Si me acuerdo de los autores que leí y disfruté a esa edad, creo que ellos solos, por sí mismos, se hubiesen encargado de que yo finalmente me convirtiera en un niño lector, a despecho de esa “otra” magia que despliega Internet.
Aquí debo resaltar que mi llegada a los libros no nació precisamente de una invitación a la lectura proveniente del colegio. Solo en kínder hubo una maestra que en alguna ocasión nos leyó poesía infantil. De resto, ni en la primaria y tampoco en el bachillerato hubo una lectura en voz alta, una lectura viva, compartida, aparte del tedioso estudio de la gramática, las escuelas literarias, nombres de autores, su respectivo país de nacimiento, fechas y más fechas, títulos y más títulos de obras que nunca se leyeron, y que si se leyeron fueron tan mal elegidas, tan nunca a propósito, que resultó peor que no leerlas, y estoy seguro que muchos de mis condiscípulos, muy bien ayudados por ellas, terminaron aborreciendo la lectura.
Mi interés por la lectura provino más bien del azar: la presencia, en casa, de ese sitio que entonces se llamaba biblioteca, hoy tan raro de encontrar en los hogares del país. Se encuentra hoy, por lo general, el cuarto de la televisión –si acaso cada uno de los miembros del hogar no cuenta ya con su propia pantalla frente a la cama-, la sala con su equipo de sonido, la ciditeca, la videoteca, y el altar de Internet. Todo, menos ese sencillo rincón llamado biblioteca, y que muy bien podría conformarse solamente de unos cuantos buenos libros alrededor de una silla para leer.
Aparte del azar de esta biblioteca, por supuesto, tuvo que darse el decisivo azar de buenos autores, o las buenas novelas que luego de un tiempo, más breve que largo, se encargaron de despertar ya no el interés sino el amor por la lectura. Julio Verne, el primero; Daniel Defoe, Emilio Salgari, Jack London, Edgar Allan Poe, Conan Doyle, una enciclopedia de las fábulas del mundo, y más tarde autores de otra envergadura, como Balzac, Flaubert, los autores rusos decimonónicos, y los clásicos; finalmente, como es natural, Homero, los trágicos griegos, Shakespeare, Cervantes y demás. Repaso estas propias y primeras experiencias porque son ellas el sustento único que yo tengo para reafirmar mis posteriores conclusiones.
Pero todavía debería ir más atrás: antes de acceder por azar a estas lecturas, debo reconocer que entre los siete y ocho años era yo un devorador de cómics: ningún niño se resiste a una historia ilustrada. De manera que antes de leer a Julio Verne, antes del encuentro con el mundo fabuloso de la biblioteca, leía los cómics de Tarzán, Mandrake el Mago, Batman, El Fantasma, La pequeña Lulú, Superman, y el Pato Donald. Un paréntesis para señalar que la lectura de este último fue de las más especiales: las aventuras del Pato Donald y sus tres sobrinos, Hugo, Paco y Luis, sus viajes por África y Alaska, sus enredos de barrio y de familia, son inolvidables para mí.
De manera que creo en la lectura de los cómics como el primer peldaño para la formación del lector.
Ya en 1978, en la facultad de Comunicación Social, lo primero que se nos hizo leer a los novicios o primíparos fue justamente la obra de Armand Mattelart: Para leer al pato Donald. La conclusión de Mattelart, que Donald es la representación auténtica del imperialismo yanqui, debió hacernos sonrojar a más de uno (si hubiéramos tenido que reconocer en público que a los siete años habíamos sido sus lectores más devotos). Hoy esa tesis de Mattelart me tiene sin cuidado, y no creo que mi ideología se haya empapado de imperialismo por la lectura del Pato Donald.
También ese mismo año, hace más de treinta años, ya se hablaba del supuesto fin del libro, que no demoraría en ser remplazado por los medios audiovisuales, además del cine y la televisión. Nuestro profesor de Expresión oral y escrita era el doctor Manuel Cabrera –que en paz descanse-, nos tranquilizó de muy sabia manera contándonos que en la Universidad Complutense de Madrid, veinte años antes, cuando él se encontraba adelantando allí su doctorado, también se había proclamado el fin del libro. “Y aquí estamos, como pueden ver”, nos dijo, “leyendo, y hablando acerca de libros”.
De las tantas cosas que nos enseñó el doctor Manuel Cabrera, me cautivó una en especial: nos decía que era el habla del mercado, su lenguaje, lo que dictaminaba el contenido de los diccionarios. Que en el habla de las calles, de las tiendas, de los parques, se encontraba el lenguaje vivo, orgánico, mucho más que en los diccionarios y demás mamotretos de la lingüística. Y precisamente en el doctor Manuel Cabrera -y en sus argumentos- pensaba yo, hace unas semanas, cuando viajaba desde mi casa al centro de Bogotá, en el TransMilenio. Pues me tocó en suerte la cercanía de tres muchachas estudiantes universitarias que se hablaban, se increpaban, mejor, en voz muy alta.
Oyéndolas pensé en el doctor Manuel Cabrera y sus disertaciones sobre el habla viva. La sorpresa fue mayúscula, y no es ficción. Las muchachas se interpelaban mutuamente de “perras”, sin que la palabra les despertara ningún resquemor. Hasta allí todo estaba bien, y era normal. Pero cuando oí, además, que se interpelaban de “maricas”, y cuando oí que una de ellas decía a la otra: “Usted si es mucha guebón”, creo que mi colección de asombros de calle llegó a su máxima posibilidad. Esa despersonalización de género en la manera de increparse daría mucho de qué hablar a las abanderadas del feminismo. Que yo recuerde, en mis años de universidad nuestras compañeras nunca enriquecieron o empobrecieron su lenguaje de semejante manera. Me preguntaba si había oído bien: “Mucha guebón”; era increíble que esa muchacha, sin tenerlas, usara esa palabra, y en masculino. Según eso, el habla viva de mercado, de calle, de bus, a la que se refería nuestro querido profesor, está adquiriendo hoy día derroteros insospechados. Pero no creo que sea ese el lenguaje vivo, relampagueante, que supera al diccionario. O, mejor, si lo es, representa sobre todo la insoslayable pobreza a la que hemos llegado. Creo, sencillamente, que se trata de la falta de lectura. La ausencia de pensamiento, de coordinación en las ideas, de reflexión, es la simple ausencia de una disciplina de lectura.
No muy lejos de nosotros, en el mismo vagón del TransMilenio, otros muchachos estudiantes universitarios, adelantaban su “conversación” a punta de una especie de risotadas guturales y alargadas. Pensé que hablaban en otro idioma, o que el culpable era yo, que me estaba volviendo viejo; pues oía únicamente rebuznos alargados y estruendosos –y lo digo con el perdón de los burros, sabios animales-. Escuchaba físicos rebuznos, algo como una suerte de quejidos inexplicables sin ningún asidero lingüístico y seguí padeciéndolos durante los casi 40 minutos de viaje. ¿Qué se decían?, ¿qué preguntaban, qué respondían? Jamás lo sabré. Solo encontraba una grave falta de vocalización, y una total ausencia de respeto por el otro, por lo que decía o intentaba decir el otro.
No hay en realidad una disciplina de lectura que enriquezca con otros horizontes, más profundos, más reflexivos, esa jerga que hoy impera y campea entre los llamados universitarios. Solo es necesario leer cualquiera de sus mensajes de Internet para comprobarlo. El uso a patadas del idioma es algo más serio de lo que parece; es el imperio de la idiotez colectiva sobre la razón (y nótese que no estoy hablando de la elemental estupidez humana). Pero esto no es tampoco raro si nos ponemos a pensar en los mismos profesores universitarios, al mismo nivel de sus alumnos. Es un mal nacional. Un país que dedica su erario a la corrupción burocrática y a la guerra, no puede, no ha podido ni podrá garantizar la educación. Y la base misma de cualquier educación es la lectura. Pero no voy a alejarme del tema.
Albino Luciani, el papa Juan Pablo I, cuyo pontificado duró 33 días, pues murió envenenado en septiembre de 1978, no solo era un Papa lector sino escritor. Aparte de Ilustrísimos, esa colección de cartas imaginadas a escritores, a personajes de la literatura, y a Jesús, Luciani había escrito un pequeño libro sobre la catequesis, Briznas de Catequesis. En uno de sus apartes nos dice: “No se concibe un catequista sin verdadera piedad. ¿Cómo podrá hacer amar al Señor si él no lo ama? ¿Cómo enseñará a orar, a frecuentar los sacramentos, si no tiene gusto por la oración?”. Esto mismo se hace evidente, por desgracia, en quienes se ha destinado la tremenda responsabilidad de despertar el amor por la lectura en los niños. Que no son lectores, que no tienen gusto y mucho menos amor por la lectura. Y enseñar a leer, más allá de descifrar el abecedario, tiene que ser como una religión.
He viajado varias veces, en mi condición de escritor de obras para niños y jóvenes, a diferentes ciudades del país, a escuelas y colegios que me dieron esa importante oportunidad, estar cerca de los niños y escucharlos. Pero la peor de las experiencias era estar cerca de los profesores y escucharlos: maestros y maestras de lectura que se sometían a un pénsum académico sin mayores preocupaciones, que pretendían instaurar el amor por la lectura sin sentirlo primero ellos. Esa fue mi conclusión. Los profesores estaban dictaminados por un pénsum horrible, repleto de obras mandadas a recoger, o de obras no justamente las indicadas para estimular el difícil comienzo de la lectura, o estaban dictaminados por promotores de lectura que las diferentes editoriales enviaban a ellos como cazadores, para lograr imponer una, dos o tres obras de su sello editorial. Para eso los promotores daban ciertos incentivos a los maestros con el fin de que estos oficializaran la compra masiva de determinados títulos. No había en todo este comercio ningún interés por el contenido y el tratamiento formal de las obras que se propugnaban y vendían. En todo ese negocio la obra de calidad también era un azar.
Y allí radica, a mi modo de ver, el principal de los problemas: la elección de las obras a leer, la selección de los autores a estudiar. Y no deberíamos decir estudiar sino disfrutar.
Infinidad de autores hay en el país, y la mayoría de ellos, todavía escritores en formación. En formación, y varios de ellos, sin embargo, son promulgados como autores de verdad. Y son esos autores, esas obras, mejor, las que niños y jóvenes tienen que leer, para luego responder a exámenes todavía más intrincados y obsoletos que las obras que leyeron. Se desdeña, actualmente, por desgracia, la lectura de los clásicos.
Voy a dar un ejemplo: hay en el país un proyecto que se adelanta desde hace algunos años: se invita a escritores de la nación, a visitar diferentes ciudades, donde los esperan muchachos de colegio y de universidad que han leído con antelación sus obras. El 99 por ciento de estos escritores todavía no ha realizado una obra a cabalidad. Tengan por seguro que con esta enjundiosa tarea no se logrará jamás despertar el amor por la lectura, todo lo contrario: su desamor. En lugar de ir a conversar acerca de sí mismos, me parece que estos autores, todos ellos, deberían realizar el mismo viaje y recibir los mismos viáticos y encontrarse con el mismo público de talleres, colegios y universidades, pero no para hablar de lo que todavía no son capaces de escribir, sino para hablar únicamente como lectores de las obras grandes, de las obras que más los impresionaron cuando pequeños, de las clásicas obras imprescindibles que se han mantenido en el tiempo desde hace años, o desde hace siglos.
Cualquier cuento de Jack London, de Cortázar o García Márquez, cualquier aparte bien elegido de Homero -la derrota del cíclope, por ejemplo-, o un pasaje de Shakespeare, un capítulo inicial de Crimen y castigo, podrá resultar mil veces más valioso que la lectura de textos endebles, apenas en vía de formación. De ese modo serían bastante mejor aprovechados los proyectos, gubernamentales o no, que busquen fortalecer la lectura, fortalecerla en un país donde la palabra novela es sinónimo de telenovela. De hecho, si hubiese una más sólida capacidad de lectura en el país, las telenovelas serían algo mejores, alguna reflexión asomaría en los diálogos de sus grotescos personajes, algo de la sabiduría que arroja la lectura de los libros resaltaría, al menos, en esa pantalla de televisión, atiborrada de sangre y disparos, de faldas y de piernas, de lágrimas y maquillaje, con un interés únicamente comercial y con un resultado plenamente embrutecedor.
¿Pesimismo? No dudo que hay excepciones, pero son minoría. Todavía no se implementa en el país una adecuada campaña de lectura. La lectura es discernimiento. Es una fuente de humanismo inagotable, es pensar en el otro, en los otros, y afrontar la condición humana. Es sobre todo entregarse a los demás. Pero solo nos basta asomarnos a los rostros y palabras que se despliegan en cualquier sesión del Congreso de la República para saber qué clase de lectores son los padres de la patria, o qué ausencia de lectores y humanistas hay entre sus huestes.
Allí está el país.
Y el auge de innúmeras universidades no prueba lo contrario. Ahora se expiden diplomas y doctorados como enlatados, a diferente precio. El estudio, la reflexión, el diálogo, son lo de menos. Y no se trata de formar niños y jóvenes escritores, que ya abundan, y demasiado. Se trata de formar lectores. Y para eso nada mejor que la lectura de obras formidables. De obras auténticas. Las principales. No importa Internet, ni el mundo de la informática. El peldaño real para la lectura tiene un único escenario: un lector ante un buen libro.
Elegir ese libro: he allí la cuestión.
Estoy seguro que si en lugar de encontrar a Verne o a Poe o a London en la biblioteca de casa hubiese encontrado a seis o diez de los autores que hoy más respaldan las editoriales de este país, yo me hubiese ido a jugar al parque, o a dormir. Y hasta allí hubiese llegado mi aventura. Pero no ocurrió así, para mi suerte.