Como lector y escritor de literatura infantil y juvenil me he planteado varias veces esta pregunta: ¿Cómo influyen las lecturas tempranas, aquellas que se hicieron con los ojos del asombro, completamente abiertos y aún vacía, o casi vacía, la insondable avidez de historias, en el gusto estético, en la misma creación de valores? Para responderla he utilizado como objeto de observación y he investigado en muchos lectores y amigos del mundo del libro. Una frase de Roger Chartier, en Escuchar los muertos con los ojos. pág. 10), me ha acompañado durante la estructuración de la presente reflexión:
“…me esforzaré por comprender qué lugar ha tenido lo escrito en la producción de saberes, en el intercambio de emociones y sentimientos, en las relaciones que los hombres han mantenido unos con otros, con ellos mismos o con lo sagrado”.
Alguna vez le preguntaron a ese hombre-siglo que fue Germán Arciniegas (1900-1999), cuál había sido la experiencia lectora que le había inducido a ser ese gran devorador de libros. Respondió que no había sido la lectura de los grandes clásicos, que no era una deuda pendiente con Homero ni con Cervantes, sino con el Almanaque Bristol. He aquí para comenzar, un ejemplo de la influencia de una experiencia lectora temprana, en este caso por fuera del canon literario, en la formación de un gran lector y escritor.
El fenómeno lector individual nos interesa también en función grupal. Lo que ocurre con el individuo lector ha de ocurrir, guardadas las proporciones, con esa masa de individuos lectores que conforman una nación. Al fin y al cabo ella es la sumatoria de las individualidades. Comenzaré contándoles cuáles han sido mis primeras experiencias lectoras, posiblemente muy similares a las del colombiano de mi generación y a las de muchos de ustedes, y luego intentaré acercarme a la huella que han podido dejar en nosotros.
La primera cartilla de lectura
En el curso de los años las ha habido de varias clases. Tomaré una que fue muy popular en su época y que fue para mí una de las primeras experiencias lectoras: LA ALEGRIA DE LEER, de Juan Evangelista Quintana, aparecida en 1930. Fue, hasta la aparición de GGM (Gabriel García Márquez), el libro más vendido en nuestro país, superando el millón de ejemplares.
Leer siempre estuvo bajo la supervisión religiosa. Colombia salía de la larga Republica conservadora (1880…1930). Fueron los gobiernos liberales quienes quisieron airear la casa. Con la lectura podía ocurrir, lo que en realidad ocurrió, que la sociedad se volviera laica. López Pumarejo expresó el propósito de hacer de Colombia una gran escuela. En 1934 nació la campaña de Cultura aldeana, con su Biblioteca, que pretendía aportar un “núcleo de iniciación a las obras fundamentales de la cultura humana”. Dicha campaña no estaba desprovista de paternalismo. En 1935 ocurrió la implementación de “Cruzadas de la lectura”. En este contexto se propagó la cartilla, que fue bien recibida pues conservaba valores tradicionales, valoraba la libertad, sin posiciones extremas. Su carátula es una fiesta de niños ciudadanos. Se intentaba integrar la comunidad civil en la construcción del Estado Nación. Se quería moldear un nuevo sujeto: el ciudadano moderno.
Era pedagógicamente novedosa, basada, ya no en el método silábico, sino en la comprensión total de la frase. Su impronta en nosotros permanece. Elena tapa la tina, El enano bebe, nos parecen frases conocidas. Otras como Polita, no vote el apio ni el poleo, aún nos parecen extrañas. Y algunas nos siguen pareciendo claramente rebuscadas: Otilia no tiene vacuna ni coca.
“Si los textos antes utilizados fueron desplazados, la razón estaba en que La Alegría de leer era en muchos sentidos novedosa y original y se adaptaba al espíritu de modernización que vivía el país.” “Los colombianos fueron afortunados con su primera cartilla de lectura”, Jorge Orlando Melo.
La novena de aguinaldos
La Navidad es una fi esta mayor de la cultura de Occidente. En ella confluyen varios elementos: el pesebre, los villancicos, la natilla, los buñuelos, la gran cena, los regalos. Pero todo ello es inseparable de una experiencia lectora clásica: La Novena de Aguinaldos. Es una costumbre católica casi exclusivamente colombiana, de arraigo sobresaliente en Bogotá. Fue creada por Fray Fernando de Jesús Larrea, Quito, (1700) quien después de su ordenación sacerdotal en 1725 fue predicador en Ecuador y Colombia. La escribió por petición de la fundadora del Colegio de La Enseñanza en Bogotá doña Clemencia de Jesús Caycedo Vélez. Muchos años después una religiosa de La Enseñanza, la madre María Ignacia, cuyo nombre, en la vida laica, era Bertilda Samper Acosta, la modificó y agregó los gozos. La novena crea sentimientos de apego a la tradición de las fiestas navideñas. Es un anclaje afectivo importante, con su tono dulzón y sus palabras viejas, una experiencia común a todos nosotros, que la repetimos cada año y nos encargamos de transmitirla a nuestra descendencia. En cada hogar colombiano está la infaltable Novena.
El catecismo del Padre Astete
Conocido burlonamente, como el Catecismo del Padre Astuto. Fue aprendido y recitado de memoria, con puntos y comas, por varias generaciones de colombianos. Se tenía contacto con ese libro en la catequesis, en la escuela, en la preparación para la esperada primera comunión. Este famoso cuadernillo durante siglos formó en la doctrina católica a millones de hispanohablantes. El nombre de la obra era Catecismo de la Doctrina Cristiana y fue compuesto originalmente por el padre Gaspar Astete de la Compañía de Jesús y publicado en 1599. Se considera una de las obras que más se ha editado en el mundo, superando las seiscientas ediciones. Es un compendio simple de lo que el cristiano debe saber y cumplir para salvarse, y de hecho este catecismo, sirvió a la gran expansión de la Reforma católica y la evangelización de América. Gracias a su estructura sencilla en una serie de preguntas y respuestas permite su uso desde la facilidad de su lenguaje y el desarrollo de los temas.
Se realiza siguiendo un plan: el saber fe, el hacer mandamientos el orar oración y el recibir sacramentos. No era mucho pero debía ser suficiente. El catecismo supone la minoría de edad del creyente: “Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante, doctores tiene la santa madre Iglesia que pueden responderos.” Las respuestas son concebidas, más que para la construcción personal de la fe, para una defensa de las creencias, para entrar en discusión apologética. Ese Corpus nuclear no se negocia. El catecismo nos impidió tener acceso directo a la Biblia, que sin duda en otros ámbitos es una experiencia lectora mayor. La Iglesia católica siempre estigmatizó el acercamiento directo de los fieles al texto sagrado. El catecismo, con su estilo autoritario, pero meridianamente claro, no enseña la alegría que produce creer, la coherencia que da tener una visión de mundo, parece un texto para defenderse en un supuesto tribunal de Inquisición, con sus respuestas tajantes que no dejan ni siquiera un mínimo resquicio de ambigüedad.
El almanaque Bristol
Se considera un libro informativo, pero nuestras experiencias lectoras no son exclusivamente literarias. Su aspecto ha permanecido invariable año a año, ello parece sorprendente en este mundo cambiante. Esa uniformidad es parte de sus fortalezas, nos habla del agradable sabor de una tradición, igual para cinco o más generaciones. Una similar experiencia ocurre con el campanario, la banca del parque, el tañido de las campanas. Es parte del “mundo del ayer”. Es gratuito, financiado por sus anunciantes, generalmente clásicos. A veces nos llega revendido, a precios muy razonables. 5efi ende su utilidad escudándose en la seriedad de sus fuentes: “laboratorios astrofísicos”. Su lenguaje es llano, su contenido variado. Además de la información meteorológica trae pequeños relatos, datos curiosos, algunos chistes de humor blanco. Los lectores lo buscan cada año porque conservan de él el recuerdo de una amable experiencia lectora.
Las fábulas de Pombo
Suele considerarse que la literatura infantil “de autor”, comienza en Colombia con Rafael Pombo y Rebolledo (Bogotá 7-XI-1833, Bogotá 5-V-1912). Es uno de los grandes poetas del romanticismo hispanoamericano. Llega a la literatura infantil casi por casualidad. Al perder el único puesto público que desempeñó, el de Secretario de la Legación en Washington, decidió permanecer allí dedicado a trabajos literarios. Fue contratado por la Editorial Appleton para hacer unas traducciones de las Nursery Tales, que son parte de la tradición oral anglosajona. De estas traducciones surgieron sus libros para niños, como Los Cuentos Pintados. Estas retahílas ingeniosas fueron el detonante de sus creaciones. Es innegable que en los textos originales de las Nursery Tales está toda la historia y se halla insinuado el tono humorístico. Algunas de sus creaciones son ya parte del acervo cultural colombiano: La pobre viejecita, Cucufato y su gato, El renacuajo paseador, Simón el bobito, etc. Se han transmitido de una a otra generación. Mientras la mayoría de los autores para niños mostraban intenciones moralistas, pedagogizantes, con una evidente influencia francesa, Pombo es diferente, sonoro, musical, lúdico, con influencia anglosajona. El continuo ejercicio idiomático, las traducciones y un prodigioso talento natural hacen notable, verdaderamente notable, la destreza técnica de Pombo que, si bien no fue un innovador de métrica o rima, confesaba que podía pensar en verso y que su forma natural de razonamiento era el soneto.
El romanticismo poético pasó y se olvidó, pero Pombo continúa vivo, casi exclusivamente por su poesía infantil. Y de esta, en especial, por Los Cuentos pintados. No es muy original, es cierto; Pombo retomó temas que “pertenecen a todas las literaturas”, como dice Sanín Cano. Pero lo esencial aquí es la singular maestría para convertir la poesía en un juego verbal que aún seduce a los niños colombianos. Pombo fue y sigue siendo “el poeta oficial”, con un monopolio de esta condición. Ha estado omnipresente en nuestro sistema educativo. Es una bella tradición que ha quedado en la memoria colectiva. Pero quizás habría sido conveniente escuchar otras voces, darles su espacio. Quizás no había esas voces. Se dice que la literatura infantil en Colombia es especialmente pobre en poesía para niños y en libros de humor.
Cuentos de Calleja
«El libro ha de entrar por los ojos, ha de ser simpático antes de conocerlo a fondo», decía Saturnino Calleja [Burgos. Madrid]:ca.1925]. Sus cuentos son 15 volúmenes, de 20 cuentos cada uno, de unas 16 páginas, con ilustraciones, pasatiempos, acertijos. Calleja fue el primero en sacar grandes ediciones, a un bajo precio. Ilustró profusamente aquellos pequeños libros, lo que entonces era una gran novedad, con el propósito de «enseñar deleitando». La editorial concedió a las ilustraciones la misma importancia que al texto, rodeándose en todo momento de los mejores ilustradores de la época. Los cuentos eran muchos, de ahí que haya quedado una frase que ya forma parte de nuestro vocabulario: “tienes más cuento que Calleja”. La colección traspasó las fronteras españolas llegando a convertirse en la más popular en Filipinas y Latinoamérica. Venían en dos tipos de edición, económica y de lujo. Los autores fueron tanto escritores anónimos como otros no tan desconocidos. Un futuro Premio Nobel de Literatura, Juan Ramón Jiménez, también se animó a realizar algún cuento con esta editorial. Es inolvidable que siempre terminaban con unas frases que el propio Calleja inventó: “y fueron felices y comieron perdices, y a mí no me dieron porque no quisieron”, que a todos nosotros nos parece archiconocida. Por este medio, los niños hispanoparlantes, logramos conocer obras tan significativas como Los viajes de Gulliver Jonathan Swift, 1726) o Hansel y Gretel Hermanos Grimm 1812). Estas eran adaptadas y sus nombres “vernaculizados”, por ejemplo, estos dos hermanos pasaron a llamarse Juanito y Margarita.
Urbanidad de Carreño
Su nombre completo es Manual de urbanidad y buenas maneras para uso de la juventud de ambos sexos, contenía normas de civilidad y etiqueta para las diversas situaciones sociales. Se define como “un catecismo cívico y práctico para un amable vivir” Patricia Londoño Vega. Credencial 85). Fue escrito por el músico, pedagogo y diplomático venezolano Manuel Antonio Carreño Muñoz, publicado por entregas en 1853. Obra que le valió un gran reconocimiento y fama. Dicho texto ha sido reeditado numerosas veces en muchos paí ses de Latinoamérica y fue un libro de referencia fundamental para diversas generaciones. El 14 de Marzo de 1855, el Congreso Nacional acordó la recomendación especial para el uso de esta obra. Las principales críticas en su contra han sido su excesivo formalismo, el carácter casi ritual de muchas de las recomendaciones, parcialidad en temas religiosos, clasicismo y machismo.
Carreño se considera como el impulsor de lo que actualmente se estila como protocolo y etiqueta. Sería interesante explorar en detalle los efectos de su lectura, en el bogotano, por ejemplo. Para ilustrar su carácter conservador valga este ejemplo: “Procuren estudiarse mutuamente el hombre y la mujer, haciendo indagaciones sobre la familia y posición social. Averigüe la joven los medios de vida del pretendiente, observe su carácter y tome en cuenta su cultura”. -”En ningún caso, en lo tocante a posición social, debe existir una diferencia demasiado notable, siendo mejor que sea superior el hombre. Igual cosa véase en cuanto a cultura general, la que, si no es igual, es conveniente que el hombre sea más culto, debido a su condición de futuro jefe de hogar”.
Hubiera querido continuar con otras tempranas experiencias lectoras fundamentales, como nuestras tres novelas clásicas: María, la voragine y cien años de soledad, hitos literarios no solo en nuestro país sino a nivel internacional. Hubiera deseado seguir con nuestros poetas populares: Julio Flórez y Porfirio Barba, cuyos versos eran sabidos de memoria por muchos colombianos en la primera mitad del Siglo XX. Hubiera intentado proseguir con la que llamaría la experiencia iconoclasta, iniciando con José María Vargas Vila, ese perro rabioso contra la República conservadora quien “…logró ser el escritor más vendido, el escritor más odiado, el más amado, el más leído en ciudades y aldeas, en una edad paradójica en que los libros que se leían en el espinazo de los Andes se imprimían en el / 7 de la Rue de L´Odeon y en las imprentas de Barcelona” Hilliam Ospina. J habría cerrado con Fernando González y sus dos vástagos reconocidos: Gonzalo Arango y Fernando Vallejo.
¿Pero son estas las experiencias lectoras más tempranas? Sí, como dice Paulo Freire, leer libros es una prolongación de leer el mundo, las primeras experiencias lectoras ocurrieron en el vientre materno, cerca de la vigésima semana ya escuchábamos el mundo exterior, pero desde antes leíamos los latidos de ese corazón imparable. Luego del paso por el túnel oscuro empezamos a interpretar el mundo de la luz. Leíamos la cara de nuestra madre, su sonrisa, los arrullos. Seguimos leyendo nuestro entorno, nuestro cuerpo. Un poco más tarde, las palabras oídas fueron todo un ritual de iniciación, de aceptación. Dice Maurice Sendak (de “Dónde viven los monstruos”): “Al fin y al cabo, somos animales. Si observamos a los cachorros, veremos que necesitan ser lamidos para sobrevivir. Pues bien, nosotros también necesitamos “ser lamidos” para sobrevivir. Y las primeras lecturas se convierten, de alguna manera, en “un lamido”. Cuando no solo oyes un cuento entrañable, sino que además estás apretado por la persona más importante para ti en el mundo, la conexión que se establece no puede disolverse.”
Allí hallamos el venero de la tradición oral, nanas, arrullos, retahílas, juegos de palabras, rondas, chistes, etc. Aquí, el adulto en sí, todo él, es “el libro”, por excelencia. El adulto es “el texto madre” para usar la expresión de Yolanda Reyes, La casita imaginaria, pág. 48.
Leer es integrarnos en una tradición. No llegamos al vacío, llegamos a una cultura. Ese contacto con lo escrito tiene diversas olas. La primera fue: “lo que otros me leyeron”, que es una experiencia fundamental. Luego fue “Lo que leímos por nosotros mismos”, con cierta independencia. Más tarde avanzamos hacia una completa autonomía, a leer en solitario y en silencio.
Algunos libros llegan a nosotros por tradición de nuestro grupo cultural, allí están los que se usan en los primeros años escolares, los que hay en casa. Otras experiencias lectoras las escogemos, como el constructor elige sus ladrillos. Queremos incorporar ciertos autores con sus historias, con su propia visión de mundo. Otras lecturas nos llegan por azar y pueden ser sorprendentes.
Una obra literaria es producto inseparable de su tiempo. Lo representa, lo describe, pero también lo cambia. Ella no solo dice lo que el autor cree que dice. Toda su época habla por medio de él. Cada autor, más allá de su intencionalidad, nos ofrece una visión de mundo. Nos inserta en ella y nos transforma. El buen autor usa “todo el ímpetu, toda la sabiduría, toda la astucia para encaminarse a la transfiguración de su lector. Se trata de entrar a un libro con un alma y regresar con otra”, como decía Héctor Rojas Erazo.
Esas experiencias lectoras dejaron huella, en los conocimientos adquiridos, en la formación del gusto estético, en el sustrato para la construcción del propio imaginario. El conjunto de experiencias lectoras conforman un vitral en la memoria a través del cual continuamos viendo la vida. Él está conformado por múltiples fragmentos, de diversos materiales, ubicados allí en diferentes momentos, en amistosa vecindad o en soterrada o franca oposición.
Nuestras tempranas experiencias lectoras son el equipaje que llevamos en nuestra aventura creativa. Luego aparecerán transmutadas en nuestra propia obra, que no es nunca nuestra 100%. Esta es la trans-individualidad del autor, la interdependencia del escritor. (M. Foucault). Conforman los cimientos de nuestro gusto literario, son la primera capa en ese palimpsesto que otros escribieron alguna vez y luego reescribiremos incontables veces. Esas lecturas establecieron formas de sentir, de soñar, de amar…, como diría Carmen Elisa Acosta a propósito de las novelas por entregas del Siglo XIX y agregaría: “establecieron formas de vivir la fe, de relacionarse con los demás. Y de narrar y fabular la vida”.
En nuestro equipaje están las lecturas tempranas, aquellas que escuchamos siendo niños de los labios de seres que nos amaban, aquellas primeras que hicimos nosotros mismos, descubriendo letra a letra el sentido de cada palabra engastada en una frase elemental pero, para nosotros, llena de contenido. Estarán las lecturas que como seres de un tiempo histórico beben del canon oficial. Y también, afortunadamente, otras muchas lecturas al margen o aún en oposición a ese canon.
Es posible que al colombiano su primera cartilla de lectura le haya suscitado emociones positivas, amor por las palabras, algo de civilidad. O que creyera en su fe con cierto rigor severo, al saberse de memoria las concisas y claras respuestas del catecismo. O que se relacionara de manera diferente con sus conciudadanos al estudiar el manual de Urbanidad, quizás no con tolerancia más sí con cortesía. Es posible que el colombiano que leyó la María empezara a amar de forma diferente, o que cambiara su imaginario sobre la selva al leer La Vorágine o mirara la historia y la identidad de su pueblo de diversa manera luego de leer cien años de soledad. Es posible que tenga allá dentro una cierta capacidad de indignación iconoclasta y una irreductible propensión a una suntuosa nostalgia.
Estas tempranas experiencias lectoras son llamémoslas conservadoras, como suele ser nuestra creación literaria, que es siempre idiomáticamente correcta, carente de malabarismos o de audacias. Con frecuencia influida por gustos extranjerizantes. Estas reflexiones son apenas un texto preliminar sobre un vasto campo. Habrá que ahondar en ello. Solamente sabiendo de dónde venimos, puede ser posible pensar hacia dónde vamos. La creación literaria no es un territorio sin mapas, aunque estos están incompletos y poco elaborados. Siempre es necesario conocer otras bitácoras para intentar crear la nuestra, que no será totalmente nueva, sino apenas sutilmente diferente.