En las batallas por controlar el futuro de la educación, los docentes serán todavía los agentes decisivos. Pero alrededor suyo todo está cambiando.
Este texto es una adaptación de parte del libro “¿Quién controla el futuro de la educación?” (Editorial Siglo XXI).
El mundo que habitan solo parece reconocible por los materiales físicos con los cuales están hechas las escuelas. Todo lo que ocurre en la mente y en la vida de sus alumnos está siendo alterado por fuerzas culturales cambiantes y desconocidas. ¿Qué respuestas hay que construir? La pregunta para los actores del sistema, los educadores de hoy y de mañana y sus instituciones formadoras puede traducirse así: ¿qué fuerzas deberán desarrollar los educadores para no quedar atrás, a la defensiva, en la retaguardia de las transformaciones que los rodean? ¿Qué fuerzas pueden ser capaces de desarrollar para redefinir la educación desde adentro del sistema?
Aquí se proponen seis grandes fuerzas de la docencia para potenciar la educación en un mundo cambiante. Este mapa construye un perfil de la docencia del siglo XXI que retoma trabajos previos (Perrenoud, 2011; Darling-Hammond et al, 2007). Cada fuerza se presenta en una breve narrativa para ser discutida en los territorios pedagógicos (instituciones formadoras, salas de profesores, jornadas de trabajo, encuentros, foros y trabajos de equipos de educadores), donde se definirán las ideas de la educación del futuro. Para guiar el camino comenzaré cada esfera con una pregunta crucial dirigida a la docencia que abre la necesidad de cada una de estas cinco fuerzas.
“Los docentes son los actores de la alteración de los espejos, única forma de dar vida al conocimiento como algo que se disputa, se apropia, se interioriza”.
La fuerza de la apertura
¿Cómo enfrentar los obstáculos? En un tiempo de transformaciones no se puede andar con armaduras que se defienden de todo y hacen tan pesado el cuerpo que no puede ni moverse ni pensar. Hay que desarrollar una epistemología de la apertura. Los educadores necesitan hoy más que nunca constituirse como sujetos de la posibilidad. Hay que hacerse preguntas, iniciar conversaciones, alterar el orden de lo dado en la disposición del pensamiento pedagógico. La repetición, la réplica de los espejos del currículum en las aulas, de la clase expositiva a la mente de los alumnos y de ellos al examen es un juego circular vencido sobre su propio peso histórico. Los docentes son los actores de la alteración de los espejos, única forma de dar vida al conocimiento como algo que se disputa, se apropia, se interioriza.
Esto requiere construir la mirada del poder en el individuo y el colectivo. La fuerza de la apertura es la disposición a la reflexión sobre las prácticas, a no dejarlas quietas, a pensar si no hay otro camino cuando uno está encajado y los estudiantes ya no lo miran. Es una fuerza difícil y elusiva si no está acompañada por el contexto institucional. Por eso es tan importante la posición de los equipos directivos en la retroalimentación de esta primera fuerza que tiene más carácter colectivo que las demás.
La fuerza del saber disciplinar
¿De dónde salen las capacidades de enseñar? Antes que nada provienen del propio conocimiento y de la relación con el conocimiento que tiene el educador o la educadora. Para viajar a nuevas rutas pedagógicas siempre será mucho más potente aquel que posea conocimientos disciplinares en aquello que va a enseñar. Detrás del saber disciplinar se reúne el trabajo del estudio y la reflexión; una serie de travesías y lecturas que permiten contagiar los deseos y los secretos del conocimiento. Es muy difícil enseñar algo que no prende en uno mismo y no tiene raíces asentadas.
En el nivel secundario, especialmente, la especialidad de las áreas o disciplinas de enseñanza requiere el dominio de un umbral de conocimiento que permita al docente no depender excesivamente del programa curricular como regulador único. Los profesores que atraviesan un umbral de conocimiento disciplinar amplio pueden tomar decisiones fundamentadas de priorización de contenidos, secuencias y caminos de aproximación al aprendizaje (Gardner 2002).
La fuerza de las destrezas pedagógicas
¿Qué tiene un educador que no tiene un experto? Lo específico del educador es la posición frente a la transmisión: es un sujeto que arma lazos entre los estudiantes y el aprendizaje. No basta con saberlo todo, si eso fuese posible. Hay que desear la transmisión, hay que ver y comprender cómo pasa de un lado a otro el conocimiento, entre libros, plataformas, aulas y sujetos. Por eso el educador necesita desarrollar sus destrezas pedagógicas: sus habilidades para organizar, animar y crear situaciones de aprendizaje para gestionar caminos y trayectos de aprendizaje.
Las destrezas pedagógicas se sintetizan en la capacidad de crear situaciones de indagación; actuar sobre la realidad de sus estudiantes; usar el poder del aprendizaje colaborativo; y personalizar el aprendizaje. Hay que lograr la siempre difícil combinación de sostener la didáctica en dos manos que hacen equilibrio: aquella que enciende el interés y busca el deseo de aprender y aquella que genera continuidad, consistencia en el esfuerzo del camino más largo del aprendizaje. Estos principios tienen todavía un largo camino por recorrer en los sistemas educativos actuales.
La fuerza del espíritu científico
¿Qué hace el educador frente a lo desconocido? Para enfrentar lo desconocido hay que usar el método científico: el docente es un investigador inmerso en la realidad. Esto lo posiciona como un agente específico: no es un científico porque no tiene el trabajo metódico de laboratorio y no es un artista porque se debe a las reglas del espíritu científico. Es un bilingüe que conoce los rudimentos del científico y el artesano.
El educador es un profesional que construye un oficio en la práctica. La posición científica es la que le obliga a hacerse preguntas sobre la práctica: hay que sistematizar conocimiento, hacer hipótesis y contrastarlas, leer la producción académica para referir las prácticas, no seguir modas, estilos infundados o la pura intuición. Comprender las teorías del aprendizaje se constituye en un paso fundamental en esta posición más amplia de la docencia como profesión calificada (Hattie y Yates, 2018). Desarrollar este poder del espíritu científico es quizás uno de los grandes desafíos en la formación, porque requiere instituciones que hablen un lenguaje centrado en las prácticas científicas de indagación y aproximación a la práctica profesional.
La fuerza de la empatía y la justicia social
¿Cómo mira el educador a sus estudiantes? En esta pregunta se encierra, quizás, otra más fundamental: ¿por qué alguien quiere ser educador o educadora? En las respuestas a estas preguntas se pone en juego la fuerza de las creencias de justicia que todo educador debe recorrer de una u otra forma. Es el conjunto de respuestas a la pregunta “¿qué merecen los alumnos?”, indisociable con el sentido que define el trabajo de un educador como agente social.
En tiempos en que la justicia depende cada vez más de variables circunstanciales dentro de una sociedad extremadamente fragmentada, tener mayores dosis de compromiso social se convierte en un capital simbólico indisociable de lo que un educador es. Hay que mirar la historia de cada alumno como la revelación del sentido de la enseñanza. No es un docente compasivo, es un docente comprometido con las realidades, que parte de la posición fundacional del educador, del “mantra” que quizás deba convertirse en un inicio de una deontología pedagógica: la convicción profunda de que todos pueden aprender. Como decía Juan Carlos Tedesco (2012), la docencia hoy requiere algo más que cumplir con las normas vigentes, requiere una disposición, una inclinación hacia la justicia social.
La fuerza de la curaduría
Hay una sexta fuerza por desarrollar: la fuerza de la curaduría. Parte de la siguiente pregunta: ¿cómo mediar en el mundo de los excesos simbólicos? Vivimos el tiempo de plataformas, algoritmos, consumos multiplicados de pantallas y producción desbordante de contenidos que alteran la realidad y ofrecen un mar infinito de sentidos para perderse. El educador se convierte en este contexto en algo muy distinto a su figura en el pasado. Ya no puede ser solamente un aplicador de contenidos obligatorios, un reproductor de la cultura “sagrada” vigente. El educador o la educadora debe ser cada vez más un curador, un mediador de la cultura.
La función de mediador es doble. Por un lado, el educador debe crear una membrana de protección del exceso cognitivo que atraviesa la vida de buena parte de los estudiantes. Debe aprender a descifrar el mundo en el cual viven para ayudarlos. Esta tarea no acaba nunca, pero tampoco hay que sobredimensionarla. No se trata de convertirse en un experto en todo, en los eventos del mundo, en los algoritmos digitales, en los videojuegos que toman el tiempo de sus alumnos. No hay que exigir lo que por definición es desbordante. Pero sí es necesario construir un saber de frontera, un diálogo con la cultura. El docente debe formarse para prevenir los peligros más corrientes y abundantes que atraviesan la vida de sus estudantes. Entre ellos las cuestiones sociales, claro está: debe tener algún tipo de respuesta para las demandas fundamentales de las vidas frágiles y perturbadas por la vulneración de derechos y la falta de amparo. Y también debe afrontar la tarea de dar respuestas a la creciente vida digital que invade las formas de creación de las verdades, las creencias y las identidades.
La segunda función de mediador es la tarea de la curaduría educativa. En un mundo donde la riqueza simbólica está ampliamente disponible en Internet, el educador o la educadora tiene un potencial despliegue nunca antes visto en sus manos. Esta tarea redefine cada vez más su rol y su identidad.
Ser un profesor curador implica mirar lo que pasa “allá afuera” con el conocimiento que se debe enseñar. Implica explorar plataformas, recursos digitales, el increíble universo de los materiales maravillosos que continúan en nuevos formatos multimediales a los libros que todo buen profesor lee para recomendar a sus estudiantes. Este trabajo cobrará una fuerza nunca antes vista: saber qué hay allá afuera pasará a ser parte de una de las mayores redefiniciones de lo que entendemos por derecho a la educación. Ya no bastará con enseñar lo dado, habrá que abrir puertas a lo que se puede leer, hacer, aprender y participar en el mundo de aquello que a cada uno le toca enseñar. Será una tarea fascinante: la creación de actores del conocimiento, de ramificadores de lo que han comenzado a aprender, ya no de recitadores de un único orden sagrado.
La metáfora de crear raíces y no ramas vencidas de conocimiento debe ser revivida en este sentido: el docente más poderoso será aquel que enseñe a seguir leyendo, no a “aprobar” a costa de haber leído solo para el examen. Aprobar, cerrar ciclos, unidades y contenidos será parte de este camino, claro está. Pero hacer el trabajo de ramificación, expansión y apropiación del aprendizaje implica viajes pedagógicos muy distintos a los tradicionales. Serán los viajes que llevan al estudio de verdad, a la concentración en aquello que afecta profundamente la vida de los estudiantes. La “curaduría” no vendrá solo del arte infatigable del afecto y la contención humana que los docentes prestan a los alumnos en sus heridas de la vida. Vendrá también de haberles enseñado a decodificar sentidos para crear los propios.
Las políticas para potenciar la docencia
Estos viajes pedagógicos suponen riesgos, paradojas, dilemas y sorpresas. Crear estos caminos requerirá redefinir la formación y el trabajo de los docentes. Esto será quizás lo más desafiante que pueda hacerse en los próximos diez o quince años. No vendrá de “arriba hacia abajo” porque no podrá hacerse sin pasar por el convencimiento y la voluntad de los propios educadores, pero requerirá del acompañamiento de las políticas para la docencia.
Las fuerzas de los educadores y las educadoras no pueden derivar en un falso relato épico. No pueden ellos y ellas salvar el mundo. Es demasiada la carga. La sociología nos ha demostrado de mil formas que es el orden social y la estructura económica lo que más impacto tiene en el aprendizaje de los alumnos (Baudelot y Leclercq, 2008). No pueden las escuelas moldear las estructuras culturales, sociales y económicas. La educación cumple una tarea fundamental, claro está, pero no aislada de otras variables macrosociales. Los educadores y educadoras no pueden vestirse de superhéroes: su trabajo es incomprensible por fuera de las condiciones en las cuales se ejerce.
Por eso es inevitable resaltar la importancia de las políticas para potenciar la docencia. En los años recientes, distintos estudios han situado la atención sobre el círculo integral de las políticas para la docencia (Rivas 2015, Vaillant, 2009, UNESCO, 2012). Es clave construir un camino paralelo de mejora de la formación, el reclutamiento, la carrera, el salario y las condiciones de trabajo de los profesores y profesoras. Esto incluye también la creación de nuevos cargos especializados en la carrera docente (sin que impliquen dejar el aula): coordinadores de capacitación, de áreas disciplinares y referentes curriculares locales para realizar las tareas de curaduría y creación de conocimiento didáctico curricular dentro del sistema. La función directiva también es clave en este proceso, con una formación especializada y una carrera jerarquizada para ejercer cargos de mayor responsabilidad a medida que el sistema asume nuevas atribuciones.
Es en la combinación de los agentes del sistema y las políticas para potenciarlos que se podrá conciliar la revisión de la tarea docente en un mundo cambiante. Las discusiones sobre los sentidos de lo que vale la pena aprender hoy traen consigo un desafiante debate sobre la formación docente y su identidad profesional. El camino no es nuevo: comienza con las experiencias de incontables docentes que tienen el conocimiento de la práctica y el compromiso de mirar a los ojos a sus estudiantes cada día. RM