es una institución de grandes revoluciones ni de incendios; la escuela necesita tiempo y calma. La escuela no funciona bien por imperativos externos, por amenazas ni por visiones apocalípticas; la escuela necesita argumentos, convencerse y ser persuadida porque su paradigma, en términos generales, y para bien o para mal, ha seguido funcionando durante décadas y porque ha tenido los suficientes mecanismos de evolución que la han permitido ir adaptándose a las transformaciones sociales. No es cierto que la escuela no haya cambiado nada; Fernando Trujillo nos lo recuerda en su blog: “En educación no hay expresión más absurda que aquella que afirma que en la escuela enseña un profesorado del siglo XX a un alumnado del siglo XXI con metodologías del siglo XIX. Solo quien no conozca la escuela o no quiera ver en ella una evolución puede mantener que la escuela no ha cambiado para asumir los nuevos retos que la sociedad le encomienda. Es más, hoy nos encontramos en un momento claro de ebullición y de aparición de pedagogías emergentes visibles en muchos centros educativos” (1). Pero tan cierto es que la escuela de 2018 no es la escuela de nuestros padres (ni siquiera de nuestros hermanos mayores) como que la dimensión y la velocidad del cambio requerido por la Sociedad del Conocimiento y de Internet son inauditos porque nunca antes se demandaron en la medida en que ahora lo hacen: son necesarios hasta rozar la urgencia e ineludibles hasta rozar la responsabilidad histórica de dotar a la escuela de un sentido.
La envergadura del cambio que necesita hoy el sistema escolar no es la propia de la evolución que la escuela ha requerido a lo largo de los siglos XIX y XX, tiempos en los que se conformó el paradigma escolar industrial que hoy resulta insuficiente a todas luces; la dimensión de la transformación que hay que provocar es desconocida porque en la anterior Revolución (la industrial) está precisamente el origen de la escuela que ha pervivido -con incesantes modificaciones, adaptaciones, revisiones y mejoras- hasta hoy donde nos enfrentamos a una nueva revolución que reclama la definición de su propio paradigma educativo. Y esta sustitución de modelo es un proceso de calado: buscamos instituciones donde el conocimiento se construya, donde la autoridad y el poder no estén en el saber como un producto cerrado y canónico; donde se aprenda en colaboración y se trabaje en equipo; donde no imperen los contenidos, donde reinen las competencias y las habilidades; donde se promuevan pedagogías activas que demanden el protagonismo discente; donde se potencien la creatividad y el pensamiento crítico; donde se escuche menos y se hable y se comunique mucho más; donde los espacios estén más abiertos, los horarios se relajen y las disciplinas se hablen entre ellas; donde se aprenda por deseo y por pasión y no por imperativo u obligación; donde, en definitiva, aprender sea una tarea por siempre inacabada. El reto es no eludir la responsabilidad de hacer de la escuela una institución coetánea con sus tiempos, una institución irremplazable, una institución dotada de un destino social, una institución comprometida con el progreso y la igualdad de oportunidades. El reto es aceptar que la dimensión del cambio, esta vez, es realmente histórica por su profundidad y por su complejidad. Porque una de las características del cambio de paradigma, es definir una educación para un mundo incierto y en constante transformación. RM