Si creemos que con transmitir conocimiento (bits; unidades de información) nuestra meta como docentes se ha alcanzado, nos desengañaremos al recordar que un robot no solo tiene mayor capacidad de almacenamiento de datos que nosotros sino que, además, nunca equivocaría un nombre o una fecha a la hora de contestar a la pregunta de un estudiante.
Si, por otra parte, quisiéramos alegar en nuestra defensa que nuestro rol como profesores realmente consiste en la transmisión de valores, esa sería otra salida en falso: a través del uso de unas gafas de realidad aumentada, de un juego de rol o de una app que diera puntos por cada buena acción del estudiante, con seguridad se obtendrían mejores resultados (entendidos como un impacto más profundo y más significativo en el comportamiento de nuestros muchachos) Cualquiera de esos tres métodos modernos que se acaban de mencionar sería más eficaz moldeando la conducta de un joven de hoy que la promesa de una buena calificación en el boletín de notas que funcionó muy bien años atrás con la mayoría de nosotros. Por ahí tampoco es.
Así las cosas, ¿qué hacemos?, ¡¿renunciamos colectivamente en un acto de dignidad antes de que se nos declare (para evitarnos el agravio de que nos digan que los maestros somos) una especie en vía de extinción?! Esa es una posibilidad, sí, pero hay algo más estratégico y menos dramático que podemos ensayar antes; hay algo que podemos probar ya: dar un vistazo a nuestra marca personal.
Porque por sofisticada que se muestre la tecnología y por competido que esté el mercado laboral, tiene que haber algo que podamos hacer para destacarnos; para continuar ejerciendo nuestra grandiosa misión formadora y para que los tiempos que corren no nos dejen atrás.
“Qué es eso de la marca personal y a mí qué me interesa si no soy consultor, comerciante, ni artista: soy un profesor. Un pro-fe-sor”
Su marca personal le interesa, y mucho, en primer lugar, porque no puede no tener una. Ya la tiene. Se llama como usted y todo el tiempo está comunicando algo, lo quiera o no. Lo queramos o no. Pero esa es una muy buena noticia, como vamos a ver.
El concepto de marca personal se refiere al conjunto de valores con los que los demás seres humanos (estudiantes, colegas, parientes, amigos) lo asocian cuando usted se despide; cuando usted no está (no solo en el salón de clases sino en general. A lo largo de este artículo nos referiremos, pues, a lo que se dice de usted durante su ausencia o, para ser más precisos, hablaremos de su reputación, en el sentido extenso de la palabra).
En segundo lugar, su marca le interesa porque, si se permite un espacio para reparar en ella, de ahora en adelante podrá ser recordado por los valores y los atributos que usted quiera y no por los que los demás resuelvan adjudicarle. Eso, de por sí, sería bastante, ¿no?
En ese sentido la idea es que usted, como catedrático, haga un esfuerzo deliberado y, sobre todo, consciente, para hacerse a un espacio tanto en el recuerdo como [especialmente] en el corazón de quienes lo rodean. Al fin y al cabo de eso se trata: de dejar una huella positiva en muchas almas. Para todo lo demás, que traigan al robot con su avanzado software. Lo nuestro es impactar vidas; no solo llenar cerebros
Y, en tercer lugar, su marca personal es un aspecto de su vida profesional que le interesa mucho porque el mercado cada vez está más competido; porque cada vez hay más gente muy buena haciendo lo mismo que uno y porque ganarle al robot es definitivo. Llevando el estado actual de cosas al extremo de la paranoia, diremos que la única carrera que tiene altas probabilidades de supervivencia es la de ser programador de software. Por lo tanto, tenemos que conseguir que aun cuando no seamos indispensables, la experiencia de vida de nuestros estudiantes a partir del tiempo que pasen con nosotros sea tan enriquecedora, tan fascinante, tan inspiradora, que nos prefieran de lejos, incluso si un aparato o un chip transdérmico pudiera cumplir con el requisito de la transmisión del conocimiento que mencionamos al inicio de esta reflexión.
Parte I
Por dónde empezar
Para comenzar a configurar su marca (atención al verbo: es configurar y no crear. Recordemos que cada uno de nosotros tiene ya una), lo primero será pensar en usted como el líder que indiscutiblemente es.
Sea que estime tener madera de liderazgo o no, lo cierto es que el hecho de trabajar como docente lo ubica de forma automática en esa posición: hay una audiencia, grande o pequeña, que a cada día cuenta con su lucidez, con su fuerza, con su visión de conjunto y con sus enseñanzas. El profesor, cómo no, es el líder de esa manada.
En caso de que nunca haya pensado en usted en esos términos y que por lo tanto su sentido de la identidad personal tenga más que ver con el de un científico o con el de un literato que con el de un líder, lo primero será precisar su misión: más allá (pero mucho más allá) de conseguir que la gente haga lo que se supone que tiene que hacer (asistir al salón de clases, permanecer sentado, tomar notas y presentar exámenes satisfactorios), muy por encima de eso, su verdadera misión como docente (palabra que junto con “profesor” y “maestro” en adelante serán sinónimos bellísimos de “líder”), su misión como docente y como líder consiste en inspirar a sus alumnos a que se acerquen, no solo de buen grado sino (aún más difícil), que se acerquen por convicción propia al campo de la ciencia o al área del saber que usted imparte. Y, para rematar (como si lo anterior requiriera un esfuerzo menor), lo ideal sería también conseguir que los estudiantes quieran incorporar esos conocimientos a su vida diaria.
Es cierto: no la tenemos fácil. Pero también es cierto, hay mucho que podemos hacer. Es cuestión de organizarse internamente. Al menos un poco.
Primero: los atributos de la marca personal del docente-líder
Dado que nuestro tiempo es corto (porque la vida humana, comparada con la eternidad del universo, es corta), uno de los mejores atajos que podemos tomar para configurar con prontitud nuestra marca personal consiste en ubicar a alguien a quien admiremos por su estilo como profesor y que nos inspiremos en él.
Este método se figura como uno de los mejores por una razón muy fácil de comprobar, para lo cual le pido el favor de hacer el siguiente ensayo conmigo: ¿puede recordar, dentro de todos los maestros que ha tenido en su vida, a ese que está siempre en un lugar especial de su corazón porque a pesar de que usted era apenas un joven, siempre confió en su talento, en sus capacidades?; ¿recuerda cómo se llamaba? Por un instante imagine que lo mira a los ojos y aproveche para enviarle un rayo de energía de gratitud, donde quiera que se encuentre (incluyendo el más allá). Aquí o allá es la energía lo que cuenta. Y su maestro no la necesita pero a usted sí le hará mucho bien enviársela.
Retomando el ejercicio, ahora quisiera pedirle un segundo favor: ¿podría nombrarme a los demás profesores que tuvo ese año, junto con ese que acabamos de saludar mentalmente? .
Yo también fui haciendo el ejercicio con usted, traté de recordar a los otros profesores y no pude. Y la posibilidad de que a usted le haya ocurrido algo similar es muy alta. ¿Lo nota? Por ahí va la cuestión del liderazgo y de la marca personal de alguien influyente. Por eso es que vamos a inspirarnos en alguien que, en su vivencia propia, haya sido su profesor estrella porque son esos personajes los que en realidad pueden llegar a cambiar el rumbo de la historia de otro ser humano. Y mi intención, en la medida de lo posible, es que usted haga lo mismo (aunque estoy bastante segura de que si usted ha tenido interés en leer un artículo sobre la Personal Branding (marca personal) de un profesor, es porque usted ha venido haciéndolo ya –es porque ha cambiado muchas vidas ya)
Teniendo, pues, como referencia (no solo mental sino prácticamente espiritual) a su profesor favorito, diremos, en términos generales, que los atributos claves de un docente-líder son tres: se caracterizan por ser (i) intuitivos, (ii) persuasivos y (iii) inspiradores.
(i) Intuitivo
Dado que buena parte de mi trabajo consiste en investigar por qué nos gusta lo que nos gusta y cómo llegamos a preferir a una persona entre otras igualmente buenas o interesantes (frente a lo cual no sobra anotar que una lógica semejante aplica tanto en los negocios como en el amor), hablaremos del carácter intuitivo como la primera característica que se repite en nuestros seres humanos favoritos.
La intuición (que no malicia), es una forma especial de sensibilidad; de consciencia, no solo de lo que pasa sino –particular, preferiblemente-, de lo que está viviendo la otra persona dentro de su cabeza, con sus categorías mentales; con su singular forma de representarse la realidad.
La marca personal del maestro intuitivo puede (pero no debe) confundirse con la del profesor paranoico que intuye siempre la trampa o advierte la mentira en el argumento de su interlocutor.
No hay que pasar la frontera de la paranoia, en efecto, porque estamos hablando aquí, quizás, de lo más opuesto a eso. El atributo que lo distinguirá como líder consiste, en este aspecto, en ser capaz tanto de leer la emoción de la persona que tiene al frente, como de anticipar dos o tres posibles escenarios para una misma conversación, así como de establecer qué convendría que la otra persona sintiera o hiciera a continuación. Muy enmarañado este párrafo, ¿no? abordémoslo con un ejemplo, mejor.
Supongamos que usted se encuentra conversando con un estudiante de primer semestre de universidad que, por regla general, tendrá alrededor de 18 años de edad, toda la energía y toda la ansiedad que nos caracteriza en esa época. Supongamos, igualmente, que la charla se desarrolla en el marco de los exámenes finales que el estudiante teme reprobar y que acude a usted no tanto como maestro sino buscando un consejero de vida porque el miedo que tiene es tanto que está llegando al punto de paralizarlo.
La intuición del profesor que en este caso interviene como líder se manifestará, para empezar, en ser capaz de leer (siendo más precisos, en ser capaz de sentir) las cosas que el alumno no alcanza a expresar con palabras.
A continuación el carácter intuitivo (que, de paso, disparará la admiración positiva del muchacho), se hará notar siendo usted –motu proprio- quien le diga las cosas que percibe que se quedaron entre el tintero; las cosas que el joven no fue capaz de decir (por ejemplo: “He estado en tu lugar y sé que, además de lo que me has dicho, uno siente que…” –la clave para que esto funcione es la honestidad y la seriedad. Exagerar o manipular en un escenario de estos no solo es equivocado y cruel sino que es peligroso porque a corto plazo usted se está jugando su propia credibilidad con el alumno pero, a largo plazo, lo sabemos bien, gestionar mal las emociones de una persona joven podría erosionar a un nivel muy profundo la autoconfianza del futuro profesional –su estudiante-).
De otra parte diremos que el maestro-líder intuitivo podrá, además, percibir rápidamente dónde está el problema (qué es lo que pasa) y, sobre todo, qué se necesita que pase.
Continuando con el ejemplo, podríamos decir que usted notó, supongamos, que el origen del terror del pupilo (ese mismo que acudió a usted en busca de consejo cuatro párrafos atrás), está en el hecho de que él no tiene un método eficaz para estudiar. Usted se ha percatado de que el problema es que al chico se le está fugando el tiempo (ya que lo está administrando mal) y de ahí el aturdimiento. Al joven se le pasa el tiempo, no estudia y después se bloquea. Ese es el diagnóstico preliminar.
En ese estado de cosas, gracias a que su experiencia le ha venido puliendo la intuición, usted advierte que lo que el chico necesita es, para empezar, una dosis rápida y alta de orden.
Pero eso es lo obvio; eso lo notaría cualquiera. Lo interesante (y aquí es donde entra de nuevo a jugar su célebre marca personal), lo interesante es que usted esté en la capacidad de entender que, exactamente con la misma urgencia, la verdadera necesidad del muchacho es una dosis de valentía; un refuerzo en la autoestima que le permita a él o a ella sentir que, si se lo propone, será capaz de preparar y de presentar las pruebas con éxito. Y ese es el punto: entender que la clave está en inflamar el pecho con coraje y con autoestima antes que tener un buen método de organización del tiempo es lo que no cualquiera podría hacer; se necesita tener una intuición como la que tiene usted.
¿Es más claro ahora? A algunos podría dar la sensación de estar tratando con un mentalista cuando en realidad se trata de un número compuesto por tres actos: (i) poder leer la emoción del momento; (ii) poder anticipar hacia dónde irá la charla –o la situación- y (iii) establecer rápidamente qué se necesita que pase para que el estudiante pueda superar el escollo en el que se encuentra, a través de lo cual, gracias a una ayuda sincera y eficaz, aumentará su confianza (la de él o la de ella) en usted.
(ii) Persuasivo
¿Qué tenemos en común los profesores con los abogados, con los expertos en marketing, con los seductores profesionales y, digamos, con los médicos que atienden consultas con diagnósticos complicados? Que la persuasión está en el centro de lo que hacemos. En toda la mitad del centro, para ser más exactos.
Tanto la del docente como la del doctor: todas las profesiones que acabo de mencionar a guisa de ejemplo se parecen en el hecho de que dependen de que el ser humano que está al otro lado, el que es el destinatario del mensaje, esté convencido de algo y, determinándose por esa convicción, se involucre en la creación de un resultado.
Ya sea un juez concediéndonos la razón, un potencial cliente resolviéndose a adquirir un producto, un paciente tomando no solo con puntualidad sino con convicción sus medicamentos y, claro, un estudiante convencido de que eso que está por aprender no solo tendrá el provecho inmediato de permitirle aprobar la materia sino que ese conocimiento que podrá adquirir -si se aplica al estudio podrá mejorar tanto su vida como la de quienes lo rodean: todos estos personajes habrán actuado bajo el influjo saludable de la persuasión honesta y bien intencionada.
Para nosotros, los maestros, ser persuasivos no es indispensable en el mismo grado en que lo es para un abogado, es verdad, pero sí es muy conveniente ser capaces de tener ese efecto en las personas. Es, hagamos de cuenta, como llevar un motor de esos fuera de borda que mueven las lanchas y las embarcaciones pequeñas a toda velocidad río arriba.
La del motor fuera de borda fue la mejor analogía que se me ocurrió por lo siguiente: si no somos persuasivos igual podremos conseguir que nuestros estudiantes aprehendan, que interioricen un contenido. En efecto, podremos lograrlo porque siempre habrá recursos coactivos negativos como el miedo, que funciona muy bien (en el sentido de que consigue movilizar a las personas) a cortísimo plazo. Y también habrá siempre recursos en apariencia positivos, que van de la mano de la química orgánica, como la dopamina que se libera en el cerebro del estudiante a partir de la ilusión de tener el orgullo de ser el mejor del curso. Movidos por esa clase de estímulos los chicos pueden hacer lo que necesitamos que hagan… pero eso no es exactamente persuasión. Al menos no aquella de la que estamos hablando aquí.
Decía: si no somos persuasivos, nuestra misión podrá en cualquier caso satisfacerse, solo que remando muy duro (para continuar con el ejemplo de lo distinto que es querer mover una embarcación con un par de remos o con la ayuda de motor fuera de borda). Nuestro cometido como formadores podrá alcanzarse, sí, pero con efectos poco duraderos.
Para plantear la cuestión en términos tremendamente prácticos, convendremos en que ser persuasivos será equivalente a inspirar confianza. Y la confianza, dicho sea de paso, es la quintaesencia de una marca personal seria.
Sobre la confianza: cómo dejar de sentirse navegando en un mar sin orillas
Los docentes necesitamos inspirar confianza en varios frentes: a nivel institucional, para empezar, y por razones obvias. Si no gozamos con una reputación que nos distinga como profesionales confiables, trabajar en planteles educativos de primer nivel será una quimera y al final nos encontraremos con que ni en el más improvisado tenderete querrían contar con nuestra presencia (quién en sus cabales querría perjudicar a generaciones enteras de estudiantes con un profesor de conocimientos poco confiables).
Por el contrario, si conseguimos que la nuestra no solo sea sino que también sea percibida como una marca personal confiable, aunque no siempre ocurre (porque triste, tristísimamente la mayoría de talentos docentes permanecen en la sombra), lo cierto es que las posibilidades de que aspiremos – con éxito- a participar de la comunidad académica de mejor y mejor nivel, donde se crea el conocimiento de vanguardia, será una idea cada vez más tangible; más cierta.
A propósito, para el efecto de determinar el nivel de confianza que está inspirando una marca personal, un termómetro muy útil suele ser el consistente en establecer qué tanto está una persona siendo considerada como experta en una rama del conocimiento y, en tal virtud, qué tanto se le cita o se le tiene como referente en la materia.
Para llegar a ese punto es preciso que transcurran años pero el esfuerzo valdrá la pena porque a partir de ahí las interacciones comienzan a ser de mejor calidad y con instituciones y con colegas más interesantes. Y, como también lo hemos podido notar, el conocimiento no solo se produce en la soledad de la biblioteca o en la complicidad del laboratorio sino que una parte muy importante emerge como consecuencia de una conversación en la que se compartan ideas y se pongan a prueba nuestras hipótesis. Ahí, además, está la diversión. Porque ser docente también debe ser un asunto divertido.
De otra parte, a nivel personal, inspirar confianza puede ser muy conveniente (y aquí estamos hablando ya de nuestras jornadas en los auditorios y aulas de clase), porque hará que las lecciones transcurran no solo de forma más amena e interesante (porque de seguro los chicos querrán proponer ideas y debatir con alguien en quien estiman encontrar un interlocutor válido), no solo se logrará ese efecto tan deseable sino que fomentar y preservar una atmósfera de respeto y de disciplina con propósito (elementos claves durante la fase de formación de los seres humanos), será una cruzada bastante más abordable.
La pregunta del millón, a no dudarlo, es la de cómo conseguir tener ese efecto (el de ser persuasivo en el sentido de inspirar confianza). Al respecto, como corresponde a todo cuanto tiene que ver con los asuntos de la percepción humana, he dado con muchas respuestas, muchas muy interesantes, otras algo extravagantes y varias muy válidas. Y en la mayoría de las respuestas ha habido dos elementos que se repiten en mayor medida cuando se trata de definir qué hace que concluyamos que alguien es digno de nuestra confianza. Dos elementos sencillos pero, al parecer, indispensables, de los que hablaremos a continuación.
Confianza: dos ingredientes, una gran receta
Dado que intuyo que usted, estimado lector, no dispone de mucho tiempo, me gustaría proponer el atajo que con mucho entusiasmo invito a tomar en el propósito de afianzar una marca personal de docente confiable: asegúrese, en todas sus actuaciones e interacciones, de, primero, siempre cumplir su palabra (o, dicho de otro modo, asegúrese de que lo que usted dice que va a hacer, en la práctica se haga)
En segundo lugar, pero tal vez más importante que el punto anterior, encárguese de hacer que se note que usted tiene cómo cumplir aquello para lo que se ha comprometido. Y, como aconteció algunos párrafos atrás, todo esto será más sencillo de entender valiéndonos de un ejemplo
Supongamos ahora que usted está por comenzar un curso, un tema o un nuevo capítulo de un curso que ya está impartiendo. Para satisfacer el primer requisito (el de cumplir con su palabra), lo primero será hacer una promesa (porque, de no hacerlo, por sustracción de materia ya no tendrá una expectativa qué satisfacer, dado que no creó ninguna). Puede que convenga leer esto último nuevamente porque es un aspecto clave en el proceso de incubación de la confianza: la fijación de la expectativa
En este punto una estrategia muy útil es la de iniciar el tema de la clase exponiendo, contando no solo de qué tratará la materia sino también por qué es un asunto importante y qué utilidad tendrá en la cotidianidad de quienes asistan a la disertación. Lo siguiente, como es muy fácil anticipar, será honrar esta promesa de valor con contenidos de la mejor calidad, claro
Para cubrir el segundo aspecto (el de hacer evidente que usted tiene con qué cumplir la promesa que acaba de hacer), la recomendación más directa que puedo formular es la de animarse a tomar el riesgo de humanizar su marca personal. No es un riesgo en realidad pero se siente como tal porque muchos de nosotros fuimos formados bajo el precepto de que el respeto es algo que se gana y que se inspira en los demás por la vía del trato cordialmente formal (o, admitámoslo, distante. Con sonrisas, sí, pero pocas)
Nada de eso: si en algo puede beneficiarse nuestro ejercicio académico de los avances del concepto recientemente acuñado de “Neuroventas” (y suponiendo que la noción pueda tener un grado de credibilidad aceptable), si en algo nos puede aprovechar, es en esta conclusión a la que se ha llegado de que el ser humano no deposita su confianza tanto en una marca como en la persona con quien está interactuando.
Detengámonos en esto un instante porque la importancia del tema lo amerita: cuando alguien decide inscribirse (para estudiar él o ella o para que estudie su hijo) en un plantel educativo, no en todos pero sí en la mayoría de los casos la decisión revela cuál es el nivel más alto de calidad de formación por el que puede y quiere pagar. Así que hasta aquí, hasta el punto de la matrícula, la cuestión se ha resuelto atendiendo solo al prestigio del colegio o de la universidad.
Pero cuando comienza el calendario lectivo la cuestión pasa a ser otra. Si bien el estudiante tiene muy claro dónde se encuentra (o por lo menos es lo que esperamos), lo cierto es que el vínculo que establezca con la asignatura que usted dicta dependerá específicamente de usted y de esa relación inalámbrica que se crea entre quien está sentado en el pupitre y quien se encuentra en el pizarrón sin importar cuántos escritorios haya de por medio.
Cuando comienza su programa de clases, el nombre del instituto pasa a un segundo nivel porque la experiencia íntima del estudiante es con su profesor. Y aquí es donde cobra sentido esto que le propuse algunas líneas atrás sobre la humanización: anímese a compartir anécdotas de las cosas que vivió mientras comprendía el concepto que ahora está enseñando. No tenga miedo de contar cuáles fueron sus mayores dificultades en ese tema. Si lo recuerda, mencione cuál era su ejemplo favorito de entre esos que le dio en su momento su profesor. De las lecturas que está señalando, cuente cuál es su traducción favorita o cuál editorial le parece mejor y por qué.
Recuerde algo muy sencillo: en el momento exacto en que usted entra al salón de clases, el nombre de la institución queda en un segundo lugar y la dinámica desciende (o trasciende, mejor) al plano de lo personal y así, en tanto y en cuanto usted consiga comunicarse como lo haría un ser humano que quiere enseñar algo a otro, y no como un autómata del conocimiento, el impacto será más profundo y el ejercicio, en términos generales, resultará muchísimo mejor.
(iii) Inspirador
Como se ha señalado con insistencia en este artículo, la pregunta importante no es cómo conseguir que los estudiantes hagan lo que tienen que hacer sino cómo lograr que verdaderamente quieran hacerlo, puesto que las marcas personales que dejan las huellas más positivas son las de los docentes que logran penetrar en la estructura profunda de sus pupilos. Aruñar la superficie es algo que hace cualquiera; un comercial de televisión bien pensado, por ejemplo.
En la búsqueda de este tercer objetivo la meta grande, el propósito ulterior, es que los estudiantes -contando con su compa- ñía-, puedan tomar una nueva consciencia de quiénes son.
Proponiéndole acompañar al alumno en el trance de la redefinición de su identidad buscamos algo que es definitivo: lograr que estudiar deje de ser apenas un medio para lograr algo (ascender en la escala social, incorporarse al sector productivo como empresarios, cualificarse para optar por un empleo, etc.), decía, la idea es acompañar a los alumnos a reformularse y tomar consciencia de su verdadera identidad, de modo que estudiar deje de ser un paso intermedio (en ocasiones hasta con sensación de penitencia o de pago anticipado de cuota de dolor) en el camino de lograr algo mejor, sino que estudiar pase a ser un fin en sí mismo. Y eso solo se consigue persuadiendo a la gente, que es de lo que vamos a hablar a continuación.
Volviendo a los ejemplos, imagine por un instante que usted es un pintor; un artista plástico. Supongamos también que su día se compone, en términos generales, de las siguientes actividades: tensar el lienzo; lavar los pinceles; garabatear algunos bocetos; diseñar la fórmula matemática en un cuadro de Excel que le permita establecer cuánto valen sus cuadros antes de impuestos, cuánto vale el impuesto exactamente y cuál es el valor que deberían descontarle sus clientes a título de retención en la fuente; preparar los óleos para dar con el tono de azul que necesita y dar un paseo al final de la tarde.
Si le preguntase, “¿considera usted un castigo preparar el óleo para pintar su cuadro o lo considera un premio?”, posiblemente usted contestaría “Ni castigo ni premio, me parece normal. ¿No se da cuenta de que yo soy un pintor? Los pintores pintan. Y, a menudo, con azul”.
Si continuase el interrogatorio preguntándole si hay alguna actividad –de las de la lista- que usted preferiría no hacer porque casi la considera un castigo, ¿qué me diría? Muy posiblemente se referiría al asunto de la fórmula matemática y de la estimación de los impuestos. No porque deba parecerle siempre un castigo sino porque usted, como el artista consumado que es, en el fondo siente que no debería estar haciendo eso; que es una pérdida de tiempo, pero que es una tortura necesaria porque al fin y al cabo usted vive de eso.
¿Lo nota ahora? El autoconcepto, la idea que uno tiene de sí mismo es, prácticamente, todo. En función de lo que uno crea que es o que no es, hará o dejará de hacer ciertas cosas.
Y es aquí donde el magnetismo de su marca personal comienza de nuevo a necesitarse porque en muchos momentos de la vida, cuando uno no tiene muy claro quién es ni para dónde va, el recurso inmediato (aunque lo mantengamos en secreto) es tomar prestada la identidad de alguien a quien uno admire mucho. Y nuestros estudiantes no son la excepción.
Verá: si un muchacho siente que “estudiante” es la décima o la décimaquinta cosa que alguien podría decir para referirse a él o a ella –o sea, que ir a la escuela es algo casi accidental, no un hábito que haga parte de su identidad- y si, para rematar, no tiene a alguien dentro de su círculo inmediato a quien admire por dedicar su vida al conocimiento (de cualquier tipo, científico, de las humanidades, artístico, el que sea), si el chico ni se siente estudiante ni tiene cerca a alguien a quien admire por ser una persona estudiosa, la acción de estudiar siempre estará en alguna categoría inferior, ya sea dentro de las cosas que le son indiferentes o, peor, dentro de las que considera como castigo.
Tal como le anunciaba al inicio del párrafo anterior, ejercer su liderazgo en este aspecto es definitivo porque, como también lo hemos visto en nuestras aulas, los seres humanos no hacen lo que uno les dice que hagan; los seres humanos hacen lo que ven que otros hacen. Y para la sociedad sería muy conveniente que los chicos vieran en usted (que hallaran en nosotros) a personas que tienen el hábito de estudiar y la curiosidad intelectual a flor de piel, no como vehículo para lograr algo más sino por el solo gusto de hacerlo. Y más nos vale tener una buena estrategia para transmitir, para contagiar este entusiasmo.
En ese aspecto, el internacionalmente famoso gurú del liderazgo, Simon Sinek, nos puede aportar una herramienta de gran utilidad para facilitar nuestra misión de inspirar a los muchachos. Se trata de la siguiente: cuando tenga ocasión de introducir unos minutos de charla informal durante sus clases, antes que querer insistir en repetir qué es lo que hay que hacer y cómo deben comportarse, vivir o cumplir con sus deberes, pruebe contarles por qué usted, entre tantas posibilidades que tiene un adulto para ganarse su vida, eligió la de ser maestro. Anímese a compartir un poco de la experiencia íntima de dedicarse a ser profesor; es decir, cuénteles qué lo mueve cada mañana para salir de su cama, vestirse e ir todos los días al mismo colegio, a la misma universidad, al mismo instituto.
Elija al azar cualquier líder de la historia y comprobará fácilmente la importancia del asunto que estamos tratando. Mandela, Gandhi, Jesús, Martin Luther King, Buda: lo más emocionante de la historia de cada uno de ellos con seguridad son las historias, las aventuras que vivieron. Pero lo más inspirador, sin lugar a dudas, aparece cuando uno encuentra su “por qué”; por qué hicieron lo que hicieron. Con usted y con todos los héroes cotidianos el mecanismo es exactamente el mismo.
Para gozar, pues, de una marca que además de ser intuitiva y persuasiva resulte siendo arrasadoramente inspiradora, recuerde: escriba su “por qué” bien grande en el pizarrón de su corazón. Y muéstrelo con orgullo de tanto en tanto.
Parte II
Gran parte del encanto está en lo que uno no hace.
¿Qué cosas conviene evitar?
El hecho de que una institución académica seria haya confiado en alguien para vincularlo como profesor, si bien no es al 100% una garantía de idoneidad, sí es un indicio fuerte de que esa persona sabe bien qué es lo que tiene que hacer. Por supuesto, estamos hablando de usted.
Sin importar lo larga o corta que sea su trayectoria, lo más posible es que usted, en su condición de docente, conozca no solo lo que se espera –en términos objetivos- de su trabajo, sino cómo debe hacerlo. Pero hay algo, en cambio, que solo viene con la experiencia (tanto la que se adquiere con las horas de vuelo como la experiencia que se obtiene estudiando los casos ajenos): solo a fuerza de ensayar y de errar va cada uno llegando a la conclusión no solo de cuáles son las movidas que mejor funcionan sino que también va llegando a la conclusión de qué no debe volver hacer jamás.
Y, de nuevo, teniendo en cuenta que mi trabajo consiste en estudiar los algoritmos que hay detrás del comportamiento y que mi objeto de estudio son (somos) los seres humanos, con la intención de complementar el acervo de experiencias que componen su historia personal, en las líneas que siguen me encargaré de exponer cuáles son las actitudes que de acuerdo tanto con mis investigaciones como con mi propia experiencia como docente pero, sobre todo, como la estudiante que a menudo también soy, amenazan más seriamente su marca personal.
Primera cosa a evitar: “Una persona puede olvidar las palabras que oyó pero nunca lo que sintió”: cuidado con dos emociones que actúan como un rayo paralizante
Los aciertos de la sabiduría popular son, paradójicamente, pocos; lo sabemos bien. Sin embargo, esta afirmación hace parte del restringido elenco de los refranes ciertos. El ser humano abomina; tiene más miedo; rehúye más la posibilidad de quedar en ridículo que la de morir. Nosotros, los humanos, por lo tanto, podemos olvidar más fácilmente el tenor literal del insulto (las palabras precisas que nos dijeron) o la broma que alguien nos hizo, que la vergüenza que pasamos por cuenta de eso. El sentimiento queda indeleble en el recuerdo.
Esta es una premisa tan básica que acaba siendo obligatoria para ser tenida en cuenta, particularmente tratándose de usted y del líder perfilado que -cada vez más- es. En este campo las emociones que usted, como propietario de una gran marca personal, debe evitar hacer que su interlocutor experimente son dos: vergüenza y culpa.
La vergüenza o la emoción de hacer algo por primera vez
Ser docentes es tener la fortuna de presenciar en primera fila uno de los prodigios más grandes de la naturaleza: ver a un ser humano florecer. Y a otro. Y a otro. Y a otro, hasta donde la vida nos dé.
La metáfora de la florescencia fue el recurso poético que tuve a mano para describir uno de los fenómenos antropológicos que más tienen lugar en los salones de clase del mundo (junto con otros muy intensos como el de la frustración, el del amor y el del nacimiento de una nueva amistad): el vértigo de hacer algo por primera vez.
Y si las circunstancias nos dan el privilegio de estar ahí y si adicionalmente nuestra presencia se desarrolla bajo el rótulo de ser el profesor de la persona que está frente a nosotros, debemos saber, también, que nuestras opciones –en cuanto a nuestra actitud se refiere- vienen siendo básicamente tres: (i) ser un espectador indiferente, (ii) hacer de guía o (iii) fungir como juez.
Es muy posible que la recomendación que sigue tenga que ver mucho con mi forma de ser porque, cómo no, estoy por sugerirle que tome el camino de en medio. La invitación es a que en nuestro papel de profesores comprendamos que por agotados que estemos, cuando un ser humano (de la edad que sea) está aprendiendo algo, ese humano es (en relación con ese conocimiento específico), como una figurilla de cera caliente que se está moldeando. Donde uno apriete quedará una marca y donde uno se descuide, donde uno falte, quedará un resabio. Un profesor con una gran marca personal no es, por lo tanto, un maestro neutral: tiene puesta la camiseta de su muchacho.
Por otra parte, adjudicarse el papel de juez frente a una persona (de nuevo: por joven que sea) que esté haciendo algo que es nuevo para ella, es una pérdida de tiempo. Lo más probable es que el ensayo salga mal. No hay más juicios qué hacer ni ninguna sorpresa en eso: el intento del inexperto salió mal. El punto es que adoptando la posición de juzgadores no solo no aportamos nada sino que –incluso sin querer- podemos frustrar al estudiante tan profundamente que desista para siempre de volver a ensayar eso que le dijimos con tanta dureza que le quedó mal.
Pregunte a cualquier adulto que tenga, por ejemplo, el sueño frustrado de cantar qué fue lo que pasó; por qué no insistió más, y al menos en el 60% de los casos encontraremos a un profesor de kínder o de primaria que le dijo en tono concluyente que cantar no era lo suyo.
Lo que en cambio abonará muchísimos puntos, no solo a su reputación (a su marca personal) sino, curiosamente, a su felicidad, será elegir abrogarse el papel de guía de su pupilo. Un guía que le muestra el trazo del camino, que le advierte de los riesgos generales, que proporciona los principios esenciales y que, sin embargo, tiene muy claro que cada alumno debe hacer su propio recorrido. ¡Qué fortuna tener un profesor así!
Y, para terminar con este punto, hay que decir que la vergüenza es el germen de la parálisis existencial. Frente a esto hay que recordar que nuestro rol como docentes es el de formar, no el de mermar (no el de disminuir) ni la creatividad ni la dignidad ni el ímpetu del alma de los futuros graduados. Atención a eso.
La culpa funciona como una máquina del tiempo y un docente-líder es muy consciente de eso
Cualquier cosa que un ser humano sea capaz de sentir tiene una utilidad práctica. Cualquier cosa.
Ahora bien, las emociones, como las monedas, siempre tienen dos caras; en el caso de las emociones, estas tienen siempre una cara “buena” y una cara “mala” (o una bonita y otra fea, según lo prefiera).
Cuando uno tiene interés en desarrollar una gran marca personal, el asunto de las emociones revestirá siempre una importancia capital porque ser capaz de entender lo que el interlocutor está sintiendo es una forma muy segura (segura en el sentido de eficaz) a la hora de dejar una huella positiva en alguien más.
Un sentimiento que el Casanova experimentado se abstiene de suscitar en su futura conquista es el de la culpa porque, como el experto que es en esos asuntos de ganarse el corazón de la gente, él sabe muy bien que la culpa jugará siempre en su contra. Siempre.
Saliendo del ejemplo novelesco y volviendo al caso nuestro, diremos que en nuestra dinámica como formadores el asunto es (guardadas las proporciones), el mismo del gigoló: la culpa, que a simple vista pareciera una poderosa arma de control comportamental, en realidad no lo es nunca. O al menos no lo es por mucho tiempo, salvo que se reafirme con dosis intermitentes de nuevas culpas. Si lo que queremos es persuadir e inspirar a nuestros chicos (como lo vimos al inicio de estas reflexiones), no acudamos a la culpa como estratagema coactiva para lograr que ellos, los estudiantes, hagan o dejen de hacer algo. Son jóvenes, sí, pero antes que jóvenes, son humanos. Y los humanos detestamos la sensación de estar siendo manipulados. Los humanos cuerdos, claro
La culpa es, pues, un recurso de éxito apenas aparente para combatir grandes fugas energéticas en los salones de clases como, por ejemplo, el ausentismo escolar, que por regla general se acompaña de bajas calificaciones. Con argumentos (unos más sofisticados que otros, por supuesto), con argumentos del corte “Tantos niños necesitados que hay que darían lo que fuera por estar en un pupitre de esta escuela y tú no valoras esa oportunidad”, lo que hacemos es crear una bomba de tiempo que más temprano que tarde detonará.
Veamos: la culpa, como dijimos que ocurre en general con las emociones, no es ni buena ni mala por definición pero sí tiene una polaridad positiva y otra negativa. Un escenario en el que resulta útil y otro en el que acaba siendo destructiva.
Como apunta el afamado Dr. Norberto Levy en su famosa serie llamada “Autoasistencia”, en su versión de crecimiento, la culpa nos permite notar que hay algo que podríamos hacer distinto. Al contrario, en su versión reduccionista, en su polaridad negativa, el efecto de la culpa es uno muy preciso: nos impide disfrutar. Y disfrutar, a no dudarlo (conseguir que su interlocutor lo pase bien), es uno de los objetivos que el dueño de una marca personal influyente busca causar en la persona que tiene al frente (no a cualquier precio, claro, porque nuestro cometido esencial es el de formar y no el de divertir). Máxime si se trata de un alumno suyo. Y con mayor razón si lo que se quiere es animarlo a adentrarse en una ciencia. El disfrute es la llave maestra que abre las puertas de la atención. De ser posible, hay que anotar esto por ahí porque se nos olvida muy a menudo
(“¿Por qué se hizo referencia arriba a la culpa como máquina del tiempo?”, preguntará el lector atento)
Al inicio de este aparte introduje el tema refiriéndome a la culpa como una máquina del tiempo y me gustaría explicarle por qué y qué tiene que ver ese fenómeno con usted.
Verá: dentro de las emociones que no solo nos agobian más en esta época sino que con mayor fuerza obstruyen el tránsito de la felicidad en las personas que se precian de ser buenas, sin lugar a dudas está la culpa, porque ser bueno en esta era no es solo guardar los preceptos de la ley, de la moral y de las buenas costumbres. No.
El hecho de estar hoy tan conectados a través de la tecnología y, por ende, el hecho de vivir tan enterados de lo que hacen los demás, ha traído consigo que los códigos de conducta terminaran arreciando. Ahora la gente parece ser más sensible. Ahora todos nos ofendemos más fácil. Ahora hay más gente opinando. Ahora uno tiene que calcular con precisión milimétrica el impacto que podrán tener sus actos (declaraciones, publicaciones, chistes, fotos, todo), so pena de ser fuertemente censurado en las redes sociales.
Hoy por hoy, en resumen, y por otra parte, es más fácil sentirse culpable que antes y el efecto de esa emoción es el de entrar en una verdadera máquina del tiempo. Es que la culpa es así: sin importar las horas o los años que transcurran entre el evento desafortunado y la fecha actual, es capaz de mantenernos anclados a lo que ocurrió en el pasado; a eso que sentimos que no debió ocurrir jamás. No solo nos introdujimos sino que nos quedamos presos en la tal máquina del tiempo.
Y justo donde se produce la equivocación, donde comete un error el estudiante, comienza su parte en el guion y lo que tiene que ver usted en relación con el manejo de la culpa del joven. Ahí es donde comienza a brillar su marca personal: un profesor que antes que ser un instructor de cosas sea un maestro de vida, sabrá que una falta es una ocasión dorada para afianzar una lección.
Y para que la lección quede en el recuerdo y su impronta como maestro quede en el alma del alumno, sin que sea mi propósito sugerirle que tenga una actitud cómplice, indulgente, tolerante ni mucho menos alcahueta, la invitación sí es a que acompa- ñe al estudiante a revisar qué fue lo que pasó y a que lo libere a continuación de la culpa ayudándole a entender qué puede hacer distinto y qué no conviene que vuelva a hacer nunca y lo invite a proponer soluciones creativas para dejar ese desliz atrás. (Amablemente se sugiere al lector releer este párrafo y un poco más despacio).
Los humanos tendemos a desarrollar un especial afecto por quienes nos dan una mano para dejar el pasado atrás; y en circunstancias como las que hemos descrito, ayudar a nuestros chicos a ser capaces de volver al momento presente determina –para ellos- la posibilidad de continuar siendo personas creativas.
Su muestra de liderazgo aquí consistirá en sembrar en sus estudiantes la certeza de que no es su coeficiente intelectual ni su dinero ni la cantidad de información acumulada lo que les permitirá (ni menos garantizará) llevar una vida susceptible de ser catalogada como “buena”, sino su creatividad. Creatividad exenta de culpa, además.
Segunda cosa a evitar. Ser un mago de un solo truco
De las hazañas de Heracles, de Perseo, de Odiseo y del resto del ejército de héroes de la mitología griega no tenemos fotos ni videos ni podemos seguirlos en Instagram y, sin embargo, siguen causando fascinación en niños y adultos de todos los tiempos por una razón que se repite en todos ellos: lo ocurrentes, lo recursivos, lo innovadores que se mostraban ante cada desafío que los dioses les atravesaban.
Sin querer insinuar que debamos desarrollar atributos de superhéroes para que nuestra marca personal pueda mantenerse vigente en el mercado laboral del sector educativo o en el recuerdo de nuestros alumnos, sí vale la pena prestar atención a una realidad incontestable tanto de la química orgánica como de la psicología humana: las personas que tienen soluciones ocurrentes (a veces incluso llegando a ser irracionales, como salidas del cubilete mágico) a los problemas de la cotidianidad, ejercen sobre nosotros un magnetismo hipnótico que en ocasiones no es tanto que no podamos como que en realidad no queremos combatir. A muchos nos gusta (lo admitamos o no) entregarnos al encanto que es ver a un líder creativo en acción.
Esta apología introductoria a la creatividad tiene el propósito de hacer tomar consciencia en el amable lector sobre lo determinante que resulta ser que, además de tener conocimientos; además de observar un comportamiento ejemplar y adicionalmente al hecho de ser profesores amables, solícitos y cariñosos, nos permitamos, siempre que la ocasión lo amerite, dar rienda suelta a nuestra creatividad para superar los obstáculos del día a día.
El llamado de atención sobre este aspecto es muy urgente en virtud de una de las características básicas de nuestro cerebro: por cuanto el hombre de las cavernas tenía que privilegiar el uso de la energía en actividades relacionadas con la supervivencia (reproducirse, recolectar y huir de los predadores, básicamente), el cerebro tenía el comando básico de ahorrar energía. Así, cada vez que encontraba una solución exitosa para un problema, aquella se convertía en la solución oficial para ese y todos los problemas similares en el futuro.
Y a pesar de los años que han pasado y de las civilizaciones que han pisado la faz de la Tierra desde entonces, el comando biológico sigue intacto. Haciendo una revisión honesta de nuestras interacciones personales y profesionales encontraremos que a prácticamente todas las personas que acuden en busca de nuestra ayuda las resolvemos, les damos trámite o las aconsejamos esencialmente con los mismos dos o tres consejos.
Pero no es porque seamos perezosos: es porque estamos diseñados para eso. Y ahorrar energía acudiendo a las cosas que ya sabemos que funcionan, está bien (de lo contrario, por ejemplo, la ciencia no avanzaría; o lo haría pero a paso muy lento porque cada vez tendríamos que empezar de cero).
Lo que en cambio no está tan bien es que ahora que nos hemos percatado de ese mecanismo interno sigamos viviendo como si no entendiéramos nada de lo que pasa; no vale la pena perder la oportunidad de ser la mejor versión de nosotros mismos.
A nivel práctico, en este aspecto, la invitación es a desarrollar el esquema de pensamiento que desde 1967 propuso Edward de Bono y que los gurús del desarrollo personal y de la innovación han cultivado desde entonces: el pensamiento lateral.
Para que nuestras marcas personales de docentes crucen las fronteras de nuestros salones de clases convendría apuntar a eso, a tener soluciones creativas para los problemas de siempre. En este sentido la invitación, en términos prácticos, se concreta en ideas como las siguientes:
- Procure hacer más preguntas antes que dar respuestas masticadas (y, claro, no deje las preguntas sin respuesta. Cuando el estudiante se da cuenta de que el maestro hace preguntas porque en realidad desconoce el tema, la credibilidad del aula tambalea).
- Pruebe encontrar un escenario en el cual eso que ahora parece un problema, podría llegar a no serlo o, incluso, podría ser una situación deseable (acudiendo a un ejemplo rápido, infantil, diremos que si el problema que están enfrentando los estudiantes consiste en tener que aportar soluciones para una inundación, usted podría señalar que para los peces, paradójicamente, la inundación es el medio de supervivencia indispensable. Como le decía, es un ejemplo inocente pero útil para entender la dinámica subyacente: hacer este ejercicio en voz alta ayuda a los chicos a crear el mecanismo de ver siempre cada asunto desde un ángulo distinto).
- Acuda tanto como pueda a metáforas. Desplazar el significado o la lógica que rige un fenómeno hacia otro ámbito, no solo amplía el espectro del razonamiento sino que sirve para interrumpir el patrón emocional del estudiante, por ejemplo, cuando se encuentra dentro de un problema que de acuerdo con él o con ella es irresoluble.
Dicho de otro modo, acudir a una metáfora divertida para ayudar a un alumno a encontrar la salida a un problema que le parecía insalvable, no solo lo saca de aprietos de manera práctica sino que le representará un descanso emocional, riendo momentáneamente sobre el suceso. Y su marca personal, claro, estará por los cielos. También la aguja de su felicidad, viendo cómo puede ayudar más eficazmente a sus muchachos.
Tercera cosa a evitar. Pretender tratar a todos por igual
Un salón de clases es un microcosmos tierno que puede llegar a ser muy peligroso si uno no se toma el tiempo de mirar al microscopio las dinámicas que, a toda hora, están teniendo lugar allí.
Y, dado que transmitir confianza es una de las metas principales de una marca personal que tenga la vocación de ser influyente, hay que detenerse unos minutos a entender cómo se representa al mundo nuestra audiencia natural; es decir, los estudiantes, ya que el docente interesado en fortalecer su marca personal de liderazgo necesita tener esta realidad muy presente si quiere no solo (expresándolo en términos políticos) mantener la gobernabilidad de su clase sino si tiene el interés adicional de formar a sus pupilos tanto en conocimiento como en valores.
Hay que comenzar por discriminar… positivamente.
Los seres humanos tendemos a preferir a las personas que queremos, que nos inspiran confianza y que –de alguna forma- se nos parecen (que se asemejan a nosotros). [Si le es posible, tome nota de ese pequeño listado: preferimos a las personas que queremos; que nos inspiran confianza y que se nos asemejan. A juzgar por la clase de elecciones que hacemos todos los días, este parece ser el resumen del giro de la evolución en el campo de las preferencias humanas].
Le decía, los humanos (querámoslo o no; admitámoslo o no), preferimos a unas personas por encima de otras. Y en no pocos casos la razón de la predilección está en los sentimientos que nos inspiran.
Partiendo del supuesto de que el lector ha dedicado su vida a la docencia por vocación y concluyendo, por la misma línea, que el lector tiene interés sincero en ganarse el cariño de su clase, un error que no puede permitirse es el de tratar a todos los estudiantes por igual aun cuando dentro del aula todos tengan más o menos la misma edad, el mismo grado de conocimientos y estén enamorados del mismo artista del momento. No cometa el error de tratar igual a quienes son rabiosamente desiguales por dentro.
La reflexión que comento tiene origen, dolorosamente –quizás-, en los errores de crianza que cometieron con algunos de nosotros, haciéndonos creer que los niños que eran inteligentes lo eran en términos absolutos y que los niños, por otra parte, que no satisfacían las expectativas del programa académico del año, no tendrían salvación posible y estarían condenados a una vida de mediocridad caracterizada por una saga de trabajos mal pagos en la adultez o las drogas y la calle. Todo por reprobar las asignaturas. Todo por no ser inteligentes
Teniendo en cuenta que en la actualidad las neurociencias han demostrado (y no de una sola forma) que en lo que tenga que ver con el ser humano no hay tal cosa como la inteligencia sino que hay inteligencias múltiples y teniendo en cuenta, en ese orden de ideas, que una persona puede ser buena para las matemáticas pero desastrosa para las letras o para la música, la pregunta de hoy no es “¿Este chico es inteligente?”, sino “¿Para qué es más inteligente este chico?”.
Me tomé el tiempo de abonar el terreno argumentativo con calma porque aquí viene la puntada para su marca personal: una grandísima parte de lo que englobamos dentro del concepto de carisma para referirnos a un líder a quien consideramos admirable por su cercanía con la gente está en el hecho sencillo –pero al tiempo sofisticado- de que ese líder comienza por analizar su entorno (fíjese: no comienza por dar instrucciones) y, a continuación, se asegura de tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales.
Discriminar al derecho
Por cuanto no conozco otra palabra para designar la acción de dar a unos ciertas oportunidades, cosas, atenciones o prerrogativas que a otros no; mencionaba, porque no conozco otra palabra para designar eso distinta a la de “discriminar”, diremos, en el sentido positivo de la expresión, que de lo que se trata aquí es de eso: de discriminar.
…pero al derecho.
Nuestra marca personal de docentes se verá enormemente favorecida (y no con fines proselitistas sino en verdad como la consecuencia natural de estar haciendo las cosas bien) si invertimos una cantidad importante de tiempo (en ocasiones del nuestro. Ese es uno de los costos de ser lí- deres); si invertimos una parte importante del tiempo de preparación de las clases en observar no solo quién es bueno para qué en el salón sino a quién convendría alentar o avalar un talento y, por otra parte, si establecemos a quién es mejor ayudarle haciéndole las cosas fáciles (sin caer en el extremo del fraude, ni más faltaba; solo no martirizarlo tanto) con un asunto para el que, a pesar de su esfuerzo, el alumno no consigue ser bueno.
En términos prácticos, permita (es más: cerciórese de) que el que tiene más habilidad para la guitarra pueda usar la mejor guitarra de las que dispone la escuela, en comparación con ese otro chico que va a la clase de música solo por no reprobar la materia por faltas pero que es muy bueno en matemáticas. A este otro –al matemático en potencia-, pídale que le ayude a solucionar algún problema especial con una fórmula que sea algo más avanzada para su nivel.
Lo anterior es apenas un ejemplo que de seguro no reviste ninguna novedad pero que es la disculpa para poder extenderle una invitación más: uno de los roles que está llamado a desempeñar el líder es el de encarnar la cualidad de la empatía que, en este caso, se trata de la misión adicional de ayudar a que su alumno se sienta bien de ser él o de ser ella; a que se sienta orgulloso de lo que es y a que trabaje razonablemente por cumplir con las exigencias que no le gustan pero que en todo caso deberá satisfacer si quiere graduarse.
En suma, por la misma razón que no se debe alimentar con lo mismo a un gato que a un koala, en cuanto tenga que ver con sus estudiantes, con sus talentos y con su forma de representarse la vida (con sus prioridades), recuerde: trate igual a los iguales y desigual a los desiguales.
Parte III
La identidad visual. Puede que el hábito no haga al monje pero un buen hábito sí puede subir el nivel del rating al monje (sí, como en la tv)
Imaginemos que usted un día se viera pasar caminando por la calle. Sí, como si usted fuera un transeúnte más y de repente se ve pasar por la otra acera. Conteste, por favor, con toda sinceridad: de uno a diez, ¿qué tanto querría ser usted? Siendo uno “En absoluto quisiera verme así; ¡qué esperpento!”; siendo cinco “Bueno, los hay mejores, pero este es un profesor decoroso” y siendo diez “Definitivamente quisiera verme así. Me parece que esa persona tiene un look espectacular”.
De uno a diez, ¿qué tanto querría verse como usted?
La mayoría de nosotros está de acuerdo con que a los profesores, justamente por trabajar en el área del conocimiento (no de la alta costura ni de la industria publicitaria), no nos pagan por ser lindos ni por ir a la moda ni por tener blanqueamiento dental. Nada de eso: nos pagan por lo que sabemos y por lo que somos capaces de transmitir a los estudiantes. Punto.
Siendo esto muy cierto, es igualmente cierto que la condición –humana, incuestionable- de ser mamíferos nos impone algunos matices en el comportamiento que por más que queramos no podemos llegar a pasar del todo por alto.
En otras palabras, no porque seamos superficiales ni porque estemos rodeados de personas de plástico sino porque somos humanos, nos sucede que cuando vemos a alguien (por primera vez o jornada tras jornada), en el lapso de dos segundos no solo hemos escaneado de pies a cabeza al individuo que tengamos al frente sino que, además, nos hemos hecho a una idea de él o de ella y, de paso, hemos decidido si nos gusta o no.
No se preocupe: esto, por lo general, pasa a nivel inconsciente. Por eso puede pasar que uno pregunte a su interlocutor “¿Qué llevaba puesto la señorita con la que estaba hablando hasta hace un minuto?” y no tenga ni idea. Pero el inconsciente sí sabe y también sabe lo que piensan (los dos, usted y su inconsciente) de ella.
“Toda la teoría está estupenda pero, otra vez, recuerde que soy profesor: no voy a usar todos los días un traje de diseñador”
Y menos mal porque tampoco se trata de hacer de los pasillos de su institución una pasarela. Se trata, en cambio, de tomar decisiones más conscientes a la hora de vestir, de peinarse, de maquillarse o de arreglarse la barba, de modo que su imagen (que en adelante llamaremos indistintamente “identidad visual”), sea una herramienta más de trabajo y le ayude –por qué no- a transmitir un mensaje antes de que usted haya pronunciado la primera palabra.
El asunto no es tan complicado. Se trata de entender algunas reglas básicas y de hacer lo que considere mejor dentro de ellas:
Si usted no supiera cuántos años tiene, ¿cuántos años tendría?
Teniendo en cuenta que en la mayoría de los casos las personas con más de 45 años se sienten de menor edad que la que tienen, un consejo rápido para tener en mente a la hora de elegir el atuendo es esa respuesta que acaba de dar en su cabeza. No se disfrace de adolescente (ni hace falta ni nos conviene porque se pone en riesgo su credibilidad) pero tampoco se ponga más años de lo estrictamente indispensable.
Trasladando el asunto al aspecto práctico, lo ideal sería animarse a usar un poco de color: un pañuelo que alegre el blazer en el caso de los señores; una cartera (la bolsa de las mujeres) de un color distinto (y a propósito recuerde que ya no es indispensable tener coordinados los zapatos, el cinturón y el bolso. Se vale usar colores distintos); una corbata en otro tono de azul distinto al de todos los días o con detalles rojos, naranjas, amarillos, verdes; lo que prefiera. Elija pequeños detalles que le hablen de usted a su audiencia.
“La moda no incomoda”: falso. “De la moda, lo que me acomoda”: verdadero
Por cuanto la industria de la moda se construye a partir de modelos de menos de 20 años, con cuerpos atléticos y pieles perfectas, en ese sentido tenemos que tomar la precaución de no colgarnos prendas de ropa solo porque las vimos en una revista. Esto es algo hay que invertir tiempo (bastante, quizás, pero el ejercicio largo solo es necesario hacerlo una vez): acerque a su cara prendas de distintos colores (comenzando por sus colores favoritos) y determine cuáles le van bien y cuáles no. Recuerde: aun cuando sean sus tonos favoritos.
En mi caso, por ejemplo, he encontrado que el azul turquesa, que me parece bellísimo, es, sin embargo, una tonalidad que no debo usar en las camisas o chaquetas porque me hace ver gris. Puede que con usted ocurra lo mismo. Con ese color o con algunos de la gama del beis o del amarillo.
Y, ya entrados en gastos, aprovechando la revisión del armario, anímese a algo más: conserve solo las prendas que realmente lo hagan sentir alegre y cómodo. Hay piezas con las que uno se siente más que mal: se siente uno derrotado. Pero a pesar del efecto devastador las conservamos por años porque están nuevas o porque pagamos una pequeña fortuna por ellas.
Nada de eso: siguiendo el famoso método de la autora Marie Kondo y su obra “La magia del orden”, en el guardarropa hay cosas que cumplieron su misión en nuestra vida dándonos el placer que sentimos cuando las pagamos en el almacén y nada más. Ahora hay que dejarlas ir.
Yo misma no lo creía hasta que lo ensayé. En lugar de sentirme culpable por deshacerme de tantas prendas bonitas y prácticamente sin usar pero que a mí se me veían mal, le decía, en lugar de sentirme culpable por salir de ellas, sentí una gran alegría: la de tener mi clóset lleno solo de mis cosas favoritas. Pruebe hacer lo mismo. Usted se lo merece
Por creer que cómodo es sinónimo de desgarbado, acabamos viéndonos como espantapájaros
Que la labor de enseñar es titánica y las jornadas de clase son extenuantes, es cierto; pero es aún más cierto que sintiéndose cómodo consigo mismo la vida, en general, resultará más llevadera.
Póngase esa prenda que reserva solo para las ocasiones especiales (ya encontrará usted otra más especial. Siempre pasa igual. Úsela sin miedo). Si le gusta alguna prenda de joyería, llévela con usted. Recuerde lo feliz que se siente al ponerse unas gotas de perfume: regálese un poco cada mañana. Tenga presente que cada minuto, centavo o energía adicional que ponga de esfuerzo en un breve acicalamiento, redundará en felicidad automática para usted.
En resumen
Tener una marca personal de maestro-líder no tiene nada que ver con actuar o con fingir una pose sino con tomarse el tiempo de entender cuál es su misión en esta vida, por una parte, y, por otra, de entender qué es importante para los demás.
Revisando este artículo hacia atrás verá que esas son las dos metas que están detrás de cada una de las invitaciones que he venido haciéndole: establezca (dentro de lo posible) quién es usted; pregúntese qué rol desempeña en su relación con otros y seduzca (en el sentido académico, incluso comercial del término) a sus interlocutores con un trato respetuoso, sincero e intelectualmente retador.
Cada uno de los ajustes que le he propuesto aquí los he ensayado tanto en mí como en mis estudiantes y en las personas que asisten a mis seminarios. A la mayoría de nosotros nos han funcionado. No hay una razón para pensar que a usted no.
Ahora bien: pruebe hacer las cosas distinto por el solo gusto de innovar, sin esperar una respuesta específica a cambio de parte de su entorno. Es posible que ni sus estudiantes ni sus colegas noten esos cambios pero usted sí lo hará y esos detalles, insisto, se traducirán en bienestar para su día a día. Pero, por favor, pruebe. Pruebe. Ocurre que en estos asuntos, como sucede también en el amor, para entenderlos hay que vivirlos. No basta con describirlos. RM